HISTORIA DE LA FABRICACIÓN DE CONSERVAS, ENCURTIDOS, AHUMADOS Y SALAZONES EN ROMA

CAPÍTULO I

 Estudio de Carlos Azcoytia
Febrero 2009

                                     Dedicado a mi amiga Amalia Lejavitzer, esperando serle de ayuda.

La gran preocupación de la humanidad desde sus albores fue el asegurarse el suministro de alimentos, sobre todo en momentos difíciles o de escasez, como podían ser los meses invernales o las épocas de sequía. Sin una tecnología adecuada, como la que disponemos hoy en día, todo progreso en su afán de preservar los alimentos sólo podía limitarse a la observación de lo que ocurría en la naturaleza y aplicar los fenómenos que veían en provecho propio, sin atisbar que procesos químicos o físicos ocurrían para que aquellos alimentos retrasaran su putrefacción. En los países o territorios templados fue la sal el elemento natural más preciado para conseguir dichos fines, como lo fue el hielo en los lugares fríos del planeta.

Conscientes de la importancia que tuvo la conservación de los alimentos pensamos hacer, más adelante, un monográfico dedicado a la historia de éstas técnicas a través del tiempo y de cómo evolucionaron hasta llegar a nuestros días.

Ya hemos estudiado, tímidamente, la conservación de alimentos en otros artículos que obran al pie de este estudio, pero nunca en profundidad como es nuestro deseo, por lo que comenzamos este trabajo con las formas de proteger los alimentos en la antigua Roma, quizá porque fueron los que promovieron, al ser los herederos de todas las técnicas y experiencias de los pueblos conocidos en la antigüedad, la gran aventura de las industrias conserveras, los salazones, los ahumados y los encurtidos.

Por los libros de agronomía que han llegado a hasta nuestros días podemos saber que la historia de la alimentación del pueblo romano distaba mucho de los banquetes pantagruélicos de los que dejaron constancia los escritores, los cuales, unas veces en sentido figurado o atendiendo a necesidades de la aristocracia y el poder mostraban un lujo y un desenfreno que contrastaba con la austeridad del ciudadano medio y se alejaba años luz de los pobres, en realidad el que escribe la historia sólo cuenta una parte de ella, la que más le interesa, dejando en el olvido quizá la más importante y realista.

Al desarrollarse las ciudades y convertirse en grandes urbes, como fue el caso de Roma o Híspalis o Arlés, por poner unos ejemplos del mundo romano, el abasto de alimentos se convirtió en una de las mayores preocupaciones de los dirigentes locales y estatales, ya que se necesitaban unas infraestructuras lo suficientemente potentes como para asegurar el suministro de todo tipo de alimentos de una forma constante y segura, sobre todo teniendo en cuenta que muchos de ellos debían ser transportados muchos kilómetros, ya que por razones obvias no todo se producía en torno a las ciudades. La demora en el tiempo del reparto de alimentos mermaba la calidad del producto puesto en el mercado en el mejor de los casos, si no se pudría, y se hacía necesario manipularlos para preservar o alargar su estado de conservación.

Por raro que hoy pueda parecernos no existían fábricas como hoy las concebimos, aunque sí asociaciones, más o menos potentes, que aunaban sus esfuerzos para disminuir costos y elevar la producción. El caso más significativo y más sólido era el sector de las pesquerías con sus fábricas de salazones y elaboración de garum, así como la del aceite o la de harina, las cuales podían llegar al mercado romano desde Cádiz en tan sólo una semana, si el tiempo y los vientos eran favorables.

No ocurría lo mismo con los productos agrarios, sobre todo los de huerta o incluso los cárnicos, los cuales corrían a cargo de los labriegos de cada finca o heredad, y así nos encontramos con fórmulas que servían de consejo para todos los agricultores para preparar sus productos y ponerlos en el mercado con la mínima merma como consecuencia del deterioro de los vegetales desde el momento de su recolección.

Es quizá Columela, del que ya tanto he hablado, el que mejor nos introduce en la producción de alimentos en conserva, tanto es así que en su libro XII de su obra ‘Los doce libros de agricultura’ lo dedica casi en su totalidad a estas técnicas, en ella nos habla de la preparación de la salmuera, elemento base de la conservación de los alimentos.

