Historia de la alimentación de los esclavos en el Caribe (Cuba)

Título original: Del funche al ajiaco: la dieta que los amos imponen a los esclavos africanos en Cuba y la asimilación que éstos hacen  de la cocina criolla

Centre de Recherche sur l’Amérique Espagnole Coloniale (CRAEC)

Université Paris III-Sorbonne Nouvelle

Resumen:

Ismael SarmientoTeniendo como referencia el funche, la principal variante alimenticia del esclavo de plantación y el ajiaco, el plato por excelencia del pueblo cubano, se establece un paralelo entre la dieta que los amos imponen a los esclavos africanos y la asimilación que éstos hacen de la cocina criolla. Un estudio donde se analizan: desde los apartados que los códigos negros y los reglamentos dedicaron al cuidado de los esclavos; los principales renglones alimenticios, los costes, el abasto y la calidad; el valor energético-alimentario de un esclavo; los aportes considerados ancestrales y originarios de África; hasta el aprovechamiento que tanto ellos como sus descendientes hacen de determinados hábitos imperantes en la población cubana.

Palabras claves: Cuba, colonia, alimentación, esclavos, negrosesclavos1Introducción

Con el crecimiento de la economía de plantación, principalmente en el área del Caribe y en Brasil, llegan a América miles de africanos; tanto es así que, ya desde finales del siglo XVIII y más aun en el trascurso de la primera mitad del siglo XIX, cuando se intenta frenar tan abrumador flujo, se evidencia que tal presencia incide -de manera relativamente rápida- en el cambio de la composición étnica del continente, aportándole nuevos valores culturales.

A los residentes de origen europeo, a los indios residuales y a los mestizos se suman, a causa de la trata negrera, los esclavos procedentes de África, que en las colonias británicas, francesas y españolas del Caribe se convierten en el sector de la población con mayor ritmo de crecimiento.

En Cuba, una sociedad todavía en formación, hasta finales de la década de 1850, en que se llega a una estabilización de los porcentajes, los esclavos y sus descendientes superan el 50 por ciento de la población total de la Isla. Lo que constituye un elemento central en la obtención de las bases para una estratificación social y clasista (Sarmiento Ramírez, 2003: 111-146).

A juzgar por las estadísticas del período 1787-1862, la población blanca, aun cuando mantiene un alto índice de desarrollo, llega a ser menos numerosa que la llamada población “de color”. Dentro del mosaico poblacional, la tendencia proporcional de los habitantes blancos es de disminución y la de los de color de incremento. Al comparar los censos de 1787 y 1841 se aprecia que la población crece casi seis veces con respecto a los tres siglos y medio anteriores. Su totalidad, que en 1787 era de 176.167 habitantes (Cuba, Dirección General de Hacienda, 1881: 461), en 1841 alcanza la cifra de 1.007.624. Crecimiento que en casi 50 años llega a ser de 831.457 personas, y composición poblacional que comparada con el primer año citado significa un aumento de 321.681 habitantes blancos, el 38,70 por ciento; 123.621 de color libres, el 14,86 por ciento; y, 386.155 de color esclavos, el 46,44 por ciento (Cuba, Comisión Estadística, 1842). La existencia de esclavos, que en 1787 es de 50.340 brazos, el 28,57 por ciento de la población, en 1841 se eleva a 436.495, un 43,32 por ciento; y el total de la población conceptuada como no blanca pasa de 79.557 personas a 589.333, el 58,49 por ciento de los habitantes.

Y aun así, si se comparan las proporciones de negros y blancos, los esclavos y sus descendientes cubanos no se aproximaron jamás a los porcentajes que se alcanzaron en el Caribe dominado por otras naciones de Europa. J. Andrés-Gallego, en La esclavitud en la América española, hace referencia a estas minúsculas cifras de blancos: “sólo un 2,5 por ciento en la Granada británica en 1817; el 4,4 en Surinam hacia 1830; el 11 en la Martinica francesa en 1789; el 13,3 en la Trinidad británica en 1817…” (Andrés-Gallego, 2005: 314-315).

Desde la óptica de esta realidad caribeña, fácilmente comparable con la situación de otros pueblos de la llamada América negra continental, es que analizo la alimentación y los hábitos alimentarios[1] de los esclavos africanos y sus descendientes en la isla de Cuba. A mi juicio: uno de los denominadores comunes, de mayor visibilidad, que más distinguen a los aportes de tan importante núcleo poblacional y que verdaderamente han incidido, en el caso específico del Caribe, en la forja de su identidad colectiva.

Los negros que fueron arrebatados a África y trasladados a América sin ningún medio material, gracias a su prodigiosa memoria colectiva, pudieron reproducir muchas de las manifestaciones de sus culturas autóctonas; pero, en su nuevo hábitat, de la misma manera que encontraron elementos materiales y espirituales afines a sus civilizaciones ancestrales, tuvieron que aceptar y adaptarse –desde el inicio mismo en que se fomenta la esclavitud– a otras costumbres impuestas por tratantes y compradores, que no siempre fueron las practicadas por la población criolla y que terminaron, muchas de ellas, marcando el destino cultural de los más desposeídos.

Partiendo de esta interrelación, las comidas de los esclavos respondía a lo aportado por los amos, aunque en lo individual se agregaran otros componentes del entorno y en la forma de elaboración predominaran las distintas costumbres regionales africanas. Esa y no otra fue la base alimentaria de una parte considerable de los habitantes de la mayor Isla de las Antillas, que variaba en dependencia de los precios en el mercado y de la disponibilidad real del sector agrícola; situación similar a la presentada por los demás esclavos del entorno caribeño y del resto de América.

Son tres las líneas cognoscitivas en que me apoyo para encauzar el presente estudio: a), la dieta impuesta por los amos, principalmente en las plantaciones; b), los aportes considerados ancestrales u originarios de África; y, c), la asimilación que tanto los esclavos como sus descendientes hacen de determinados hábitos alimentarios imperantes en la población cubana, más otras comidas que surgen propiamente del imaginario colectivo. En los acápites b) y c) se incluyen entradas explicativas de determinados platos africanos o vinculados con el vivir de los esclavos.

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La dieta que los amos imponen a los esclavos en las plantaciones

A juzgar por los artículos contenidos en las ordenanzas, códigos negros y reglamentos de esclavos, más otros documentos que revelan la verdadera distribución que hicieron los amos de los bienes materiales facilitados a sus esclavos, existieron muy pocas variantes respecto a la alimentación, el vestuario y la vivienda entre todas las colonias españolas, francesas, inglesas y portuguesas de América.

Respecto a la alimentación, en una ordenanza dominicana, de fecha 6 de octubre de 1528, se dice que el mantenimiento de los negros debía incluir: casabe, maíz, ajíes y carne en abundancia (AGI, fdo. Santo Domingo, leg. 1.034)[2]; y estos alimentos, con muy pocas diferencias, son los que se recogen en dos de los tres Códigos Negros y en los Reglamentos de esclavos elaborados entre 1768 y 1842 por el reino de España.

El primer Código Negro español, elaborado por el Cabildo de Santo Domingo en 1768 (AGI, fdo. Audiencia de Santo Domingo, leg. 1.034) y realizado sobre la base del Código Negro francés, 1824 (BP, fdo. Manuscritos de América, leg. 277, flos. 17-17v, apud Lucena Salmoral, 2000: 30)[3], aunque no llegó a aprobarse, establecía (ordenanza 14º), para los mayores de 16 años una alimentación consistente en tres libras de carne semanales (197.14 g al día), seis libras de casabe (394.28 g al día) u otra cosa equivalente (plátanos, batatas, etc.); y para los niños, hasta esa edad, la mitad de dichos alimentos. En el segundo Código, el de Luisiana (BP, fdo. Manuscritos de América, leg. 277, flos. 82r.-92v., apud Lucena Salmoral, 2000: 49-59), también adaptación del primer Código Negro francés y legalizado por las autoridades españolas en 1769, al incorporarse la colonia francesa al territorio español, se estipulaba, sin especificarse tipo y cantidad, que: los víveres se suministrarían cada semana (ordenanza 18º). El tercer Código negro, llamado Carolino y formado por la Audiencia de Santo Domingo en 1784, no obstante haber sido inhabilitado igual al Código de 1768, no incluía ningún artículo expreso dedicado a la alimentación; y en la Instrucción sobre educación, trato y ocupaciones de los esclavos aprobada en Aranjuez, el 31 de mayo de 1789, la Corona española dejaba en manos de las Justicias del distrito de las haciendas el señalar y determinar la cantidad y calidad de los alimentos, en forma similar a los libres o jornaleros (Lucena Salmoral, 2000: 197-278 y 280).

En el Reglamento de Puerto Rico (1826), se recoge (Capítulo III, artículo 1º): “Los amos deben precisamente dar a sus esclavos dos o tres comidas al día, como mejor les parezca; pero que sean suficientes no sólo para la conservación del individuo, sino para reponer sus fatigas. Se regula como alimento diario, y de absoluta necesidad para cada uno, seis u ocho plátanos (o su equivalente en batatas, ñames u otras raíces), ocho onzas [229.60 g] de carne, bacalao o macarelas y cuatro onzas [114.80 g] de arroz o de otra menestra ordinaria” (Lucena Salmoral, 2000: 286).

Y en el Reglamento de Cuba, 1842, (Bando de Gobernación…, apud. Pichardo, 1977: I, 318-326), aun con algunas peculiaridades adaptadas a su entorno, fue una simple versión resumida y poco corregida del Reglamento de Puerto Rico. En el artículo 6º, se sustituye batatas por boniatos, se agrega la yuca, entre las citadas raíces alimenticias, y aparece la harina, que en la práctica fue principalmente de maíz. Como pescado sólo queda el bacalao.

En uno de los artículos comunes a ambos Reglamentos se estipulaba: “Los negros recién nacidos o pequeños, cuyas madres vayan a los trabajos de la finca, serán alimentados con cosas muy ligeras, como sopas, atoles, leche u otras semejantes, hasta que salgan de la lactancia y de la dentición.[4] También, se precisa: “En los domingos y festivos de ambos preceptos, y en las horas de descanso los días que fueren de labor, se permitirá a los esclavos emplearse dentro de la finca en manufacturas u ocupaciones que cedan en personal beneficio y utilidad, para poder adquirir peculio y proporcionarse la libertad”.[5]

Sin embargo, ni en el Reglamento de Puerto Rico (1826) ni en el Reglamento de Cuba (1842) se describe la forma concreta en que los esclavos obtendrían tal beneficio. Otros documentos confirman que en la práctica se apeló a las mismas especificaciones dadas en el Código Carolino (1784): cultivando una parcela otorgada por el amo en su hacienda (conuco), criando aves u otros animales, principalmente puercos, o ganando jornales; y también, en el caso de las mujeres, vendiendo comestibles, dulces y frutas. Conjunto de privilegios que en los tres Códigos se advertía no podía sobrepasar la cuarta parte del valor inicial del esclavo y de donde se pagaba una suma determinada al dueño.

Para la gran mayoría de los esclavos una meta casi inalcanzable que, aunque permitió a unos pocos lograr su libertad, vinculó a muchos –ya como vendedores– con la economía de mercado; y esto, por minúsculo que se considere, desde el punto de vista participativo-productivo, les ayudó en la transición al trabajo libre (Scott, 1989).

