Artículo de Graciela Pacheco Balbastro
Agosto de 2007

 

Historia del huevo de pascua, germen de vida

 

Nota aclaratoria: Este artículo fue publicado el sábado 11 de abril de 1998 en el programa de radio CAMPAMENTO LITORAL, emitido por Radio Universidad, ciclo en el que la escritora colaboraba  con un micro semanal
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Pascua es alegría, es fiesta, aunque en sus orígenes la palabra significara “sacrificio de un pueblo”. En la mesa, los padres trataremos de poner las cosas ricas que el presupuesto nos permita. Pero aún antes de la remanida globalización, algo identificaba  muchas mesas: los Huevos de Pascua. Recuerdo días de mi infancia en que preparábamos con entusiasmo y anticipación los huevos duros pintados, verdadera obrita de arte que los adultos nos incitaban a hacer. 

¿Pero de dónde viene esa costumbre? ¿Qué significado encierra? 

La investigadora Clara Cortázar dice que “el huevo de Pascua es un símbolo sagrado que, aunque perdió gran parte de su vigencia, guarda todavía vestigios de su gloria antigua, y su parentesco con los huevos sagrados de otras tradiciones no cristianas es evidente”. Y agrega: “por una transposición legítima, el Huevo cósmico representa el conjunto de los gérmenes de todos los seres: es un resumen de la creación total”. Ella asegura que el huevo de Pascua es también un signo de resurrección por el germen que contiene. Representa al Cristo que sale de la tumba, que aparece  como el germen de un mundo nuevo. Germen es, por otra parte, uno de los nombres bíblicos del Mesías *. “Pero además el huevo de Pascua simboliza la resurrección del creyente, nacido de nuevo de las aguas del bautismo, que originalmente se realizaba sobre todo en Pascua”. Y continúa: “ligado a este significado, el huevo de avestruz fue preferido a otros, no sólo por su dimensión excepcional que permitía adornos más desarrollados (en algunos casos verdaderos trabajos de orfebrería) sino por otras razones: se había notado que el avestruz empolla sus huevos durante cuarenta días, del mismo modo que el neófito se prepara durante los cuarenta días de la Cuaresma y sale a la Luz Nueva durante la noche pascual. Quizá por eso, en muchas iglesias de Europa, Siria y Egipto, en Pascua se suspendían huevos de avestruz sobre el altar, y también se vendían en el atrio de Notre Dame durante toda la Edad Media”. 

Hagamos un poco de historia. Desde los albores de la civilización, el huevo fue considerado símbolo del origen de todas las cosas. Cientos de años antes de Cristo los antiguos persas pintaban y comían huevos en el equinoccio de primavera. Recordemos que en el hemisferio norte la primavera comienza en el mes de marzo. Los tan nombrados “idus de marzo”.  

También es importante recordar que los griegos le asignaban una simbología especial al huevo de Orfeo y que los hindúes adoraban el Huevo de Oro de Brahma. Lo cierto es que el huevo es la más perfecta forma y  el de Pascua  todo un icono. 

Pero no sólo los huevos de diferentes aves, convenientemente esmaltados, o los de chocolate con sorpresas adentro representan ese simbolismo ancestral. 

Hace mucho tiempo que joyeros de distintas épocas tomaron al huevo como la forma perfecta, como el cofre cósmico. Un artículo parecido en EL Litoral en 1997, titulado “Historia brillante”,  daba cuenta de que en la ciudad de Nueva York había quedado inaugurada una fastuosa exhibición de obras del joyero Cartier con piezas creadas desde 1900 a 1939. Una foto de un huevo de oro, diamantes y perlas confeccionado por el joyero en 1906 ilustraba la nota. 

¿ Y qué tiene que ver ese artículo sobre joyería, con mis deseos de contar algunas historias en torno a los huevos de Pascua? Mucho. A los huevos de Pascua los pensamos hoy únicamente como una golosina hecha de chocolate y confituras. Pero tiene una antigua y larga tradición. Y en ella sobresalen los huevos hechos por Cartier, pero sobre todo los ejecutados por Fabergé. 

El famoso joyero Cartier, fundador de la archiconocida Casa Cartier, trató de disputarle al orfebre Fabergé un cliente mayúsculo: los zares de Rusia. 

Pero Karl Peter Fabergé era más que un joyero, era más que un orfebre. Era un destilador de misterios. Era el hacedor de joyas-juguetes para la casa más poderosa de esos tiempos: los trágicos Romanov. Fue un artista creador de exóticos ingenios en los metales más hermosos con las gemas más bellas. 

La historia de los famosos huevos Fabergé comienza en 1884, con el huevo que Alejandro III le regaló a la zarina. “Estaba hecho de oro, pero recubierto con una capa de esmalte blanco que le daba la apariencia de un huevo real. Pero cuando la zarina abrió el huevo, encontró una yema. . . de oro. Abrió la yema y en ella había un pollito hecho de oro de diferentes tonalidades y dentro del polluelo descubrió una reproducción perfecta de la corona imperial y dentro de ella pendía un rubí con la forma de un huevo perfecto.” 

Y sigo citando a Upton, autor de esta descripción. “Fabergé hizo casi setenta huevos.  “Uno de esos huevos contiene un minúsculo ascensor y cuando se abre la puerta superior se levanta por algún extraño mecanismo una estatuilla de Pedro el Grande montado en un caballo de oro que tiene como base un pedestal de zafiro.” 

Estas descripciones nos recuerdan inmediatamente a las cajas chinas. O más cercanas a Fabergé, las Mamiushkas, esas coloridas muñecas rusas, hechas de madera, con forma muy parecida a un huevo y que están una dentro de la otra. Lo cierto que ni siquiera Cartier hubiese podido competir con ese mago juguetón que fue Fabergé. Tan solo los artilugios mecánicos de las Mil y una Noche pudieron comparársele. 

Y volviendo a los huevos de chocolate. Por estas tierras ellos también supieron encerrar alguna joya vernácula. Muchos años atrás, en tiempos de esplendor de la confitería El Molino, de Buenos Aires, el maestro chocolatero tuvo la responsabilidad de esconder dentro de gigantescos huevos de chocolate una que otra joya, que sería el regalo sorpresa para una feliz destinataria. 

Mucho más modestos, pero encantadores también, los huevos que los lapidarios hacen de lapislázuli, rodocrosita, jaspe, ágatas. Cuando en algún viaje los veo, la tentación es fuerte. 

 En la India tuve la suerte de que me obsequiaran uno de esos famosos huevos de Cachemira, en madera esmaltada, y en Perú encontré una miniatura realmente preciosa: el ignoto artista había pulido y ahuecado un trozo de mármol blanco hasta dejarlo como la cáscara de un  huevo de paloma. Dentro de él había logrado tallar amorosamente un minúsculo pesebre: era el Nacimiento del Niño Dios. La metáfora del eterno retorno había quedado perfectamente lograda. Era.... la célula de la vida. Es el principio y el final... y la esperanza de retornar. 

¡FELICES PASCUAS Y BUEN PÉSAJ! 

 

* Zacarías III: 8; Isaías IV: 2; Jeremías XXIII: 5 

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