Conservas vegetales de primavera:

Curioso resulta constatar que nada de lo que producía la tierra era desperdiciado, evidencia de las carencias estructurales y alimenticias de los romanos, y donde nos dice la forma de aliñar las hierbas dependiendo la época del año, una gran revelación que nos aproxima de forma significativa a la gastronomía del pueblo, y donde aconseja hacerlas sobre el equinoccio de primavera; pella y tallo de col, alcaparras, tallos de apio, ruda, apio caballar con su tallo antes que salga del zurrón, tallos de férulas antes que se desenvuelvan, la flor de la zanahoria silvestre o cultivada con su tallo, la flor de la nueza negra, la de la lapsana, la del hinojo marino y su tallo, que dice que se llama pie de milano. Todas estas hierbas comenta que se conservan muy bien con un mismo tipo de aliño, el cual consiste en mezclar dos partes de vinagre con una de salmuera fuerte.

La nueza blanca y negra, el brusco, el espárrago, la lapsana, la zanahoria, la hierba gatera y el hinojo marino comenta que se colocaban aparte, cada una en un lebrillo. Después de haber espolvoreado estas hierbas con sal, se ponen a la sombra hasta que desprendan la humedad, pero si es mucha cantidad aconseja que se laven con salmuera para después comprimirlas con un peso fuerte puesto encima. Después comenta que se coloque cada cosa en su vasija y se eche sobre ella las dos partes de vinagre y una de salmuera como se comentó antes, para terminar la operación se le ponía encima un haz de hinojos secos recogidos el año anterior en la época de la vendimia, con la finalidad que comprima las hierbas e hiciera subir el líquido hasta el borde de la vasija.

El apio caballar, la férula y el hinojo se tendrán en la casería hasta que se marchiten; una vez conseguido había que quitarles las hojas y toda la corteza de los tallos, de modo que si estos eran muy gruesos, más que el dedo pulgar, se cortaban con una caña y se dividían en dos partes, lo mismo se hacía con las flores para que no estuvieran muy gruesas, hecho esto se echaban en las vasijas. Se les añadía la mezcla de vinagre y salmuera, añadiendo unas raicillas de silphium, especie vegetal desparecida, cubriendo todo con un manojo de hinojos secos, con la misma finalidad que la fórmula anterior.

De las pellas, los tronchos de col, las alcaparras, el hinojo marino, el poleo, la hierba puntera dice que conviene secarlas en la casería durante muchos días y después encurtirlas exactamente igual que el apio caballar o la férula o la ajadrea. También dice que hay personas que sólo encurten la ruda con salmuera, sin vinagre, y cuando era menester gastarla, la remojaban en agua o mejor en vino y le echaban aceite encima para comerla.

Interesante resulta saber la composición y elaboración de la oxigala para aquellos que quieran recrear la alimentación romana en sus mesas: Se toma una olla nueva haciendo un agujero en el fondo, tapándolo después con un taruguillo; se llena esta vasija de leche de oveja muy fresca, se le echa unos manojillos de los siguientes aliños verdes: orégano, hierbabuena, cebolletas y cilantro, de forma que al introducirlas en la leche las ataduras queden fuera. Cinco días después se le quita el taponcito de la base para que salga el suero, volviendo a taparlo para hacer la misma operación a los tres días, momento en el que se quita y se tiran los manojos de hierbas. Después se le restriega sobre la leche un poco de tomillo y de orégano secos, se le echa la porción que le se crea conveniente de puerro sectivo picado removiendo todo bien, para a los dos días dejar salir de nuevo el suero; una vez hecha estas operaciones  se le echa sal molida y se remueve, para terminar cerrando la olla sellándola con yeso, dejándolo así hasta que se quiera tomar, como vemos una conserva excelente y nutritiva que se podía exportar a grandes distancias.

También Columela nos da otra fórmula más sencilla, que consistía en secar la hierba del mastuerzo activo o aún el silvestre a la sombra. Una vez seca se tira el tallo y se ponen sus hojas en salmuera, una vez exprimidas se echan en la leche sin más aliños, añadiéndole la sal que se crea conveniente, siguiendo después los pasos de la fórmula anterior. Otra forma de hacer la oxigala era la de mezclar en una olla hojas frescas de mastuerzo cultivado con leche dulce, y a los tres días vaciar el suero; después de lo cual echar ajadrea verde picada y también semillas secas de cilantro, de eneldo, tomillo y de apio molidas juntas y mezcladas en sal bien molida y tamizada.

