El chocolate en el sur de Coahuila colonial (Méjico)

Dr. Sergio Antonio Corona Páez[1] 

El expediente 709 del Archivo Histórico del Colegio de San Ignacio de Loyola de Santa María de las Parras, en Coahuila, México (AHCSILP) está constituido por un libro de cuentas de mostrador de uno de los tenderos de Santa María de las Parras del siglo XVIII, al parecer Alejandro Barragán.[2] Corresponde al año del Señor de 1766 y en él se llevaba el registro de las operaciones comerciales. Es decir, por sus funciones era un equivalente de nuestros libros contables “diario” y “mayor”.

            Este libro consta de una serie de hojas en las que cada página fechada contiene la cuenta de un cliente, enumerando además los artículos de consumo sacado a crédito y la cantidad que debe o abona.

De esta manera, podemos conocer el consumo relativo por cliente, su valor en pesos y reales, la naturaleza de las mercancías vendidas y muchos detalles más relacionados con los compradores: su posición social, sus oficios, sus hábitos de consumo y su capacidad adquisitiva, así como muchos otros aspectos de la cotidianidad parrense del siglo dieciocho.

            Por este expediente sabemos que el tendero era distribuidor de bienes de consumo tales como textiles, mercería, comestibles, aguardientes, tabacos, ropa, blancos, a la vez que brindaba servicios como el de barbería, y todo por el sistema de crédito.

            A partir del testimonio del libro de cuentas, podemos afirmar que los artículos de uso cotidiano más solicitados y consumidos eran el tabaco y el chocolate. Por el monto de las ventas, sabemos que uno de los mejores clientes del establecimiento era don Damasio Adriano —por el nombre y el don, seguramente tlaxcalteca— y en su cuenta se nos hace constar que gastaba, entre otras cosas, la misma cantidad de dinero en cigarros (siete pesos) que en chocolate (siete pesos por siete libras del dulce).

Desde nuestra época de continua inflación y pérdida de la calidad de vida (en México, obviamente)  resulta interesante constatar que el precio del chocolate en 1766 seguía siendo el mismo que tenía en 1625; la libra (equivalente a 460 gramos) de este alimento seguía costando un peso.  Este precio era relativamente alto ya que en la misma población, la libra de chocolate costaba lo mismo que dos carneros.  Esta comparación nos da la pauta de su valor relativo: si en la actualidad medio kilogramo de chocolate nos costara lo mismo que dos carneros, muy poca gente podría ingerirlo de manera cotidiana.

            Juana María, según cuentas de don Alejandro Barragán, consumía menores cantidades de cigarros (dos pesos) y de chocolate (otros dos pesos) que don Damasio Adriano, aunque ciertamente en la misma proporción que éste, un peso de cigarros por cada peso de chocolate.

            En la cuenta correspondiente a Alberto Martínez encontramos un consumo de medio real de chocolate (28.7 gramos) y cinco reales de cigarros. Juan Guerrero compró una libra de chocolate (un peso) y ocho reales de cigarros (otro peso). Juan López consumió en esas mismas fechas doce pesos de chocolate y de cigarros, y aunque no se especifica la proporción de uno y de otro, podemos inferir por lo ya visto que sería más o menos similar  a la de los otros clientes.

             Desde luego, no podemos generalizar y decir que absolutamente todo mundo tomaba chocolate.  Las cuentas muestran que algunos compraban cigarros, mas no chocolate; otros lo hacían a la inversa; otros, en cambio, preferían el aguardiente (en Parras se fabricaba un excelente aguardiente de orujo).

             Lo interesante de todo esto radica en que, a partir de las cantidades de dinero representadas en cada registro individual, podemos concluir que en Parras el chocolate era consumido por todas las clases sociales. Se podía comprar desde medio real (6 centavos y fracción, a crédito). Se observa que mientras mayor era el poder adquisitivo del individuo, mayor era el consumo del chocolate. Es decir, parece que había una relación directa y proporcional entre el ingreso y el consumo de chocolate.