Comparado con Puerto Rico, el Reglamento de esclavos de Cuba fue más excesivo. De interés en el tema que aquí analizo subrayo: la supresión de la obligación de los amos de alimentar a los niños; el aumento de la jornada laboral, en tiempos ordinarios una hora más y tres durante la zafra; y, la autorización de emplear a las mujeres como jornaleras, con igualdad a los hombres en las labores de hacienda. Y lo único tal vez que merece destacar de este Reglamento, aun cuando en la práctica se intensificó la vida hostil de los barracones, es que sugería a los amos, según sus posibilidades, la construcción de habitaciones separadas para cada matrimonio; porque la insensibilidad fue tal que perjudicó al esclavo hasta en sus derechos más elementales.

En resumen -y valiéndome del razonamiento hecho por H. Pichardo-, “el único derecho esclavista que imperó en Cuba fue el de los dueños de los esclavos” (Pichardo, 1977: t. I, 316). El Reglamento de 1842, el último de la América española, siendo el único que realmente rigió en la isla de Cuba, en la práctica fue letra muerta al no cumplirse muchos de sus preceptos. En esto coincido con M. Lucena Salmoral (2000: 159) en que “sirvió, como sus antecesores, para robustecer la sujeción de los esclavos que habían quedado atrapados en la Isla tras el cese de la Trata. No fue nada testimonial, ni humanitario, sino un instrumento de represión de esclavos, que quedaron entregados de pies y manos a sus propietarios para que usufructuaran su mano de obra, y con las leyes en la mano”.

Es por todo esto que, más que en lo escrito “legales” (ordenanzas, códigos negros y reglamentos de esclavos),  donde mejor se mide el comportamiento de la alimentación esclava es al estudiar los altibajos económicos de la América negra y la variabilidad de la política internacional. Problemática que es mucho más compleja y arriesgada si sólo se trata de analizar partiendo de las individualidades llegadas hasta nuestros días, a través de los testimonios documentales.

Hasta el momento de redactar esta ponencia, no he podido contar con información suficiente y precisa del coste de los alimentos esclavos a finales del siglo XVIII y primera década del XIX. Los datos obtenidos son pocos, fragmentarios y desiguales. Ejemplo: en la obra de Barrera y Domingo (1953) y en la comunicación reservada de Juan Procopio Bassecourt, citada por M. Moreno Fraginals en El ingenio (1978: t. II, 58), nada se dice al respecto. En lo recopilado por E. Torres-Cuevas (1995: 292 y nota final nº. 57), al analizar la sociedad esclavista cubana y sus contradicciones, se señala que, en este período, en el mantenimiento esclavo se invertían tres centavos diarios; revelación que obtuvo de un Informe al Rey realizado por el tratante y esclavista Joaquín Gómez, en 1844. A juzgar por los criterios de Torres-Cuevas, en ese Informe… se ofrecen cálculos mucho más exactos a los aportados por F. Armas y Céspedes (1866).

Armas y Céspedes, teniendo como muestra un ingenio de 42.34 caballerías de tierra, lo equivalente a 568.626,20 hectáreas, y de 1.889 cajas de azúcar de 17 arrobas al año -producción promedio del país entre 1859 y 1860, según los datos de C. Rebello (1860)-, calcula en 1.554,90 pesos al año la alimentación de 142 esclavos de todas las clases, en la que incluye, entre otros, los ubicados en la fábrica, el tiro de azúcar, los sitios y potreros. La refacción del tasajo, el pescado salado, etcétera, él la ajusta en 12 reales, a razón de media libra diaria por cabeza; esto, como aclara, sin incluir si el ingenio cuenta con sitio de viandas, lo que disminuye el gasto que ocasiona el sostenimiento esclavo.

Otra información válida es la que brinda J. Pérez de la Riva (1978: 32), quien asegura que, a mediados del siglo XIX, se calculaba el coste de la alimentación de un esclavo de campo en cuatro pesos al mes.

Al analizar las anteriores aportaciones, sin mayor profundización en los datos que aporta Armas y Céspedes, considero que lo expuesto por Torres-Cuevas responde a los momentos de bonanza de la alimentación esclava, cuando las importaciones tenían bajos costos; y lo revelado por Pérez de la Riva a los últimos años de la década del 50 y a los años 60, momentos de elevadas importaciones, pero también de altos precios en las compras, aranceles, y sobre todo de onerosas cuantías para los propietarios de esclavos. Una simple deducción que hago después de leer un escrito de José Antonio Saco incluido por F. Ortiz en Los negros esclavos (1975: 204) A juzgar por los cálculos de Saco: “Hasta 1856 el costo de alimentar, vestir y curar a los negros de los ingenios ascendía por término medio a $3 y medio al mes, o sea $42 al año; pero de 1856 acá, habiendo aumentado el precio de algunos comestibles, el costo se computa de $4 a $4 y medio lo más, mensuales, que serán al año $60 o $72”.

En el abasto de los alimentos y en la manutención dada por los amos a los esclavos cubanos primaban en primera instancia los productos de más fácil adquisición en el entorno limítrofe de las dotaciones, principalmente las viandas, las más el plátano y el boniato; en segundo lugar la salazón (tasajo y bacalao); y por último la harina de maíz, el arroz y entre otros granos los frijoles. Exceptuando las viandas, los demás alimentos eran casi todos importados. La subsistencia de las plantaciones quedaba vinculada a los mercados internacionales. Una muestra lo es la importación de tasajo que en el año 1859 fue de 1.642.423 arrobas, es decir, 18.000 toneladas métricas; alcanzando un per cápita de 13 kg. Cantidad considerable que sumada a la importación de carne de vaca y de puerco se elevó a 25 kg per cápita (Pérez de la Riva, 1981: 176, nota nº. 22).

Por lo que se aprecia, los alimentos destinados a los esclavos fueron bastante simplificados, es decir poco variados y sobrios. Por regla general, variedad, cantidad y calidad no siempre fueron factores equivalentes en sus comidas. Singularidad que no fue exclusivamente propia de Cuba y del resto del Caribe sino que predominó en los restantes sistemas de plantaciones de América.

Se partía de una dieta base, implantada en África, desde el mismo momento que encerraban a los esclavos en los barracones o factoría de la costa del mar, repetida durante la larga e inhumana travesía atlántica y mantenida de por vida en las plantaciones. Al decir de P. de Vaissière (1909: 158), se cambiaba de lugar sin cambiar de dolor. Por este autor se conoce que desde finales del siglo XVIII a los esclavos se les dio carne a bordo (Vaissière, 1909: 158) y por L. Peytraud (1897: 108) que la comida en estos buques negreros incluía ñame, maíz, arroz y, una o dos veces por semana, un poco de aguardiente para reanimarles.

De igual período es la siguiente descripción que F. Barrera y Domingo de los alimentos dados a los negros durante la navegación de África a América; a la que atribuía el origen primario de sus súbitos enflaquecimientos y extenuaciones:

El principal alimento que le dan es comúnmente el arroz, los chícharos o guisantes [sic.], las habichuelas negras, y las habichuelas blancas, y también caritas, como llaman en las Américas; algún poco de carne salada en salmuera, y un mollejón de harina cocida con estas legumbres, la que para cocerla la ponen dentro de una bolsa, o talego de cañamazo, y les dan cuando han de comer un mollejón, de una media libra cada uno (Barrera y Domingo, 1953: 123).

Un estudio relativamente reciente, realizado por A. Arnalte, agrega que hasta mediados del siglo XIX estos mínimos alimentos se mantuvieron a bordo de los buques negreros. Valoración que el autor realiza, en su casi totalidad, apoyado en los testimonios del estadounidense nacionalizado brasileño José E. Cliffe, médico de los transportes de la trata. Cliff se sumó a quienes confirmaban que la mortalidad en el cruce del océano era muy grande y que los horrores del transporte reducían a los esclavos a un estado casi vegetativo, con apenas un hilo de vida en el momento de desembarco. Atribuyó la causa de esta situación a la escasa comida, al confinamiento en las entrañas de los buques y a las altas temperaturas que había en las bodegas, donde se hacinaban cientos de personas. Y explicó que, como había poca disponibilidad de alimentos en la costa de África, se mantenía a los esclavos con raciones minúsculas hasta el momento en que subían a bordo de los buques. Luego, un hombre les pasaba una calabaza con arroz o judías, dando una pequeña porción a cada uno.[6]

En tierra firme, cuando desembarcaban a los esclavos por los puertos habilitados, los negreros procuraban limpiarles de las enfermedades contraídas durante el viaje y sobrealimentarlos. Era lo más que hacían por los recién llegados y todo para lograr, a la hora de la venta, un mejor precio en los mercados locales. Ya vendidos, los amos a la hora de planificar sus suministros alimenticios los particularizaban de acuerdo a lo que querían gastarse en su manutención; casi siempre sin un análisis previo del valor nutricional de los alimentos, aunque sí con precisos cálculos matemáticos en cuanto a las rentabilidades.

M. Moreno Fraginals (1978: t II, 57-63) ofrece un esquema bastante completo de las comidas de los esclavos en Cuba y de los diferentes medios de obtención. Analiza, en sucinta síntesis y dándole la misma importancia, la crisis de la producción alimenticia interna, la irregularidad de las importaciones y el incremento de la población consumidora; para luego volver a concretar: “Los parámetros económicos de la plantación encuadraron el balance nutricional del esclavo. Su alimentación estuvo determinada, aparte de las imprescindibles razones dietéticas (dentro de los conceptos de la época y la realidad empresarial de la plantación), por los precios en el mercado de los distintos renglones alimentarios, la facilidad de transportación de los mismos, y la resistencia que representaban los largos almacenamientos” (Moreno Fraginals, 1993: 38).

Engranaje económico-social que terminó por regir no sólo el balance nutritivo del esclavo sino los hábitos alimentarios de gran parte de la población cubana, con largas consecuencias más allá de los siglos coloniales; por ejemplo, los campesinos y los más humildes en ciudades y pueblos no escaparon a estos determinantes (Sarmiento Ramírez, 2005: 145-290).

Como sucedía con el resto de la población cubana, en los núcleos esclavos existieron diferencias entre los que habitaban los campos y las ciudades y dentro de las mismas regiones dependiendo de los sectores productivos. Es por esto que los tipos de alimentos, siendo básicamente los mismos para toda la Isla, presentaban sus variaciones; las que podían ser motivadas por las limitaciones geográficas existentes, las capacidades productivas de los diferentes sectores, el poder adquisitivo de los amos, y hasta por la división que éstos hacían de los esclavos por oficios y rentabilidades económicas.

Al ser la esclavitud rural un instrumento de producción de mayor provecho que la urbana requería de más alimentación. Los trabajos en los ingenios azucareros, los cafetales, las vegas de tabaco, la mina de cobre y hasta los de construcción del ferrocarril demandaban mayor energía esclava.

