LA ALIMENTACIÓN EN LAS COMUNIDADES ORIGINARIAS DE LA PATAGONIA (Tercera parte)

 Estudio de Miguel Krebs
Octubre 2010
  

 


Mujer alacalufe con su hijo

LOS KAWESKAR O ALACALUFES 

Estaba Dios, nuestro Señor, en plena tarea de creación dando los últimos toques a la América Latina, cuando imprevistamente accionó  por error el mecanismo sísmico de la Cordillera de los Andes, y Chile empezó a temblar con una magnitud de grado 9,2 en la escala de Richter, de tal forma, que al altísimo se le fue de las manos el extremo sur, cayéndose al suelo y quebrándose en cinco mil pedazos como si fuera un jarrón de porcelana.  Atribulado, quiso pegarlos, pero como estaba urgido de tiempo para terminar con la creación universal, decidió dejar fragmentada la región de ese delgado y estirado país, depositando sobre esos terrenos resquebrajados, el sobrante de una etnia que ya había desechado cuando pobló Asia y África. Estos pobres habitantes, dejados de la mano de Dios, se llamaron Kawesqar o Alacalufes, gente sufrida y miserable, que trató de sobrevivir durante siglos en ese recóndito lugar del fin del mundo.

 SU HABITAT 

Tomemos por unos minutos un mapa del sur chileno, para ubicar la zona delimitada entre los 47º y 55º de latitud sur, es decir, entre el Golfo de Penas y la cordillera Darwin de la Patagonia Occidental; ese era el hábitat de los indios Kawesqar o Alacalufes, un lugar delimitado entre la Cordillera de los Andes y el Océano Pacífico, formado por cientos de islas, canales y fiordos, con bosques impenetrables que se cubren cuando sube la marea y deja al desnudo grandes extensiones rocosas, cuando baja. Son pocos los lugares con bancos de arena de pendiente suave, y la anchura de los canales, no permite muchas veces, la navegación de embarcaciones medianas.

Sin embargo, los Kawesqar tenían como único medio de movilidad, canoas construidas con corteza de árboles unidas firmemente con cuerdas de cuero de foca o lobo marino.

Pero a esta accidentada geografía debemos añadir los intensos vientos provenientes del sur, frecuentes y severos aguaceros durante gran parte del año y temperaturas que oscilan entre los 9º y -4º.

En ese contexto climático y geográfico era imposible el cultivo y crianza de animales, lo que justificaba su vida nómada como canoeros. El fuego era la única protección ante las bajas temperaturas, por lo que siempre iban con un tizón encendido desde la precaria choza que habitaban temporalmente hasta el interior de la canoa, que era su verdadero hogar.

Los Kawesqar, solo se protegían con una capa hecha de piel de foca, atada con una cuerda al cuello,  y muy rara vez, era de piel de zorro o huemul; en cambio la piel de nutria o de coipo, se empleaba para proteger a los pequeños hasta una determinada edad, aunque la mayor parte del día, estaban desnudos, tanto hombres como mujeres.

 Su vida giraba alrededor de la alimentación, para lo cual iban en busca de lo que la naturaleza circundante les podía ofrecer, que básicamente, era carne. Carne de pinnípedos, de cormorán, huemul, crustáceos, moluscos, ballena, ánsares, centolla, huevos de caiquen, y a veces, pescado.   

EN BUSCA DE ALIMENTOS 

Una mañana durante los primeros días de verano, Capitano, su mujer y su pequeña niña Frosh, se preparan para salir de caza. Desde muy  temprano, “desayunan” con carne de lobo marino o cormorán de días anteriores, que despide un ligero tufillo a descomposición. Luego se disponen a cargar la canoa, con venablos, lanzas para capturar peces, arco, flechas y unas provisiones de mariscos y carne para ir saciando el hambre durante la jornada de caza; en el centro de la frágil embarcación acomodaban sobre un montículo de arena o grava, un tizón encendido, y acompañados de un  perro, comienzan un largo recorrido por los canales de las interminables islas de la Patagonia Occidental.

La mujer de Capitano, rema mientras él está atento a cualquier sonido que le permita ubicar a la futura presa. Solo el chapotear de los remos y el crepitar de las ramas encendidas, rompen el profundo silencio de estos intricados parajes.