             Otra cosa en la que debemos hacer hincapié es en que Alejandro Barragán vendía chocolate, eso es, una mezcla ya hecha de los ingredientes que lo constituían, listo para tomarse en casa con agua o leche.  En otros lugares de la Nueva Vizcaya, como en la Villa de Santiago del Saltillo, se podían comprar —en tiendas o con mercaderes itinerantes— el cacao, el azúcar y la canela para fabricar el chocolate, o bien las tabletas de chocolate ya preparado[3].

            En el Saltillo del siglo XVIII —población con la que Parras tenía un intenso intercambio comercial— los insumos que se vendían para la elaboración del chocolate eran tres: el cacao, el azúcar (generalmente morena o de la variedad que llamaban chancaca) y canela. Estos ingredientes eran  molidos y mezclados en caliente en un metate[4], artefacto que no faltaba en ninguna casa, por humilde que fuera[5]   Era una receta austera, aunque bastante popular.

          Es por todos conocido que el chocolate no siempre se tomó igual, y que el gusto marcadamente sencillo de los novohispanos de lo que ahora es el sur de Coahuila no necesariamente coincidía con la sofisticación y variedad de ingredientes que utilizaban los habitantes meridionales de la Nueva España.  En realidad, el consumo y preparación de este alimento fue sufriendo un proceso de transculturación, de innovación, de mestizaje culinario y occidentalización muy activo a partir de 1519.

El consumo del chocolate se convirtió en la Nueva España, en América  y luego en Europa en una verdadera manía que dio origen a nuevos artefactos para su preparación o consumo, como la Mancerina, híbrido de taza y plato (izquierda) o el molinillo, (abajo) un machacador-batidor de madera (abajo). (Alberro, Solange: Estampas de la Colonia. Editorial Patria)

Una vez consumada la conquista de la Ciudad de México, los españoles peninsulares y novohispanos comenzaron a experimentar las posibilidades de la bebida, ideando diversas recetas, tanto para fines de consumo local como de comercio trasatlántico, particularmente con España, Italia y Flandes, donde pronto el chocolate fue apreciado y consumido. Los enlaces dinásticos de la rama española de la Casa de Austria pueden explicar en gran medida la difusión de la bebida desde las clases altas europeas.

             Thomas Gage, viajero inglés del siglo XVII que visitó la Nueva España y que dio a la prensa en 1648 su obra intitulada  The English-American or a New Survey of the West Indies (Los Angloamericanos o nuevo reconocimiento de las Indias Occidentales) era un fanático del chocolate, como él mismo nos lo relata.

             Gage nos da información sobre las recetas del chocolate que tanto le satisfacía, y cuáles eran los hábitos de consumo en la parte que conoció de lo que hoy es México. Y a pesar de que en su narración Gage habla en retrospectiva siendo un súbdito inglés y puritano ex católico que realiza labores de inteligencia en favor de una nación codiciosa y de que él percibe a la Nueva España como lugar de abundancias diabólicas, su testimonio no deja de ser interesante. 

            Gage nos dice que el ingrediente básico y esencial era el cacao, oscuro o claro.  Nos dice —si hemos de creerle, que razón para dudar no la hay— que algunos le ponían pimienta negra y otros chile.  Entraba en su composición, además, azúcar blanca, canela, clavo, anís, almendras avellanas, zapote, agua de azhar, almizcle, vainilla y achiote (este último para darle color).

            Aunque en su origen esta mezcla de ingredientes pudo tener fines medicinales, la verdad es que Gage nos dice que estos componentes eran habituales, variando la receta sólo de acuerdo al gusto particular de cada quien.

            La canela —al decir del inglés— era tenida como el mejor de todos los ingredientes que entraban en la composición del chocolate, y nadie la excluía.