Entre todos estos sectores rurales, sólo destaco a los ingenios, porque fue donde se concentró el mayor número de negros en los campos y también porque la documentación existente es más extensa. Si bien aclaro que en los cafetales, con dotaciones considerables, el mecanismo de abasto y la manutención fue similar a los ingenios[7]. Donde las provisiones de alimentos y la manutención dada por los amos a los esclavos pudieron ser más flexibles o al menos diferentes fue en las vegas de tabacos, los sitios de labor, las estancias y los potreros con menos efectivos humanos.

A los ingenios se condujo una parte importante del tasajo y del bacalao de importación y en todo el siglo XIX el arroz no fue tan predominante en la dieta esclava como sucedió a finales del siglo XVIII. Este último alimento con que se inician las relaciones Cuba-Estados Unidos en 1778 y que se sitúa en el período 1800-1868 entre las primeras importaciones alimenticias de la Isla -a partir de 1850 el arroz llega desde los países asiáticos-, sólo se consumía en los ingenios cuando se adquiría a bajo costo; lo mismo que sucedía con la harina de maíz y las legumbres, resultando ser de ínfima calidad. En cualquier caso ha de decirse que el vínculo del hacendado con el comerciante era casi directo y el negocio tanto para uno como para otro salía redondo. El primero era al mismo tiempo negrero y refaccionista del sacarócrata y le suministraba a la vez que al esclavo su alimentación, “y así obligaba al hacendado, su cliente «endeudado», a comprarle grandes cantidades de «víveres secos»”. El segundo, mientras su negocio rentabilizaba grandes sumas, veía la operación como ventajosa y “no protestaba porque el azúcar daba para todo” (Pérez de la Riva, 1978: 32); siendo la comida al por mayor y a precios razonables, acumulaba grandes cantidades de estos productos, a sabiendas que llegarían a ser guaridas de gusanos y gorgojos.

Al imponerse el tasajo en los ingenios, la poca carne fresca que consumieron los esclavos fue la de los bueyes muertos. Existieron muy pocas unidades productivas en las que para la dieta diaria de la dotación se continuara sacrificando reses. Sólo en el Departamento Central del país, donde se concentró el mayor número de ganado vacuno y porcino de Cuba, hacia la década del 60 del siglo XIX, determinados propietarios de los ingenios de Sancti Spíritus, Trinidad y Cienfuegos preferían darles a los esclavos carne fresca de res. Uno de estos ejemplos recae en el ingenio «Las Coloradas», de la familia Valle Iznaga, con 260 esclavos, donde se llegaron a consumir dos reses y media por semana (Moreno Fraginals, 1978: t. II, 61).

En cuanto a las viandas, el principio de autoabastecimiento imperante en las propiedades azucareras cubanas, fundamentalmente en la década del 60 del siglo XVIII, se perdió en el siglo XIX o al menos se redujo al mínimo. Lo más que se cultivaron fueron plátanos, porque cumplían una doble función: productiva, al servir las hojas de tapón a las hormas de azúcar, y alimenticia, por ser un fruto que se come de cualquier manera. La sacarocracia consideraba mejor comprar las viandas, a cualquier pequeño cultivador cercano a los ingenios, que sembrarlas en sus propiedades; creían necesario invertir todo el esfuerzo esclavo en la producción de azúcar porque de hacerlo con estos cultivos resultarían al final poco rentables por sus escasas durabilidades.

Otra de las variantes utilizadas por los amos para librarse del suministro de viandas, aunque no en todo momento ni en la totalidad de los ingenios del país, fue dejarlas a merced  de la producción de los conucos donde se cultivaba un poco de todo; si bien en los sembrados lo que más predominaba era el boniato, el tubérculo de mayor rendimiento por área. A partir de 1840 fue cuando más se permitió a los esclavos trabajar los conucos para el aprovechamiento individual, incluida la venta libre de los productos obtenidos. Y gracias a los cultivos salidos de estas minúsculas parcelas y a la crianza de animales domésticos muchos esclavos pudieron sobrevivir a los años de crisis y mientras se le permitió explotar ambos recursos tuvieron garantizada parte de su dieta alimentaria y en ocasiones la de los amos.

En cuanto al número de comidas al día y al tiempo dispuesto por los amos para que los esclavos se alimentaran siempre hubo sus variaciones, y éstas han de verse como específicas de cada sector productivo y en dependencia de sus complejidades internas.

Como norma, se daban dos comidas; aunque existieron dueños que en los momentos de crisis sólo dieron una y otros que en época de bienestar la aumentaron a tres; excluyéndose el desayuno, no incluido en la alimentación reglamentaria de las plantaciones. El no desayunar es una de las malas costumbres impuestas por los esclavistas a los negros que se extendió, por la falta de recursos económicos, al resto de las clases más desposeídas de los campos y ciudades. En la actualidad vigente en muchos de los sectores de la población cubana, a quienes sólo basta tomar una pequeña taza de café al levantarse, manteniéndose así hasta la hora del almuerzo. Aquí coincido con Moreno Fraginals (1978: t. II, 59) en que éste “es uno de los muchos y perjudiciales hábitos derivados de la esclavitud hoy sumamente difícil de desterrar”.

Para los esclavos de las plantaciones azucareras –y no en todos los ingenios del país– el primer alimento del día consistía en un trago de aguardiente de caña puro nada más levantarse y luego, entre las comidas, lo más que bebían era el zumo de la caña o tomaban directamente azúcar.

R. R. Madden (1964: 173) señala como excepción de los ingenios de Occidente que visitó (1839), el de «Santa Ana» de Francisco de La Luz, jurisdicción de San Antonio de los Baños, donde daban tres comidas al día; y al cabo de los años (1867), S. Hazard (1928: t. II, 200) escribe: “Es un espectáculo enteramente nuevo ver a esa gente, a las once de la mañana, cuando interrumpen el trabajo y se reúnen para engullir sus raciones, que sólo les sirven una vez al día”.

Por lo general, la primera comida y la más importante del esclavo se la daban entre las 11 y las 12 ó entre las 12 y 13 horas, el único momento intermedio para que descansara; luego volvía al trabajo y antes de dormir hacía la segunda comida, ya confeccionada en el barracón.

En tiempo de zafra existieron ingenios y cafetales donde se laboraba de día y de noche. R. R. Madden (1964: 182) dice que en el cafetal de don Antonio García, de 200.000 matas, una producción de 1.300 quintales de café y 110 hombres, “los esclavos trabajaban desde las cuatro de la mañana hasta las doce, comían entonces y tenían una hora libre; a la una iban para el campo y trabajaban hasta las ocho; es decir, tenían quince horas diarias”. Y que en una plantación azucarera de 300 esclavos lo corriente era que iniciaran el día a las tres de la mañana o las dos, si era época de molienda; pararan al medio día, con una hora para comer; y de nuevo a sus ocupaciones, donde se laboraba hasta las veinte horas o algo más en molienda. Después una segunda comida, que se hacía ya en los barracones, y el tiempo para el sueño de cuatro horas y media a seis (Madden, 1964: 183).

Como se ve, la vida del esclavo de plantación permanecía estrechamente vinculada con las labores a que se destinaban y ellos contaban con muy pocas horas libres. Posiblemente los menos que tuvieron la dicha de vivir de forma individual pudieron tener una vida más llevadera o al menos diferente a las de los barracones; porque para el negro, bajo el yugo esclavista, convivir en familia fue una aspiración tan soñada como la libertad y sólo en los bohíos el africano recobró parte de su intimidad.

Muchos de los barracones cubanos fueron de una sola nave, con un  pasillo central y un colgadizo por cada frente donde se cocinaba durante el día. Como en Brasil, este modelo de barracón-nave no contaba con cocina independiente y en los colgadizos se hacía engorroso tanto distribuir el rancho como guisar con los fogones de leña. Fue a partir de 1855 cuando comenzaron a construirse en los principales ingenios de la región Habana-Matanzas, Trinidad, Remedios y Sagua los barracones de patio, algunos con cocina al centro, pozo de agua o cañerías conectadas a un tanque central que alimentaba un donkey en el batey, y otros hasta con chiqueros para los puercos.

J. Pérez de la Riva (1978: 28) comenta que “en el ingenio «Armonía» de Miguel Aldama  se había instalado en la cocina un aparato de vapor capaz de preparar alimentos para 500 personas en el breve espacio de tiempo de media hora”. Landa (1886: 110) también recomendaba en su época fabricar, junto a la cocina, “un comedor techado sobre horcones […] con una mesa de tablones a todo lo largo y asiento corrido de tablones por los dos frentes a lo largo de la mesa”; última idea que en la práctica fue menos frecuente. Como bien indica Pérez de la Riva (1978: 28): “mientras duró la esclavitud los negros siguieron comiendo su rancho sentados en el suelo”.

Ya dentro del barracón, el esclavo no tuvo otra elección que circunscribir su libertad a cuatro paredes; y entonces, además de establecer divisiones y subdivisiones en su cuarto-celda y de guisar combinaciones de alimentos bastante limitadas, construyó barbacoa para guardar sus cosechas, crió gallinas y con parte de su comida alimentó un cerdo. Último de los sacrificios que al final casi nunca revertía para su consumo sino que vendía con la mayor aspiración de comprarse ropa nueva y divertirse con alcohol, música y baile; robándole tiempo a las pocas horas de sueño.

Un cálculo bastante conservador del valor energético-alimentario de un esclavo de ingenio azucarero lo ofrece M. Moreno Fraginals. Los más de 50 libros de contabilidad que revisó en el Archivo Nacional de Cuba son muestras más que suficientes para confiar en sus conclusiones, válidas además para las restantes plantaciones del Caribe:

Se daba al esclavo diariamente unos 200 gramos de carne o pescado salado (base cruda), que debieron proporcionar, aproximadamente 70 gramos de proteína animal, 13 gramos de grasa, y unas 380 calorías. Los 500 gramos de harina de maíz (u otro sucedáneo) entregaban un suplemento de 15 gramos de proteína de origen vegetal y calorías más que suficientes para el trabajo diario (Moreno Fraginals, 1983: 38-39).

Si bien aclara este autor que “esta alimentación, aunque relativamente rica, era deficitaria en múltiples elementos nutricionales, y aunque los esclavos no pasaban hambre física, sí tuvieron permanentemente hambres específicas” (Moreno Fraginals, 1978: t. II, 59, nota nº. 86). Criterios bromatológicos que para entonces muy poco se tuvieron en cuenta a la hora de planificar la poco variada dieta en la plantación:

El esclavo, que desde el punto de vista productivo fue considerado un equipo, desde el punto de vista nutricional fue estimado un mecanismo ingesta-excreta, que requería una determinada cantidad diaria de combustible o fuente de energía (comida) para cumplir su trabajo y asegurar su existencia útil durante el tiempo calculado de depreciación (Moreno Fraginals, 1983: 38).

De esta forma se explica las tantas calorías que consumía el esclavo de plantación durante su vida útil a la producción de azúcar, muy superior a las de muchos pueblos africanos de donde procedían y a la de una buena parte de los campesinos cubanos durante las guerras independentistas (Sarmiento Ramírez, 2006a).