De pronto logra avistar en un roquedal una manada de lobos marinos con sus crías, y a una señal, su mujer maniobra la canoa hasta permitir que Capitano ponga pie en una roca. Los animales lo miran estúpidamente sin el menor asomo de peligro. El indio ha elegido su presa y avanza de frente hacia ella, y lo hace de esta manera, porque si lo hiciera por un costado, el lobo, al ser atacado, podría apoyarse sobre una de sus aletas, golpearlo, morderlo o huir. Pero no, Capitano avanza decidido, y ya frente a él, le asesta un terrible golpe en la cabeza que vuelve a repetir una y otra vez hasta que el animal cae muerto junto a su cría que ha corrido la misma suerte. Los otros lobos que han presenciado la escena emprenden una rápida retirada hacia el canal; entonces Capitano arroja con fuerza su arpón fabricado con hueso de ballena y lo clava en el cuerpo del más rezagado que logra tirarse al agua,  pero detrás salta el perro de la canoa para hostigarlo, la mujer maniobra rápidamente de tal manera que el indio se suma a ella y van detrás del animal herido que se enreda entre los sargazos, esas masas flotantes de algas, que le impiden continuar su desesperada carrera. Y allí el indio, con toda su fuerza, le asesta varios mazazos hasta matarlo. Remolcado hasta un claro entre las rocas, y después de arrastrar al primero, y su cría, comienza la faena de destriparlos. De ellos aprovecharán su piel para la confección de capas y calzado, y su carne, que los alimentará por algunos días.

Improvisada la choza donde han de refugiarse temporalmente, Frosch duerme envuelta en una capa de pieles de coipo, mientras  Capitano y su mujer, cortan con el filo de una concha, tajadas de carne que tuestan sobre el rescoldo, producto de un nuevo tizón. La carne está poco hecha, y a lo ojos de los primeros navegantes que llegaron a tener contacto con los Kawesqar, dirán que estos salvajes comían carne cruda cuya sangre empapaba sus manos y les chorreaba a lo largo del cuello.


Hojas de pangue

Antonio, con sus dos hijos, Pedro y Henrico, posiblemente vecinos de Capitano y su mujer, solían ir de caza para la misma época en que las aves más apetecidas, volvían del norte según sus hábitos de vida. Por la noche, y sabiendo que la costumbre de estas aves era dormir con la cabeza bajo una de sus alas, las atacaban por sorpresa blandiendo en su mano un trozo de corteza incandescente que las desorientaban, y allí mismo, las mataban a garrotazos. Otras veces, para cazar cauquenes por la noche, construían en su proximidad, una especie de escudo con ramas y hojas de pangue, tras las cuales se parapetaban con sus cuerpos desnudos embadurnados con polvo de carbón de leña, esperando el momento oportuno para cazarlas, y cuando esto ocurría, les rompían el cuello de un mordisco. Con el esófago de estas aves preparan un embutido que rellenan con riñones, corazón, pulmón y grasa, cerrando los extremos ensartando un palito o atándola con fibras de tendón.


Cauquen
Foto de
Alec Earnshaw

El padre Martín Gusinde, sacerdote y etnólogo perteneciente a la Orden del Verbo Divino, estudioso de las tribus fueguinas, comenta que “toda la carne de ave es tratada muy descuidadamente y sin consideración, ya sea en la canoa o en la choza, donde se la deja en cualquier rincón. Para la comida se la prepara de la siguiente manera; se pone el pájaro de espaldas, se le corta habitualmente la cabeza junto con el pescuezo y se desechan ambos, se abre entonces la panza y se le sacan los intestinos. Entonces se arrancan todas las grandes y tiesas plumas y se coloca el cuerpo, que todavía tiene muchas plumas del plumón, sobre las brasas, donde de inmediato se queman. Entonces se arranca todo el cuero en el cual hay abundantes cañones. El cuerpo del ave así limpiado recibe de inmediato la acción del calor de las brasas al moverlo constantemente sobre el fuego de un lado al otro. En pocos minutos la carne está comible, se saca del fuego y se deja enfriar.”