            Resulta sumamente extraño para los consumidores del siglo XX pensar en una bebida de chocolate picante, pero baste recordar que esta combinación de sabores subsiste en el mole [6].  Los chiles que podía llevar podían ser de una de cuatro variedades: piquín, tornachile, chilchotes o el chilpaleguas, este último ni muy dulce ni muy picante, siendo por ello el más usado.

En cuanto a la manera de tomarlo —según el relato del viajero— ésta variaba.  En la ciudad de México lo bebían caliente con atole y revuelto con molinillo.  Por esta noticia podemos rastrear la receta del popular champurrado.

La manera más común de preparación, siempre según Gage, era disolver una o dos pastillas de chocolate en agua caliente, batiendo con el molinillo; luego se le ponía azúcar —la necesaria— y se acompañaba con dulces o mazapanes. […] Otros lo tomaban hervido en agua. En cambio, muchos indios lo tomaban frío, en agua. 

El inglés enamorado de esta bebida mexicana nos relata que cuando escribió su libro llevaba doce años de consumir chocolate constantemente, y solía tomar una jícara[7] temprano por la mañana; otra antes de comer (entre 9 y 10 de la mañana); otra una o dos horas después de comer y una última entre 4 y 5 de la tarde.  A veces tomaba una adicional cuando deseaba estudiar por la noche ya que, según él, le mantenía despierto y fresco.

            Por todo lo anteriormente referido podemos afirmar que no existió una receta única para la fabricación y consumo del chocolate; ya que la activa experimentación del siglo XVI y XVII lo hizo evolucionar desde el ámbito de la vida cotidiana indígena, pasando por la terapéutica criolla, hasta el de la gastronomía. Mundial.

             Podemos aseverar con toda seguridad que la receta típica del siglo XVIII para el sur de lo que ahora es Coahuila era muy sencilla: cacao, azúcar, canela, y una verdadera y deleitosa pasión por su consumo, totalmente ajena al inhibidor conteo moderno de calorías o carbohidratos, de medidas o de tallas.  En nuestro mundo moderno hemos perdido hasta la inocencia de los pequeños vicios.


Alumnos del grupo de primavera 2006 que ayudaron a la búsqueda de información para la realización de este artículo


[1]  Doctor en Historia, Director del Archivo Histórico de la Universidad Iberoamericana Laguna (Torreón, México) y Profesor en la misma institucióbn. Este trabajo contó asimismo con la colaboración de los estudiantes Javier A. Adame Ayup, Ma. Guadalupe Álvarez Tapia, Alejandro del Bosque Martínez, Karla M. Colunga Zapata, Juan Carlos Dávila García, Pamela Garbuno Segura, Myriam Gurrola de la Peña, Fernando Gurza Guerrero, Alfredo G. Hoyos Sánchez, Luis E. Monroy Caballero, Francisco Padilla Ponce, Deydra G. Peniche Wong, Angelina M. Peressini Garza, Marcela Ramírez Hernández, Eduardo A. Román Valdés, Edgardo Torres Ledesma y Tania Yacamán Giacomán, todos ellos alumnos del curso Historia, arte e identidad regional impartido por el Dr. Corona Páez.  

[2] UIA-Laguna. Copia del Fondo del Colegio de San Ignacio de Loyola de Santa María de las Parras.

   EXP. 709. Parras, 1766

[3] El Fondo Testamentos del Archivo Municipal de Saltillo cuenta con una gran cantidad de documentación en la que se da cuenta de la vasta variedad de mercancías que se vendían en tiendas o a través de vendedores itinerantes.

[4] El metate era y es una especie de mortero o molino de piedra de origen prehispánico mesoamericano. Se 

  usaba para la molienda del maíz, chile y cacao.

[5] Presente en casi todos los testamentos e inventarios de la época, tanto de indios como de españoles.

[6] El mole es una pasta que sirve para preparar guisados de carne de pollo o pavo, sumamente populares en

  México.

[7] Jícara, taza.

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