Pero, tampoco a los negros cimarrones les resultó fácil obtener una alimentación diaria. Aun cuando el contacto directo con la naturaleza cubana le permitió poner en práctica todas sus habilidades en beneficio de su subsistencia y bienestar, al ubicarse los palenques en lomeríos y cavernas, los medios de subsistencia escasearon. Muchos de los esclavos fugitivos, aunque en ciertos períodos del año podían consumir determinadas viandas, frutas silvestres y obtener carne del monte, las más de las veces jutía y puerco jíbaro, vivían del hurto en las regiones circundantes y de víveres y otros artículos de primera necesidad que les suministraban las dotaciones de los ingenios y cafetales. Sólo los que pudieron organizarse en comunidades contaron con alimentos más estables. La práctica de la agricultura, principalmente el sembrado de plátanos, yuca, boniato, maíz y ñame, la crianza de cerdos y gallinas en plena libertad, el consumo de leche fresca de vaca y de miel de abeja, y hasta la elaboración de tasajo y carne ahumada, conformaron el comer de los negros cimarrones.

Todos estos alimentos se mencionan en Diario del Rancheador, el testimonio de Francisco Estévez (comarca de Pinar del Río, 5 de enero de 1837 al 19 de mayo de 1842), copiados por su hija y transcritos porVillaverde (1982). De igual forma, cuando Esteban Montejo narró a M. Barnet su vida en el monte como cimarrón manifestó:

Lo que más me gustaba era la vianda y la carne de puerco. Yo creo que por eso yo he durado tanto; por la carne de puerco. La comía todos los días y nunca me hacía daño. Para conseguir cochinos yo me acercaba a la sitiería por la noche y hacía que nadie me sintiera. Me le tiraba por el cuello al primero que veía y con una soga bien apretada me lo pasaba al hombro y echaba a correr, tapándole el jocico. Cuando encontraba donde acampar me lo acostaba a un lado y me ponía a mirarlo. Si estaba bien criado y pesaba veinte libras más o menos, entonces tenía la comida asegurada para quince días.

De cimarrón andaba uno medio salvaje. Yo mismo cazaba animales como las jutías. La jutía es muy correntona y para cogerla había que tener fuego en los pies. A mí me gustaba mucho la jutía ahumada […] Antes yo cogía una jutía y la ahumaba sin sal y me duraba meses. La jutía es la comida más sana que hay, aunque lo mejor para los huesos es la vianda. El que come vianda todos los días, sobre todo malanga, no tiene problemas en los huesos… (Barnet, 1968: 47).

De la alimentación esclava en las áreas urbanas se ha acumulado menos información que la de los campos. La generalidad de los viajeros y cronistas de la época que centraron sus expectativas en el vivir de las principales ciudades de la Isla poco profundizaron en las interioridades de los esclavos que las habitaban. Por esta limitación, siento no contar para esta parte del estudio con libros de contabilidad, como los existentes de los ingenios, listas de compras o cualquier otro inventario de alimentos pertenecientes a las viviendas urbanas con incidencia en los esclavos. Mientras tanto, mantengo la hipótesis de que los alimentos básicos establecidos para los esclavos siempre fueron los mismos en los campos y en las ciudades; porque en la práctica esto tuvo que ser así y de no ser cierto cómo podría sostenerse día tras día un número tan considerable de esclavos urbanos. Como más arriba explico, en los códigos negros y en el Reglamento de 1842 no se establecen diferencias entre los alimentos del esclavo de plantación y los alimentos del esclavo urbano, y siempre los víveres importados hacia este fin fueron los mismos. Los domésticos, que en muchas familias distinguidas llegaron a ser numerosos, no se excluyen de esta dieta básica; ya que, no siempre pudieron alimentarse de las sobras de sus amos. Según observaciones de Jameson (1821 apud Pérez de la Riva, 1981: 54, nota 3), en 1820, algunas casas habaneras no tenían menos de sesenta esclavos; y, veinte años después, M. Santa Cruz y Montalvo, condesa de Merlín (1981: 107), lo corroboraba en sus Cartas cuando describía la casa de su tío, con “más de cien negros para su servicio en la ciudad”. De todos ellos, tal vez sólo fue la servidumbre más próxima a sus amos la que pudo alimentarse con las comidas que a éstos sobraban.

Visto desde otro ángulo, tal como sucedía en las plantaciones, el esclavo urbano se preocupó por incorporar a su dieta diaria todos los alimentos propios de su entorno y en ausencia de los beneficios proporcionados por los conucos buscó emplearse en las elaboraciones de dulces, frituras y otros comestibles, para con estos, y los demás medios pecuniarios auxiliares, obtener un poco de dinero y pagarse algún que otro capricho. Tal vez así, la alimentación de los esclavos en las ciudades pudo ser ligeramente más variable que en las plantaciones: contaban con todo lo que en los campos se producía y al mismo tiempo se estaba más cerca de muchos de los alimentos importados y que difícilmente podían llegar a las tabernas de los bateyes. Sin ser algo frecuente, por los excesivos precios, llegaron a darse sus gustos; pero nunca con la comida como  lo hicieron con el vestir (Sarmiento Ramírez, 2004: 318-330).

En las principales ciudades, con énfasis en la capital del país, prevaleció como alimentación esclava la carne, el plátano, la harina de maíz y el arroz. Por lo general el consumo de tasajo alternó con el de la carne de res fresca y fue menor el del cerdo y el de las aves. Unido a las distintas viandas que acompañaban las comidas, la harina de maíz se mantuvo como base de la alimentación de la servidumbre urbana; aunque, una variante manifiesta, respecto a lo que se estipulaba para las plantaciones, fue que, además de esta harina, se les suministraba arroz con bastante regularidad; alimento, consumido sobre todo por los braceros de los muelles y por los que se alimentaban a cuenta del Estado, no frecuente en los ingenios, cafetales, vegas, minería de cobre, así como en los trabajos de construcción ferroviaria donde se reservaba para los asiáticos. También, además de La Habana, en la ciudad de Santiago de Cuba se hizo un mejor uso del pescado fresco y en determinados momentos se contó, como caso excepcional, con la harina de trigo.

De la per cápita diaria y del valor nutricional de la dieta urbana tampoco se ha encontrado referencia alguna que merezca un razonamiento de mayor profundidad. Ni los viajeros ni los cronistas de la época se pronunciaron al respecto y en los estudios más actuales sobre la esclavitud negra en Cuba sólo se analiza la dieta del esclavo azucarero. No obstante, como antes expresé al hablar de las áreas rurales: las cantidades no eran las mismas para todos los esclavos; éstas variaban en dependencia de las distintas ocupaciones a que se destinaban y más aun al poder adquisitivo de los amos.

Por imposición de los amos o tal vez por gusto propio, el plátano fue el alimento común de los negros esclavos en toda la América. Así se verifica en el área equinoccial en las obras de L. Fernández (1883: t. III, 380; 1886: t. V, 491), con relación a Costa Rica, M. Serra y Sanz (1908: t. VIII, 76-77), en lo referido a Panamá, y A. Narváez y de la Torre (1892: t. II, 192) y V. M. Patiño (1990: t. I, 51), tocante a Colombia.

Se conoce por M. Acosta Saignes (1967: 160-162) que en Venezuela se les daba a los negros esclavos de las minas de Coroteo carne y maíz, y que esta alimentación se completaba con algunos frutos cultivados en los conucos; porque el pescado seco y salado, aunque se consumía, principalmente se reservaba para el jueves y el viernes santos.

Casi el mismo patrón que se implantó en las islas inglesas. R. S. Dunn (1972: 278) anota que  la dieta del esclavo “consistía en magras raciones de maíz, plátanos, batatas dulces [boniato], guisantes y judías, completadas con un poco de pescado en salazón”. Y prosigue:

se acostumbraba dar a los negros los cadáveres de los caballos y de las reses muertas por enfermedad. Los sábados, los amos daban generalmente a cada familia negra un cuarto de ron y otro de melaza para consumo de fin de semana […] Las gachas de maíz, plato llamado loblolly por los esclavos blancos, no le gustaba a los negros […] preferían asarlo y comerlo directamente en la panocha, lo que a los ojos de los ingleses era comida para el ganado (Dunn, 1972: 278-279).

También J. Luffman escribió en 1789, respecto a la alimentación de los esclavos en las Islas Antiguas:

La ración semanal de un negro que trabajaba en el campo es de tres a cuatro cuartos de judías para caballos, arroz o maíz, con tres o cuatro arenques ahumados, o un trozo de carne de vaca salada o de cerdo, de un kilo de peso; pero cuando las fincas tienen provisiones como ñame, eddas [sic], maíz de Guinea, patatas dulces, plátanos y bananas, se sirven en lugar de lo anterior y en lo posible en la misma proporción” (Luffman,  1789, apud. Abrahams y Szwed, 1983: 331).

Como se lee, los alimentos reglamentarios de los esclavos negros en América, los que los amos les imponen principalmente en las plantaciones, fueron siempre los mismos y, aunque mantuvieron ciertas variaciones específicas en el momento de elaborarlos, el esquema nutritivo se asemeja desde la factoría de la costa del mar hasta los barracones. En la bibliografía de la época esto se resalta; si bien, estoy totalmente de acuerdo con J. Laviña (1989: 35-36) en que “es imposible establecer una tabulación de valores proteínicos, vitaminas e hidratos de carbono que ingería el esclavo en la jornada de trabajo [tanto en los campos como en las ciudades], porque los valores dietéticos varían por la forma de preparación de los alimentos, la parte del animal ingerida y otras variables”, donde agrego muy fundamentalmente el estado de conservación.

En la mala calidad de los alimentos dados a los esclavos por sus dueños, acaso si sólo se analiza la crisis sufrida durante la primera etapa del gran boom azucarero-esclavista se podría confiar en que fue un problema circunstancial; pero sucede que la misma situación se mantuvo en Cuba desde la llegada de los primeros africanos hasta el cese de la esclavitud. Y es que lo alimentos no podrían ser mejores, comprados en grandes cantidades, a precios muy bajos y con pésimas condiciones de transportaciones y almacenamiento.

El tasajo y el pescado salado eran de tercera y cuarta clase y llegaban a la Isla casi siempre rancios; muchas de las veces, al tenerlos por tiempo almacenados en lugares húmedos y sin la suficiente ventilación, concluían podridos. Los alimentos farináceos, además de añejos, tenían bichos, lo que hacía fueran poco nutritivos y causantes de enfermedades; lo mismo sucedía con el arroz y los frijoles. Únicamente las viandas, porque requerían un rápido consumo, se salvaban de tal situación y aun así no faltaron propietarios de esclavos que lo más que compraban a los campesinos eran los residuos de plátanos, boniatos, yucas, calabazas u otros frutos.

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Aportes africanos a la cultura alimentaria cubana

Los negros africanos han dejado como huellas en el pueblo cubano, más que la presencia de diferentes plantas y animales para alimentarse, la conservación de sus rasgos culturales integrados, además de en la cocina, en las restantes manifestaciones de la cultura material y espiritual. En la gastronomía, a través de los nombres que dan a los comestibles, en ciertas mezclas o combinaciones de platos –sobre todo en las diversas formas de prepararlos–, en señalados gustos y costumbres a la hora de ingerir los alimentos y en determinados utensilios vinculados con la culinaria. Estas influencias predominan quizás por la inmediatez que los elementos del hábitat tropical caribeño les prestaban, ya que no hubo ruptura entre el entorno africano y el medio cubano, o tal vez porque la representación africana llegó a constituir una proporción poblacional considerable, con una fuerte personalidad característica. Después de los inmigrantes hispánicos, han sido los que más han aportado a la cultura alimentaria cubana.