Los encurtidos de los tronchos de lechuga, la achicoria y los cogollos de zarza, tomillo, ajadrea, orégano y rábano rústico era otra de las especialidades de las industrias conserveras romanas que se desarrollaban en las caserías. Para los tronchos de lechuga indica Columela que es conveniente salarlos en un lebrillo, desde el pie hasta el sitio donde se vea que salen las hojas tiernas, después dejarlo un día y una noche hasta que arrojaran la salmuera; después había que lavarlos en ella, exprimiéndolos y extendiéndolos sobre zarzos hasta que se secaran, a continuación ponerlos en un lecho de eneldo seco, hinojo, con un poco de ruda y puerro picados y mezclarlo todo. Después, estos tronchos secos se ponían de manera que hubiera entre ellos guisantes verdes enteros, los cuales, así mismo, deberían estar un día y una noche en remojo en salmuera. Se les tiraba por encima un caldo compuesto de dos terceras partes de vinagre y una de salmuera; por último se comprimía todo con un manojo de hinojos, de manera que sobrenadara el caldo, haciendo especial hincapié en que la persona que hiciera esta labor debería estar pendiente de que no se secara y echara caldo nuevo sobre el primero, debiendo incluso remojar por fuera las vasijas, tanto con una esponja limpia o con agua recién recogida. La misma fórmula da para encurtir la achicoria, los cogollos de zarza, los de tomillo, los de ajadrea, los de orégano y los rábanos rústicos, debiéndose realizar estas técnicas siempre en primavera.

Conservas vegetales y otros alimentos de verano:

En verano da los preceptos acerca de las cosas que deben de recogerse para guardarlas, siendo la primera la cebolla, en especial la que llama de Pompeya o la de Ascalón o también la sencilla del país de los marsos, la cual llamaban la gente del campo unión y que dice que era la que no tiene tallos ni hijuelos junto a sí. En primer lugar dice que debe de secarse al sol; en seguida, después de haberla refrescado a la sombra, se pondrá en una olla con un lecho de tomillo u orégano, echándole un caldo, como todos los anteriores, compuesto de dos tercios de vinagre y uno de salmuera, poniéndole encima un manojo de hinojos para que quede sumergida toda la cebolla y que embeba suficientemente todo el líquido.

Hace Columela un comentario que para mi resulta sorprendente, ya que habla de la fruta del cornejo, las cuales se preparaban para tomarlas en lugar de las aceitunas. Esta fruta, junto con las ciruelas silvestres y los hartabellacos, han de cogerse cuando todavía estuvieran duras y no han madurado, pero no verdes. Estos frutos indica que deben de estar secándose un día a la sombra, para después mezclarlos, a partes iguales, con vinagre y arrope o mosto cocido, aunque más adelante dice que es mejor para conservarlos el poner dos partes de arrope y una de vinagre, añadiéndole un poco de sal con el fin de que no críen gusanos u otros bichos.

Las peras, de las cuales hace varias distinciones, como pueden ser las de Dolabela, las de Palombora, las reales, las de Venus que son más coloradas, las grandes, las de Nevio, las latericianas, las decumanas, las de olor de laurel y las mosqueruelas, todas ellas deben de recogerse antes que maduraran. Había que mirar con atención que estuvieran sanas, sin defecto y sin gusanos, las cuales deberían acomodarse en una olla de barro bañada de pez y que se llenaría de vino de pasas o de mosto cocido, de forma que toda la fruta quedara sumergida; una vez hecha esta operación se sellaba con una tapadera asegurada con yeso. Otro método era el de conservar cualquier tipo de fruta en miel, incluso recomienda que parte de la recolección se guarde en ella porque es buena para los enfermos.

 Continuando con la miel, es preciso decir que en la época del estío era el momento de castrar las colmenas y de hacer la meloja y el agua de aloja, productos que en mi infancia eran muy apreciados por lo niños y que ahora no oigo mencionar. Sobre la forma de hacer la meloja dice que, al ser una miel de segunda calidad, deben de desmenuzarse los panales y echarlos en agua de fuente o de lluvia, esta recomendación está basada en que las aguas, al estar contaminadas las de los ríos, fuera saludable. Una vez exprimidos los panales se colaba y se echaba en un perol de plomo para cocerla, quitándole toda la porquería espumándola; una vez cocida y tomada la consistencia de arrope se dejaba enfriar, para posteriormente echarla en frascos bañados de pez. Esta meloja se utilizaba en lugar de la aloja o para emplearla en lugar del arrope en el aliño de las aceitunas, desaconsejando que se les diera a los enfermos porque, según cuenta, producía ventosidades en el estómago y en los intestinos, por lo que parece no estaba bien visto estar enfermo y pedorro al mismo tiempo.