También los huevos se ponen al rescoldo, a los que previamente le practican una pequeña perforación para que no estallen y son más apreciados si en su interior se ha desarrollado un embrión.  

Los Kawesqar solían cazar nutrias y otro animal muy parecido, el coipu o coipo, con la ayuda de sus perros. En su permanente recorrido por los canales patagónicos occidentales, el indio iba acompañado, además de su familia, de uno o varios perros que poseían una habilidad innata para cazar estos mamíferos. Una vez detectados, los perros se lanzaban al agua y acosaban a la víctima para trabarse en una lucha, que generalmente, aunque herido, vencía el perro, y asiendo a la nutria del hocico, la llevaba hasta la canoa. El animal era cuereado, pero su carne se desechaba para regocijo de sus captores.


Caza del huemul

El huemul, animal de la familia de los cérvidos, solía bajar desde las zonas boscosas hasta los arroyos para beber, pero los perros podían rastrearlos y perseguirlos con tanta enjundia, que el animal desesperado se lanzaba al agua, pero acorralado por los canoeros y perros, el huemul perdía fuerza, y ya cansado, era fácilmente ultimado con lanzas o flechas. Su carne era muy apetecida y con su piel, las mujeres confeccionaban capas o mantas.

Un acontecimiento de magnitud lo constituía la caza de una ballena, que enferma o simplemente por vieja, terminaba refugiándose en alguno de los canales, para morir varada en alguna playa o cazada por un numeroso grupo de indios. Ante la presencia de este cetáceo, se solía convocar a través de señales de humo y durante algunos días, a la mayor cantidad de indios posible para que en forma mancomunada pudieran arrastrar al animal hasta una playa y descuartizarlo. Reunidas las canoas alrededor del gigante marino, se le clavaban los arpones cuyas puntas estaban confeccionadas con hueso o pedernal tallado, y en el extremo opuesto,  tenían una larga tira de cuero, la que era sujetada con fuerza, mientras que los otros componentes de la embarcación, remaban en una misma dirección hasta aproximarla a una playa en plena marea alta. Cuando la marea bajaba, el enorme cuerpo quedaba depositado sobre la playa, y allí, en forma desorganizada, casi caótica, todo el mundo se ponía a descuartizar al  animal, llevándose cada uno, la cantidad de carne y lardo que quería. Se aprovechaba todo, barbas, huesos, tendones, carne y grasa.


Mapa de Tierra de Fuego de 1630

Phillip Parker King, comandante del Adventure  y que junto al Beagle, cumpliendo las órdenes del almirantazgo inglés, tuvo a su cargo en 1825, el relevamiento  de las costas meridionales de Sud América, describe de manera precisa la ingesta de carne de ballena por un grupo de los kawesqar, que luego de cortar la grasa en tiras es “…dividida a continuación entre la partida, cuyos integrantes proceden a extraer los jugos aceitosos haciéndola pasar por los dientes y chupándola, después de lo cual, es calentada en el fuego para facilitar su división en pedazos pequeños, que son tragados o engullidos  sin masticar. Pedazos de esta deliciosa comida no tan solo les daban a los niños mayores, sino incluso también a los bebés de pecho”.

Apreciaban particularmente la grasa que se derretía junto al fuego y que recogían en una concha de mejillón para beberla como si fuera agua, y en cuanto al trozado de una ballena, llegaban a cortar pedazos de más o menos un metro por lado, y haciéndole un tajo en el medio, se lo calzaban a modo de un poncho para transportarlo, pero a su vez, quedaban absolutamente impregnados con toda la pestilencia que puede generar la carne varada durante varios días. Era habitual que se untaran  todo el cuerpo con el aceite que extraían de la misma grasa – lo mismo ocurría con la de foca y lobo de mar - probablemente para protegerse del frío, y según la crónica del ya citado Parker King, “Sus cuerpos estaban embadurnados  con una mezcla de tierra, carbón y ocre rojo y aceite de foca, lo cual, combinado con la suciedad de sus personas, producían un olor de lo más apestoso”.