En un estudio como este, por muy sintetizado que sea el corpus alimentario del esclavo negro en Cuba y constreñida la tesis de sus aportes a la formación de una identidad colectiva caribeña, primeramente ha de puntualizarse que, además de prestarles los elementos del hábitat tropical de los territorios bañados por el mar Caribe y constituir una proporción poblacional considerable, los  conocimientos transportados por los nativos africanos, vía memoria cultural, estaban estrechamente ligados a las prácticas religiosas. Al igual que en el resto de los países americanos receptores de negros esclavos, en Cuba el africano continúa practicando su religión, sincretizada con el catolicismo, aglutinante de las demás manifestaciones culturales, y de esencial pervivencia en sus hábitos alimentarios.

Esas creencias explican cómo individuos de entre 15 a 20 años, en su mayoría varones y provenientes casi todos de pueblos ágrafos –donde la asimilación cultural se efectuaba únicamente mediante la trasmisión oral, con el mayor acervo del saber en la mente de los ancianos y la ocupación culinaria, generalmente, reducida al quehacer femenino– pudieron conservar, a pesar del desarraigo al que fueron sometidos, ciertas formas de preparación de comidas, como las tomadas de los pueblos y culturas Yoruba. F. Ortiz (1966: 65) afirma que en las religiones afrocubanas no han desaparecido ciertos platos africanos y otros surgidos de la creatividad criolla gracias al arraigo ritual que en ellas se ha mantenido.

También hay que puntualizar que los individuos transportados de África no pertenecían a una sola cultura y religión, y que provenían de ámbitos geográficos distintos. Los negreros, desde el momento de sus capturas y todavía mucho más en las plantaciones, tuvieron como regla invariable mezclarlos para evitar motines o rebeliones. Determinación que condujo a la interrelación  de culturas y, por tanto, a la confluencia de las diversas gastronomías, con particularidades bastantes visibles.

No considero inútil reiterar que la defensa y conservación de los rasgos culturales autóctonos entre los africanos y sus descendientes estuvo muy lejos del vivir de las plantaciones, donde, de forma obligada, los esclavos compartían, además del trabajo, el mismo albergue e igual vestido y alimentos dados por los amos. Lucumíes, carabalíes, congos, mandingas, gangas, minas, bibíes, ararás, etcétera, se diferenciaban en muy poco entre sí a no ser por determinados rasgos físicos en algunos de ellos; sólo como cimarrones y en determinados palenques pudieron nuevamente reunirse por naciones de origen y practicar libremente sus costumbres afines. Principalmente, fue en las ciudades, en las que se formaron los cabildos de negros, donde más se logró mantener y practicar ciertos rasgos auténticamente africanos (vid. Ortiz, 1921: 5-39 y 1975; Pérez de la Riva, 1978; y, Franco, 1973).

Respecto a la facilidad con que los africanos se adaptaron al hábitat cubano, se ha visto que cuando llegaron a América encontraron además del maíz, la yuca, el maní, la papa o patata, el boniato o batata, el tomate, el ají, la piña y el calabacín llevados por los portugueses a la costa occidental de África desde finales del siglo XVI. No se sorprenden al hallarse con su café de origen, la caña de azúcar, abundantes plátanos, variedades de ñames, principalmente el asiático y el ñame-coco, malangas y calabazas, arroz, el quimbombó, distintas legumbres, la más el guandú, el coco y otros frutos. Tampoco les faltó la carne de vaca, cabra, cerdo y aves de corral, entre ellas la gallina de Guinea procedente de África. Y basándose en sus conocimientos ancestrales y con el predominio de una agricultura practicada con técnicas tan elementales como las empleadas por los aborígenes americanos en sus conucos, la púa o palo plantador, mas las azadas de hierro, aplicó toda su creatividad y otras actitudes y medios propios del sistema de plantación en las Antillas y no oriundas del África.

La alimentación del entorno caribeño y de Brasil, -fundamentalmente la repostería popular- debe mucho a las aportaciones africanas; parte de origen árabe, con predominio de la miel de abeja. Fueron los negros y sus descendientes quienes más utilizaron miel en la cocina, incorporaron coco al maíz y al dulce de leche e introdujeron la pasta de maní. Con los tallos de la fruta bomba primero y más tarde con el fruto verde, confeccionaron un sabroso dulce en almíbar. Afianzaron el gusto por las ensaladas de verdolaga y de bledo blanco, y en el proceso de aculturación alimentaria, lograron dar con el quimbombó una fisonomía muy notable a los platos africanizados. Asimismo, utilizaron el envoltorio de hojas de plátano para salcochar determinadas pastas y entre las especias, la pimienta y el jengibre fueron de las que más emplearon.

En África, con pueblos esencialmente agrícolas, el maíz y la yuca llegaron a ser tan fundamentales en la alimentación como el sorgo y el mijo; mientras que la ganadería no era extensiva, por lo que tuvo un valor económico poco significativo.

En los pueblos yoruba, los complejos alimentarios sudaneses y malayos parecen haber sido los que más aportaron a la agricultura de subsistencia; los sudaneses con el sorgo, el mijo, la calabaza, el sésamo y la palma de gran valor económico, por ser de donde se obtiene el vino y el aceite; y los malayos, más adaptable a las condiciones tropicales de Nigeria, con el taro, el ñame y el plátano, que se convirtieron en alimentos de primera importancia en la dieta de los habitantes de esta última área hasta la llegada de los europeos (siglos XVI á XVIII) con las plantas americanas: maíz, yuca, maní, papa, tomate, pimiento, piña, boniato, calabacín, etcétera.

De todos estos cultivos, mientras que en el norte yoruba, en las sabanas del altiplano, el mijo continuó siendo el alimento más importante, en las áreas húmedas de la zona costera y Sur del altiplano, los frutos americanos ganaron en importancia, sobre todo el maíz que rivalizaba en primacía con el ñame.

En cambio, en los pueblos yorubas el ganado vacuno era muy escaso y por lo general los cerdos no se utilizaban como alimento. Las gallinas y sus huevos eran parte importante de la dieta, las empleaban principalmente en los sacrificios y los huevos en la adivinación. Los pueblos del Sureste dedicaban tiempo a la cacería y tanto en las áreas costeras como en los ríos la pesca era una actividad muy importante.

N. Villapol, considera que la costumbre tan popular en Cuba y en otras islas del Caribe y Brasil de mojar granos secos de leguminosas para luego pelarlos y molerlos crudos, adicionándoles ajos, ajíes picantes, etcétera, y freír la masa en grasa para obtener pequeños bollos o frituras es común a la de diferentes países de África. Encuentra similitud entre el pilón o pilau de las áreas rurales de la América negra y “una gran pieza de madera cóncava, a manera de vasija, donde en las áreas rurales de Nigeria depositan las raíces farináceas y otros alimentos para ser aplastados o majados a golpes por una gran pieza de madera que sirve de mano” (Villapol, 1997: 332). Atribuye a la cultura africana “el uso de atoles, papillas farináceas, etcétera, en la alimentación del niño en la etapa de destete, y el predominio de las grasas en salsas y guisos, cosa esta que tal vez se explica por el alto contenido de alimentos ricos en carbohidratos de la dieta” (Villapol, 1997: 333). Además, destaca otras similitudes en la preparación de alimentos:

En Cuba, Puerto Rico, la República Dominicana y otras zonas del Caribe se emplea para cocinar, y a modo de condimento básico, una salsa que llaman sofrito. Generalmente está compuesta de cebollas, ajos, pimientos y tomates. En algunas islas se usa bija o chicote para darle color amarillo a la grasa. Aunque este tipo de preparación puede encontrarse en la cocina de muchos pueblos que no tienen herencia africana, es curioso cuánto parecido hay entre ella y la salsa «ata» de la cocina yoruba, que vimos preparar en Nigeria occidental. En ciertos pueblos de influencia africana, especialmente en el Caribe, existe la costumbre de dar color amarillo a la grasa comestible, usando para ello la bija. Es posible que esta costumbre se centre en el interés de imitar el color natural que tiene el aceite de palma africano. Cuando esta grasa coloreada con bija se emplea en la preparación del sofrito, éste adquiere un parecido todavía mayor a la salsa ata. Pero es bueno consignar que, aunque ambas salsas logren un gran parecido formal, se usan de distintas maneras en África y América. En el Caribe, el sofrito constituye una base para cocinar otros alimentos en la misma cazuela. En Nigeria observamos que en su empleo común es vertida encima de preparaciones hechas con harina de raíces farináceas como el ñame, la yuca (mandioca), la malanga, o con ciertos cereales (Villapol, 1997: 336).

Hacia los primeros veinte años del siglo XVII, en la enorme cuenca del Congo y en otros territorios vecinos, la yuca sustituyó a la harina de sorgo como alimento básico. Hasta cubrir todas las regiones del África central, la yuca amarga encontró grandes potencialidades agrícolas y se convirtió en un cultivo fundamental para muchos pueblos, lo que no sucedió con el maíz. De igual manera, el ají americano (nungu, ndungu en congo)operó una revolución en el gusto africano, sobre todo, en las poblaciones antes enunciadas, donde quedó como el condimento esencial, engendrador, junto con la nuez de palma, de la salsa mwamba ngazi.

A diferencia de los pueblos yoruba, además de la agricultura para la subsistencia, la caza y la pesca, en el Congo lo esencial de la alimentación provenía de los animales domesticados. Tenían numerosos rebaños de vacas, bueyes, ovejas y cabras, que, junto a las gallinas y los cerdos, los cereales, tubérculos como el ñame y la yuca, la nuez de cola (nkazu), el maní, el vino y el aceite de palma, de frutas como las piñas, los bananos y el coco, la miel de abeja (nyosi), más las especias, formaban una base alimenticia rica y diversificada.

En la gastronomía del antiguo Congo se inscriben variados platos elaborados con yuca; además de salcochada, se hacía en forma de harina (mfufu), cocinada con el caldo de la carne, como reemplazo de los cereales. Asimismo, la yuca se empleaba en la preparación del chikwange y el sakasaka, invenciones que aparecieron a finales del siglo XVIII, y fundamentalmente en la ntooba, las hojas cocinadas y luego servidas a la manera de las espinacas. Con las hojas de yuca majadas y el maní o cacahuete se inventó el singular ndyengelele; también se empleaba esta última planta leguminosa para sazonar los pucheros y su aceite era imprescindible en la cocina. Como el maní, el pistacho se utilizaba en pasta para sazonar los guisos.

Según F. Ortiz (1975: 66), muchos otros calificativos de ciertos alimentos y bebidas usadas en Cuba tienen origen africano. Por ejemplo, el afió, nombre utilizado para cierto tipo de yuca en el Departamento Oriental de la Isla; fión se le dice en mandinga a determinados tubérculos, y afiaió en lengua efik a cierta planta, mientras que en afiak afiaió significa raíz y bola de masa comestible. Además, refiere tan acucioso investigador que es vocablo africano –al parecer del Congo– aji-jijí y ají-guagua: el primero utilizado por los bantúes para significar la mayor intensidad del picante y el segundo es una traducción de cierto calificativo insultante y pícaro que el vulgo daba en Cuba al más picante de los ajíes.