  El agua de aloja dice que debe de hacerse con agua y miel muy buena, haciendo la siguiente recomendación para el agua: "algunas personas encierran durante algunos años agua de lluvia en unas vasijas y las tienen al raso en un sitio donde dé el sol; después de haberlas trasegado a otras y haberla aclarado, pues todas las veces que se trasiega, aunque dure mucho tiempo, se encuentran en el fondo de la vasija unos asientos lo mismo que heces".  Este agua se mezclaba en proporción de un sextario por una libra de miel o, para los que la querían de gusto más áspera, un sextario de agua por nueve onzas de miel; esta mezcla se introducía en tarros que se sellaban con yeso, dejándolo, al comienzo del verano, cuarenta días al sol, para al final ponerlo en un sobrado donde le llegara el humo. Para aquellos que no habían tenido la precaución de guardar el agua de lluvia durante años les aconseja que la tomen reciente y la hagan hervir hasta que quede en una cuarta parte de su volumen y una vez fría se mezclara un sextario de miel con dos de agua, repitiendo el proceso de solearla y ahumarla como se contaba anteriormente.

Durante los meses de verano y hasta principios del mes de agosto aconseja secar las manzanas y las peras, las cuales deberían ser las más dulces que se recolectaran; éstas se partían en dos o tres pedazos con una caña o con un cuchillo de hueso, para exponerlas al sol hasta que se secaran. Hace una observación muy interesante, ya que dice que, si hay muchas, forman gran parte del alimento de la gente del campo en invierno (un 80% de la población de entonces), al igual que sucedía con los higos secos.

Sobre el modo de pasar los higos hace un estudio muy extenso y minucioso, lo que nos da idea de la importancia que tenía en la alimentación del pueblo, dando varias fórmulas para su conservación. La primera de ellas consistía en el método del secado, muy complicado por cierto, que se hacía con la construcción de un entramado consistente en clavar unas estacas a cuatro pies de distancia unas de otras, uniéndolas en forma de yugo por medio de pértigas; sobre los cañizos se ponían unas plataformas a dos pies del suelo, a fin de que los higos no pudieran atraer la humedad de la tierra por las noches. A ambos lados se extendían unas zarzas o telas hechas de paja o helechos para levantarlos al ponerse el sol, echando unos sobre otros en forma de bóveda, como si fuera una pequeña choza, para que no les cayera el rocío o la lluvia, ya que ambas cosas echaban a perder dicha fruta. Una vez que estaban secos se recogían, sobre el medio día, cuando aún estaban calientes, para meterlos con cuidado en orzas bañadas con pez, poniendo en el fondo un lecho de hinojo seco, terminando con otra capa del mismo vegetal y tapándolo con una capa de yeso.

Había otra forma de conservar los higos, la cual consistía en quitar los rabos y ponerlos a secar al sol, una vez que estaban semisecos, y antes de que se pusieran duros, los echaban en unos lebrillos de barro o de piedra para pisotearlos, eso sí, con los pies bien limpios, del mismo modo que se pisaba la harina para amasarla; a esta masa informe se le añadía ajonjolí tostado con anís de Egipto, semilla de hinojos y cominos. Una vez que estaba todo bien amasado se hacían unas tortas medianas que se envolvían en hojas de higuera y se metían en una orza, la cual se tapaba y se introducía en el horno para que terminara de soltar la humedad; una vez concluido esto se colocaban en un sobrado hasta el momento que se debían consumir, partiendo el cacharro de barro, ya que estaba el contenido endurecido.

Por último comenta la forma de conservar los higos de la siguiente forma: Se escogían los higos más gordos que todavía estaban verdes y los extendían al sol, después de haberlos abierto con una caña o con los dedos; una vez bien secos los recogían sobre el medio día, cuando estaban ablandados por el calor del sol, y colocados en orden los prensaban, como dice que hacían los africanos y los españoles, haciéndoles tomar formas de estrella, de flores o de panes; después se secaban otra vez al sol y se guardaban en vasijas.

Aquí creo que debo de terminar este extenso primer capítulo el cual tendrá su continuación en breve.         

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