Por cuestión de espacio, sólo destaco algunos de los platos africanos que más han contribuido al enriquecimiento de la gastronomía popular cubana; seguido de otros que son propios de los orishas o dioses de la santería, el nombre popular con que el pueblo de Cuba ha bautizado a la Regla de Ocha; y, por último, incorporo las bebidas.

Funche: conocido así en el occidente de Cuba y en el oriente como serensé, es muy común en el resto de las Antillas y en otros países americanos. En los pueblos congos al millo molido y guisado le llamaban fundy, y hoy se sigue diciendo así a todas las harinas y potajes, mientras que el término funche sólo se emplea para los platos hechos con harina de yuca, que se comen con salsa o caldo de carne o pescado. En Angola, al fundy lo llamaban nfungi (Ortiz, 1975: 66). En las plantaciones cubanas, esta especie de salcocho[8] los negros lo elaboraban de maíz seco molido, plátanos, boniatos o ñames, agua, sal y manteca, mezclado con huesos de res, tasajo o sebo. Fue el plato más característico de la esclavitud que se hizo típico a fuerza de la costumbre impuesta por los amos en las plantaciones. Sin embargo, merece puntualizar que a lo largo y ancho de la Isla existieron distintas maneras de elaborar el funche o el serensé, por lo que este plato no tuvo una fórmula única; diferencias que igualmente se observan en otros países americanos. Lo que demuestra que no porque se partiera de una misma dieta básica establecida por los amos los esclavos mantuvieron iguales regímenes alimentarios.

Calalú: el obbé de los negros yorubas, es un potaje elaborado con tallos y hojas de calabaza, papaya, malanga, verdolaga, tomate, yuca y boniato picados y cocidos con sal, vinagre, manteca o aceite. Los afrohaitianos le agregaron el bledo y otros vegetales. Conforme a lo que expresa F. Ortiz (1966: 66), “entre los mandinga, calalú es una especie de yerba, y Kalalú quiere decir «muchas cosas»”. A propósito, para entonces el alimento de los mandingas en su país de origen era preferentemente de arroz, pescado y un poco de carne (Ortiz, 1975: 72).

Fufú: de ñames o plátanos hervidos amasados, es uno de los platos más comunes en África, cuyo vocablo se extiende más allá de la región bantú. En el Caribe es de las comidas más características de los negros africanos, habitantes tanto de las colonias españolas, francesas e inglesas y todavía muy popular entre toda la población. F. Ortiz dice que esta voz en general se aplica a cualquier otro plato africano basado en harina y que probablemente derive de la voz inglesa fdo-ford, usada por los negreros en la jerga de la trata. Este etnólogo cubano advierte, además, que el fufú entre los hausas es una mezcla de ciertas semillas y hojas comestibles; que en el Congo se le llama mfybfu a la harina de yuca; en Ashanti los ñames o plátanos, se hierven y se amasan en un mortero, luego se prepara en forma de albóndiga y se echa a la sopa: lo más próximo a la preparación del fufúafrocubano; la misma fórmula que en Akra pero agregándole casabe y sin echarlo a la sopa; y en Dahomey es un plato indígena a base de maíz, pescado y aceite de corojo. Este conjunto de vocablos deriva de fufú «blando», el color de la harina o masa de yuca, plátano, etcétera, que es como decir manjar blanco (Ortiz, 1975:65-66). En Cuba el fufú se hace principalmente de plátanos verdes, los más tiernos, aunque dependiendo del gusto pueden ser pintones; se puede comer solo, relleno con carne de cerdo frita o chicharrones, o servirse de guarnición en cualquier tipo de carne guisada.

Congrí: Entró en Cuba vía Saint-Domingue, a finales del siglo XVIII. El congó avec de riz de los francohaitianos, hoy pois collé en Haití. En el oriente cubano elaborado con frijoles colorados guisados y revueltos con arroz blanco, trocitos de carne de puerco o chicharrones. En la parte occidental: moros y cristianos, donde los frijoles, en vez de colorados, son negros.

Además del funche, el calalú, el fufú  y el congrí, predominaron, entre otros platos, la harina de maíz cocida con carne y sal, el plátano verde salcochado o asado con tasajo y el ñame, la malanga y la calabaza con tasajo. El fríjol guandú, extendido entre los afrocubanos, aumentó su consumo en guisos y mezclados con arroz a partir de la llegada de los francohaitianos.

F. Ortiz ha recopilado muchos de los platos especiales de los orishas o dioses de la santería que todavía se conservan en sus ritos propios. En la revista Casa de las Américas aparece una resumida pero meritoria explicación de esta “cocina afrocubana”, de la que sólo expongo una mínima muestra:

Acará: Croquetas o bollos de harina de frijoles y jengibre, cocidos con aceite de corojo y pimienta negra.

Ekuru: Se hace una pasta de frijoles de carita pelados, machacándolos con una china pelona sobre una piedra lisa o mármol. Esta pasta se echa en una cazuela con manteca de corojo, y una vez revuelto todo ello, con una cuchara de güira se coloca la pasta para ser envuelta en hojas de plátano, como tamal, y se cocina al baño maría. No se le echa sazón alguna, ni siquiera sal; pero se le da color con bija.

Agguidí: Harina de maíz agriada con zumo de limón y algo cocinada con azúcar prieta; luego se envuelve en porciones en hojas de plátano atadas con arique, como peloticas o albóndigas, y se acaban de cocer al vapor.

Amalá: Harina hecha de plátano verde salcochado que después se seca al sol y se cocina con agua. También se hace con harina de maíz «sin pajuza» en agua bien hirviendo durante unas tres horas hasta que se pone espeso.

Baba: Quimbombó cocinado con harina de maíz en caldo de gallo.

Ekó: Se hace con granos de maíz. Se remojan, se muelen con piedra dos o tres veces, se pasa, repetidamente con agua por un jibe de paño «para que suelte el majarete», y con esa pasta se hace como tamalitos. O se toma con agua, como si fuera café, en cuyo caso le dicen Oggodó. O lo ponen unos días en agua para que fermente y le dirán omikán.

Olelé: Se hace con fufú de frijoles de carita descascarados y muy molidos, sofrito con sal y manteca de corojo.

Ochinchín: Es un sabroso sofrito o revoltillo seco de berzas, berro, acelgas y almendras, fritas con manteca de corojo. Generalmente se le ponen camarones de río, pero muchas veces se le echa huevo, picadillo de gallina y hasta carne de puerco.

Egunsí: Pequeños queques cocidos al horno, hechos de una pasta de almendra, verdolaga, harina de maíz ya cocinada, miel y azúcar prieta, todo bien batido.

Eguá: Fufú de «frijoles de carita», salcochados con agua de palitos de hoja de plátano, lo cual pone la pasta prieta, que luego se sofríe con sal, mucho ajo, cebolla y manteca de cerdo.

Asará: Es un refresco hecho de ekó disuelto en agua y azúcar, que se usa para criar. A veces los criollos le echan leche.

Chequete: Es una bebida hecha con maíz tierno tostado que se pone a fermentar de un día para otro con una tusa de maíz quemado, cocimiento de yerba luisa, naranja agria sin cáscara ni semilla, y melado con azúcar. Se parece a la antigua chichaamericana, de la cual quizá debieron de aprenderla los africanos (Ortiz, 1966: 16-22; 1956: 671-678; 1923: 329-336; 1924: 401-423; y, 1925: 94-112).

De las bebidas, F. Ortiz considera africana: el pru, de uso preferente en el oriente cubano,la aloja o agualoja, que es para los bantúes la raíz o loha o lwha (el vino de palmera o cerveza que fabrican los negros); la sambumbia, con raíz mbi que en bantú significa malo, abominable, criminal, lo mismo que mambí, el vocablo utilizado por los españoles para nombrar despectivamente a los insurrectos cubanos (vid. Sarmiento Ramírez, 2006b: 103-139); y la champola, nombre tan próximo al de chambola que, en lenguaje sereré del Senegal significa melón y los negros en Cuba pudieron aplicar a la fruta de la guanábana con que se hace el gustado refresco, o tal vez provenga de la voz sampula que en congo quiere decir «agitar rápidamente», forma de hacer la champola (Ortiz, 1966: 63-65).

Pru: Bebida depurativa y refrescante. Sus componentes más tradicionales: raíz de China, raíz de amarga leña, zazafrás, cebada (para que haga mucha espuma), hoja de pimienta negra, anís, canela y azúcar; potestativos: cáscara de piña y cáscara de palo carbonero. Todo esto se hace hervir en agua, y el cocimiento es el pru. Sólo dura tres días… (Ortiz, 1990: 373-374).

Agualoja: Está compuesta de agua, azúcar o miel, canela y clavo, principalmente. Para hacerla: se toman dos libras de azúcar, diez clavos de especia, otros tantos granos de pimienta y cucharada y media de canela molida con una hoja de yerba-buena. Hágase una almíbar con todo esto a medio punto, cuélese después y désele punto de jarabe: embotéllese enseguida y sírvase de él cuando se quiera mezclado con agua (vid. Legran: [s.f.], 170).

Sambumbia: Bebida hecha de miel de caña y agua (Pichardo Tapia, 1967:542)[9]; en su elaboración: échese en una vasija como botella y media de melado de caña y como tres veces más agua, siendo esta la proporción que ha de guardar; hágase la cantidad que quiera, añádase media mazorca de maíz quemado y déjese en infusión por cuatro o cinco días, pudiendo tomarse entonces. Al que le parezca muy fuerte que le tercie con agua (Legran: [s.f.], 128).

Como se aprecia, la influencia africana en la gastronomía cubana ha sido relevante. Los diferentes vegetales, los animales domésticos, los productos acuáticos, las variadas formas de cocción y sus aderezos de especias y las bebidas construyen estructuras equilibradas de gusto en el paladar, donde lo simple e insípido, lo carente de sal y el amargor de ciertas legumbres y de determinadas frutas no maduras tienen muy poca acogida. En términos generales, el buen gusto africano se concreta en lo suave salado, en el dulce azucarado, la miel, lo ácido-agrio y, sobre todo, en el picante. Al decir de un conocedor de los pueblos y culturas africanas: “sabores [que] excitan al gastrónomo, al sibarita y hacen parte de los placeres del vivir” (Obenga, 1992: 87).

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Asimilación de los esclavos y sus descendientes de determinados hábitos alimentarios imperantes en la población cubana, más otras comidas que surgen de sus imaginaciones.

De las costumbres alimenticias del país el africano asumió todo lo que le pareció conveniente, así como añadió otras tantas maneras en su elaboración que hicieron los alimentos más aceptables al paladar; aportaciones que deben verse más como resultado de su aculturación y menos como hábitos oriundos de África. Y en esto, tal vez no existe mejor plato para ejemplificar el hecho que el ajiaco[10]: el más criollo de los guisos cubanos. F. Ortiz (1973: 154-155), para analizar los factores humanos de la cubanidad se apoya en un cubanismo metafórico: Cuba es un ajiaco. Recurso metodológico que ayuda se comprenda mejor el complejo proceso en que se forma la identidad colectiva caribeña.

La mayor parte de los gustos y sabores africanos no pudieron reproducirse en el nuevo hábitat americano; pero, en torno a la vida del esclavo se desarrollaron otros quehaceres culinarios que estuvieron muy vinculados al gusto por la sal y el azúcar, tanto en los campos como en las ciudades.

En Cuba, como en el resto de la América negra, el africano se acostumbró a los alimentos excesivamente salados e hizo uso del dulce en demasía. Data del período esclavista la mayor  variedad de platos a partir de la carne y el pescado salado hechos por los congos y los de base azucarada elaborados por los yorubas. Si bien, todos saciaban el goce por lo dulce a cualquier hora del día.

Los esclavos destinados a los cañaverales sorbían el zumo de la caña y los ubicados en los centrales tomaban el guarapo directamente caliente de las pailas, ingerían los  trozos de raspadura adheridos a las resfriaderas y los tachos, robaban el azúcar de la casa de purga y el secadero, o tomaban miel de purga. Este gusto continúo de ingerir azúcar quedó como hábito alimentario cubano.

De las costumbres indígenas, el consumo de casabe no perduró entre los negros, la utilización del plátano hizo que disminuyera y sólo se fabricara por y para los nativos cubanos de determinadas jurisdicciones, las más orientales. En el Reglamento de 1842 se suprimen las seis libras de casabe ordenadas por el Código de 1768 y exclusivamente quedaron las viandas.

Otras de las prácticas usuales entre los esclavos para alimentarse, muy recurrente en momentos de extrema escasez y hasta para compensar el hambre diaria, era la de comer frutas del tiempo. No hubo frutas cubanas que no probasen; del mango no esperaban su madurez -dice H. B. Chateausalins (1874: 15)- y se hartaban de ellos en los meses de calor, tiempo en que sazona esta fruta; la papaya, como la naranja, además de alimentarles les refrescaba; la piña, aunque no siempre les produjo buenos efectos, y el mamey, siendo ventoso, los comían en abundancia; sabían que consumiendo guayaba cortaban las diarreas y que en exceso les producía estreñimiento; y que el coco, además de alimentarles, era el mejor diurético, por lo que con su agua intentaban combatir la gonorrea.

Los negros africanos aprendieron mucho de sus amos -en parte por imposición, en parte por imitación-  y en este aprendizaje la elaboración de los alimentos y la presentación de los platos en la mesa alcanzaron un lugar predominante. En las plantaciones y en las grandes viviendas urbanas las labores de la cocina eran propias de los esclavos; porque, no todos los miembros de la burguesía cubana pudieron darse el lujo de tener un cocinero francés: moda en las casas opulentas de la época.

Las labores culinarias ejercidas por los esclavos les ayudaron a tener ciertos tratos diferenciadores y a sus amos aumentar constantemente sus valores monetarios. En los anuncios publicitarios de la época que incluyen compra-ventas de esclavos, una de las utilidades más consignadas era la de cocinero. F. Ortiz en Los negros esclavos relaciona no pocos de estos avisos de los años 1790 y 1865, impresos en el Papel Periódico de la Habana y en El Siglo; los que dan fe de tales demandas. Leyéndolos se confirma que en la isla de Cuba, donde los esclavos domésticos eran numerosos, proliferaban los cocineros y cocineras. Y sus comidas tuvieron que ser exquisitas para que muchos y muchas se mantuvieran activos por tanto tiempo en tan distinguido oficio.

En su testimonio, el alemán E. Otto (1838) explica: “El mantenimiento de las casas cuesta mucho en la Habana. Las dueñas de las casas no se ocupan de nada; el cocinero, un negro, cocina lo que le gusta” (Otto, 1843: 52). Delegación de autoridad que, en cuanto a la selección y preparación de las comidas de sus amos, se hacía comúnmente con las cocineras. Por eso, la sueca F. Bremer (1851) manifestó con asombro en una de sus Cartas desde Cuba:

Las señoras no tienen aquí muchas complicaciones con los quehaceres domésticos. La cocinera, siempre una negra –cuando la familia no tiene cocinero, en cuyo caso es un negro–, recibe cierta suma de dinero a la semana, con la cual cubre los gastos de las comidas de la familia. Va a la plaza a hacer las compras y adquiere lo que mejor le parece o lo que se le antoja. La señora de la casa, a menudo, no sabe lo que va a comer la familia antes de que los platos aparezcan en la mesa (Bremer , 2002: 46).

Sin embargo, en lo fundamental, es de los habitantes más humildes de los campos y ciudades de donde los esclavos y sus descendientes adquieren los fundamentos básicos de la cocina criolla. De los campesinos la inclusión y conservación de todas las viandas. Entre sus recetas: el uso de la manteca de cerdo y la bija, las distintas formas de elaborar el tasajo y de platos tan generalizados como el ajiaco y el puerco frito o asado; más, la diferenciación en la forma de elaboración y en el gusto. En sus incursiones, entre los más pobres de pueblos y ciudades, aprendieron a crear platos con alimentos menos costosos y de ínfima calidad: las frituras de yuca, malanga, ñame, maíz y calabaza, los buñuelos de yuca, malanga y ñame, otras formas de preparar los frijoles negros y colorados, los picadillos y los aporreados de carne y pescado, el puerco ahumado, variados dulcesyel uso de la pimienta negra.

Los intercambios de alimentos con los campesinos e incluso las compras directas que los esclavos hacían en las tabernas próximas a los ingenios son otras de las vías de asimilación de los hábitos alimentarios del país. Esteban Montejo refiere en su Biografía: “Los guajiros iban a [los barracones] a negociar tasajo por leche. Vendían a cuatro centavos la botella. Los negros las compraban porque el amo no daba leche. La leche cura la infección y limpia. Por eso había que tomarla” (Barnet, 1968: 22); y otro de los aspectos que trata es la regularidad con que los esclavos vendían y compraban alimentos en las tabernas. En las tabernas vendían el tasajo que acumulaban en los barracones y con ese dinero compraban “las galletas de queques, redondas y dulces; las de sal; los confites del tamaño de un garbanzo y hechos de harina de distintos colores; el pan de agua y de manteca […, y] unos dulces que les llamaban «caprichos», de harina de castilla y ajonjolí y maní (Barnet, 1968: 25-26).

En el panorama urbano de la Cuba del siglo XIX, se hizo habitual la mendicidad entre los esclavos y los más pobres, una de las causas por las que llegaron a catalogarles lunares públicos de la sociedad. Al formar parte de las clases más baja,  tuvieron muy poco alcance a las compras de alimentos y es por eso que coincidían hurgando en los desperdicios de los mataderos, en busca de las vísceras y demás menudencias de las reses, o comprándolas, a inferior precios, en los grandes mercados de La Habana y Santiago de Cuba. De aquí es la idea colonialista de que las vísceras, las menudencias  o cualquier alimento no fresco o que no tuviera buen estado higiénico eran sólo comidas para los más pobres y los esclavos. Como puntualizó H. de Arango, marqués de Villena, en otro contexto: “lengua, tripa, hígados y livianos[[11]] no eran para gente delicada” (Arango, 1981: 97). Una forma más de mostrar que la comida es reflejo del estado social y que tiene implicaciones de psicología colectiva. Existía, pues, tanto un complejo de inferioridad por la comida entre las clases bajas como orgullo entre las altas[12].

El decir eso es cosa de negros, como los negros, vivienda de negros, ropa de esclavo, o en el caso que aquí se analiza: comidas de esclavos, entonces también extensivo a los libertos, además del gesto despectivo que suponía, marcaba la diferencia y con ella una manera de manifestarse el cubano del siglo XIX, que distingue a los negros del resto de la sociedad. Para la gran mayoría de los blancos, el negro no era persona, era sólo esclavo, lo que hizo despertara en el negro un fuerte complejo de inferioridad que estuvo sufriendo hasta más allá de los siglos coloniales.

Por la utilización de la carne manía –ya pasada del tiempo requerido de conservación–, es que entre los esclavos y los libres más humildes predominó el uso del limón y sobre todo de la naranja agria para sazonarla y quitarle el mal olor; la que luego se hervía, desmenuzaba y se sofreía en manteca de cerdo con ajo, cebolla y ají. De esta preparación básica surgieron platos típicos de la cocina criolla como son la ropa vieja y el aporreado, ambos hechos con carne de tercera (falda real); mientras que el picadillo, otro de los clásicos de la gastronomía cubana, este tipo de gente lo preparaba con la carne de res (vaca o ternera) no válida para estofar y freír: cocida la carne, sólo en agua y sal, luego se secaba y se picaba muy menudita y se sofreía en manteca de cerdo, ajo, cebolla, ají dulce, tomate y perejil.

El tasajo con piltrafa, que era el más barato de todos los que se vendían, los campesinos y los pobres de las ciudades y pueblos lo llamaban tasajo brujo; porque, como dice Hazard, aumentaba mucho de tamaño al cocinarse (Hazard, 1928: t. III, 146-147).

La mala calidad del tasajo y el pescado salado es la causa que explica el por qué los platos hechos con estos comestibles por los esclavos y sus descendientes  no realzaban el sabor originario de sus componentes; apreciación de la que se excluyen las preparaciones con menudencias y vísceras de res y puerco. Que siendo tan repugnante su preparación, después de lavadas con zumo de naranja agria, hojas de naranja o guayaba y sal, servían para hacer el mondongo criollo y las tripas compuestas.

El pan de plátano, la tortilla de plátanos maduros y el boniatillo o malarrabia -especialidades de la cocina criolla- tienen su origen en las comidas de esclavos. Se sabe que durante las guerras independentistas estas elaboraciones fueron de las formas más empleadas por los negros libertos incorporados al Ejército Libertador de Cuba para no desperdiciar los plátanos muy maduros o podridos y el boniato malo (Sarmiento Ramírez, 2006: 107-160a).

Y algo tan socorrido como el ajiaco, los más humildes lo hacían de cuanto tuvieran a mano y según pasaban los días, y no era del todo consumido, seguían agregándole ingredientes que lo hacía más consistente y sabroso. A propósito, la carne de res puesta en el ajiaco se utilizaba también para preparar ropa vieja, dándole un gusto muy característico a este plato.

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Conclusiones

En este estudio, los tres códigos negros y los dos reglamentos de esclavos existentes en la América española sólo han valido de referencia bibliográfica para mencionar los tipos de alimentos que legalmente los amos debían suministrar a los esclavos. Artículos que en la práctica cada dueño implantó a su gusto y conveniencia.

El coste de los alimentos esclavos varió en dependencia de los altibajos económicos. Hubo momentos de bonanza en que se invirtió en su mantenimiento 3 centavos diarios y otros de elevadas importaciones en que el importe mensual fluctuó entre 3 ½ y 4 pesos. Y en el abasto, exceptuando las viandas, los demás alimentos (carne y bacalao salado, harina de maíz, arroz y legumbres) eran casi todos importados.

La manutención partía de una dieta base, bastante simplificada, poco variada, sobria y de baja calidad: viandas o harina ­más carne o pescado. Los testimonios de la época coinciden en la mala calidad de los alimentos dados por los amos a los esclavos. Tasajo y pescado de tercera y cuarta clase, casi siempre rancios y por momento en estado de putrefacción. La harina de maíz, el arroz y los frijoles con gorgojo u otros bichos; y las viandas no frescas.

Hoy es difícil averiguar si en los campos y ciudades los amos dieron a los esclavos la exacta cantidad de alimentos que dictaban las legislaciones colonialistas. Para medir el comportamiento de la alimentación esclava es preciso el análisis de muchos factores, una labor que se ve limitada por la escasa documentación existente.

A juzgar por los cálculos que ofrece Moreno Fraginals, el valor energético-alimentario de un esclavo de ingenio azucarero podría acercarse a las siguientes cantidades: 200 gramos de carne o pescado salado, 500 gramos de harina de maíz u otro sucedáneo y un suplemento de 15 gramos de proteína de origen vegetal y calorías. Una dieta que a la vista puede parecer relativamente rica pero que en lo específico carecía de múltiples elementos nutricionales.

Deduzco, por todo lo aquí explicado que hubo sus variaciones y que éstas afectaron en menor medida a las unidades productivas más consolidadas donde hubo un acuerdo tácito en cuanto a cantidad de alimentos; al menos es lo que se verifica en los libros de contabilidad de múltiples ingenios, de donde Fraginals obtuvo los anteriores cálculos. Las anotaciones que se hacían en estos registros del consumo de los principales renglones alimentarios eran periódicas y muchas veces diarias.

Por el contrario, de los esclavos urbanos no se localizan asientos similares que sean dignos para establecer un  análisis comparativo. Lo más probable es que los esclavos domésticos tuvieran una situación diferente y que, dentro de ellos, los pertenecientes a propietarios opulentos fueran circunstancialmente los más afortunados.

Por lo general, a los esclavos se les daban dos comidas al día: la primera, el almuerzo, al medio día, con una hora de descanso; y, la segunda, al finalizar la jornada laboral, en los barracones y momentos antes del sueño. Existieron amos que en momentos de crisis sólo dieron una comida y otros que en época de bienestar la aumentaron a tres.

En la dieta esclava no se incluye el desayuno; sólo en determinados ingenios les suministraban, nada más al levantarse, un trago de aguardiente de caña. El no desayunar es una de las malas costumbre impuesta por los esclavistas a los negros esclavos que ha trascendido al resto de la población cubana, con una arraigada pervivencia en la actualidad.

Con todo, lo intrínseco del vivir esclavo no ha de buscarse en las ordenanzas, códigos negros y reglamentos, así como en las ideas expuestas por ilustres pensadores y en los testimonios de quienes visitaron las plantaciones, aun cuando el conjunto de estas fuentes nos sirva de orientación. La verdadera realidad de ese mundo negro siempre quedó intramuros de los barracones y tapiada entre el lodo que en ellos se formaba. Conviviendo con el vaho que expelía general pestilencia, el esclavo readaptó su vida material y espiritual y, aunque sufría por las secuelas de los castigos y moría de cansancio físico o de cualquier epidemia, dio a la sociedad cubana un aporte cultural que hoy forma parte de su identidad.

Si se exceptúa la carne y el pescado salado para determinadas etnias, más algunas legumbres específicas para todo el conjunto de los esclavos, los demás productos incluidos en su dieta ya los consumían desde África. Lo que sucede es que tampoco contó con plena libertad para hacer uso de sus valores culinarios autóctonos y lo poco que conservó fue a través de su religión; quizá esta sea una de las razones más agradecidas por la que hoy se sienta con proximidad la presencia africana en la alimentación y en otras manifestaciones de la cultura tradicional y a su vez cueste distinguir sus elementos por separado.

Sin embargo, considero erróneo ver lo que aportó el negro esclavo al proceso de formación de la identidad cultural cubana sólo desde la perspectiva de sus costumbres africanas, mantenidas gracias a los ritos religiosos. Los pocos estudios que analizan la alimentación de los esclavos hablan más de estas contribuciones que de la culinaria que luego crearon en Cuba; esto último tan importante y quizás con mayor incidencia en la cocina criolla que lo primero.

De esta explicación se desprende que para nada el mundo culinario de los africanos y el de sus descendientes más directos se redujo únicamente a los pocos comestibles impuestos por los amos. Ante la imposición diaria de una misma comida, que da sensación de hartazgo, en la intimidad, asqueados de repetir durante días, semanas, meses y años lo mismo, rehicieron su vida material aprovechando cuanto pudieron tener a su alcance y a la usanza de sus pueblos de origen.

El tasajo y el bacalao, excesivamente salados, las viandas, todo lo más plátanos salcochados o asados y, por tiempo, la insípida harina de maíz, sólo emblandecida, o un arroz partido y fangoso, merecían de otros acompañamientos y hasta de sustituciones.

Los negros esclavos no pudieron decidir con qué nutrirse pero sí cómo hacer gustosas sus comidas. Y es por esto que sus aportes a la gastronomía de Cuba, el Caribe y los restantes países de la América negra recaen en ciertas mezclas o combinaciones de platos –sobre todo en las diversas formas de prepararlos–, en señalados gustos y costumbres a la hora de ingerir los alimentos, más en los nombres que dan a los comestibles y en fijados utensilios vinculados con la actividad culinaria.

Principalmente los negros libres, objetos de todo experimento colonial, fueron los que más combinaron las distintas formas de elaboración de los alimentos; experimentados en gustos culinarios, les sacaron los máximos partidos. De aquí el gran número de cocineros y cocineras de la raza negra, de puestos de fiambres y de vendedores ambulantes de dulces y frituras en ciudades y pueblos.

En la gastronomía tradicional cubana, son platos de origen africano, entre otros: el funche o el serensé, el calalú, el fufú y el congrí. Entre las bebidas: el pru, la agualoja, la sambumbia y la champola.

Otras comidas surgidas en la esclavitud, como fruto de la imaginación de los esclavos y sus descendientes: el pan de plátano, la tortilla de plátanos maduros, el boniatillo o malarrabia, las frituras de yuca, malanga, ñame, maíz y calabaza, los buñuelos de yuca, malanga y ñame, la ropa vieja, el mondongo criollo y las tripas compuestas, etcétera.

Y por último, merece se especifique que en todo el período colonial, la denominación comidas de negros no se circunscribía únicamente a lo que el amo daba a sus esclavos, a lo extraído por ellos de los conucos, para quienes tuvieron la dicha de tenerlos, y a las demás aportaciones individuales propias de las circunstancias; también se estimaba comidas de negros a los alimentos de mala calidad.

Ahora quedo con la curiosidad de averiguar la etimología de una frase coloquial que hoy es muy popular en Hispanoamérica: merienda de negros.  En ver si existía alguna conexión con el momento en sí en que los negros esclavos se alimentaban: instante de mayúsculo desorden. Según el Diccionario de la Real Academia Española: llámase merienda de negros a toda aquella “confusión y desorden en que nadie se entiende”. Y puede ser que el origen de esta frase no quede tan distanciado del período esclavista y que su uso fuera primero en la Península ibérica y luego en América. En cualquier caso, supongo que su empleo inicial responde a lo que aquí concluyo de exponer; desde la óptica de la alimentación y las relaciones humanas, la distinción social e ideológica que nos separa a nosotros, de los otros.

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[1] La definición más simple: lo que comemos habitualmente. Una explicación más desarrollada: el conjunto de costumbres que determinan el comportamiento del hombre en relación con los alimentos y la alimentación. Desde la manera como se seleccionan los alimentos hasta la forma en que los consumen o los sirven a las personas cuya alimentación está en sus manos (vid. Beehar y Icaza, 1972).

[2] Según afirmación de Lucena Salmoral (2000:31)  de esta ordenanza parte la elaboración del Código Negro francés.

[3] Traducido del francés al español en Biblioteca del Palacio Real, Madrid (BP).

[4] Artículo 3º del capítulo III del Reglamento de esclavos de Puerto Rico (apud. Lucena Salmoral, 2000: 287). Artículo 8º del Reglamento de esclavos de la Isla de Cuba (apud. Pichardo, 1977: t. I, 319).

[5] Artículo 2º del capítulo IV del Reglamento de esclavos de Puerto Rico (apud. Lucena Salmoral, 2000: 287). Artículo 13 del Reglamento de esclavos de Cuba (Pichardo, 1977: t. I, 320).

[6] An Exposition of the African Slave Trade from the year 1840, to 1850, inclusive. Prepared from official documents, and published by the direction od the representatives of the religious society of friend, Nueva York, The Black Heritage Library Collection, 1971, apud Arnalte, 2001: 88.

[7] En el Archivo Histórico Provincial de Santiago de Cuba (AHPSC), existe un vale de compra con una amplia relación de alimentos para el cafetal, la hacienda y el ingenio «Sta. Teresa Suena el Agua», propiedad de doña María Loreto de Hechavarría, en 1832, y que corrobora lo aquí expresado. (AHPSC, fdo. Juzgado de Primera Instancia de Santiago de Cuba; subfdo. Esclavitud, leg. 579, exp. 2 del año 1832).

[8] Creo válido que se establezca la diferencia entre salcocho y sancocho, de uso indistinto en el habla popular cubana. El salcocho, que define la Real Academia Española como “preparación de un alimento cociéndolo en agua y sal para después condimentarlo”, en Cuba es el nombre que adquiere inicialmente esta típica comida de esclavo. La expresión: eso es salcocho es igual a decir eso es comida de esclavo, refiriéndose a una mala comida. El sancocho es la “olla  compuesta de carne, yuca, plátano y otros ingredientes” y en algunas zonas es igual a decir ajiaco, como también nombran a este plato en Santo Domingo (vid. infra). Asimismo, tanto salcocho como sancocho se dice por extensión a todo guiso mal hecho o insípido (vid. Ortiz, 1985; Malaret, 1937; y, Fraginals, 1978: t. II, 57-63).

[9] Este refresco fue de los más usuales entre los cubanos. En La Habana se estableció su estanco desde 1761 hasta 1803. Al puesto de venta de la sambumbia le llamaban sambumbiería y en la Capital fueron muy afamados, ejemplo: el de la calle Cuba esquina a la puerta de la Punta y los del Peñón, Santa Clara y San Lázaro (vid. González del Valle, 1952: 227; y, De la Torre, 1857:161).

[10] Ajiaco: Análogo a la olla española. Variadas especies de viandas y carnes, cocinadas en agua, hasta convertirse en un caldo muy grueso y suculento que se sazona con ají guaguao,de donde proviene el nombre. Fue el guiso típico de los indios taínos y desde el siglo XVI se hizo más frecuente entre los colonizadores-conquistadores, que le agregaron otros ingredientes. A las hortalizas, hierbas, raíces y carnes de todas clases aportadas por el primitivo cubano, con fuerte dosis de ají, el europeo agregó otros tubérculos, condimentos y la carne de cerdo y/o de res; el africano, además de ingredientes fundamentales como el plátano y el ñame, su técnica cocinera; el asiático puso sus especias; los franceses participaron con el equilibrio del sabor; y así, con otros componentes o en la misma forma de elaborar el típico guiso, los demás grupos de inmigrantes tuvieron su participación.

[11] Livianos: Pulmón, principalmente el de las reses destinadas al consumo.

[12] Un caso similar al de la sociedad colombiana (vid., Patiño, 1990: t. I, 59).

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