La conservación por varios meses de la grasa de ballena como también la carne de los pinnípedos, se hacía cavando un pozo de aproximadamente un metro de profundidad, levantando la capa de hierba y raíces de un terreno pantanoso, para depositar la carne y grasa y volver a cubrirla con la misma tierra. 

Esa era la única manera de sobrevivir en aquellas latitudes, sin otra preocupación que la permanente búsqueda del sustento diario que los mantuviera activos. 

Trine, Liese y Grethe con su pequeña hija Dickkopf, eran tres muchachas Kawesqar, que casi a diario, salían en canoa para recolectar mariscos cangrejos y centollas aprovechando la marea baja. Recorrían la playa desenterrando almejas que echaban en un canasto confeccionado con junquillo trenzado y cuando navegaban bordeando las costas rocosas, Trine conducía la embarcación, mientras Liese y Grethe, cada una volcada sobre un costado de la canoa, iban rastreando el lecho del canal con su horquilla centollera, hábilmente fabricada con una rama recta de unos 3 metros de largo en cuyo extremo añadían otra de 80 centímetros con dos cortes longitudinales formando cuatro dientes que se aguzaban y se los separaban, con la cual podían atrapar este preciado manjar que luego echaban al interior de la canoa, y al final de la faena, se repartían el producto recolectado. Pero no siempre  la recolección de mariscos y moluscos resultaba sencilla. El geógrafo francés Martineau Du Plessis (1680) hace una detallada descripción sobre las habilidades de las mujeres kawesqar en esta materia: “Se arrojan por la borda de la canoa completamente desnudas a nado, cubriéndose los ojos con una mano, para ver en el fondo los lugares donde hay más, enseguida se sumergen, de cabeza, a cuatro o cinco brazas de profundidad, cruzando las piernas tan discretamente que es imposible ver algo impúdico. Estas mujeres vuelven un momento después y traen brazadas de moluscos y algunas veces rocas a las cuales están pegados, que pesan más de cien libras. Cuando encuentran lugares donde hay pocos mariscos, se ponen en la boca un pequeño cesto de junco y no salen del fondo hasta que está lleno”.

Para completar la jornada, si la recolección de mariscos y moluscos  ha sido insuficiente como para alimentar al grupo familiar, recurren a la pesca, preferentemente róbalo (lubina), ejemplar de gran tamaño, fácilmente detectable que es pescado con un venablo lanzado con precisión y fuerza sobre la presa.

Con una concha de mejillón afilada raspan las escamas y con la misma herramienta lo abren para quitar  las vísceras, dejando solo el hígado y las huevas, echándolo por último, sobre las cenizas calientes.

Es la única forma de cocción que conocen, limitándose a tostar  ligeramente la superficie de la carne ya sea de pinnípedos o aves; a los erizos le quitan la “lenguas” de su caparazón y las comen crudas, que también suelen hacerlo con los mejillones, pero habitualmente  son arrojados al fuego y tras unos minutos se abren ya cocidos por la presión del agua contenida en su interior; los dejan enfriar y con los dedos, extraen la carne de su interior.  

TRISTE, SOLITARIO Y  FINAL 

Capitano, su mujer y su hijo Frosch; Antonio y sus hijos Henrico y Pedro, Trine, Liese, Grethe con su pequeña Dickkopf, todos personajes de esta nota, no son producto de mi imaginación; son los verdaderos protagonistas de una odisea inhumana que comenté en mi artículo anterior al referirme a los selk-nam. Fueron literalmente secuestrados por marinos europeos que respondían a intereses de empresarios inescrupulosos que lucraban con la vida de estos desgraciados, exhibiéndolos como rara avis de lugares remotos y exóticos, que los aventureros, exploradores y navegantes se encargaron de difundir creando con sus mentiras y exageraciones, un halo de misterio a su alrededor. La gente, como en todas las épocas, ávida de emociones y noticias sensacionalistas, quisieron conocerlas de cerca. Nadie entendía su idioma, tampoco ellos los entendían,  pero como decía Léonce Manouvrier, médico y antropólogo francés,  “había que darles un nombre cualquiera”, y así estos representantes de la auténtica raza fueguina, recibieron absurdamente, nombres europeos, incluso, despectivos y burlón, como en el caso del pequeño Frosch cuya traducción del alemán significa rana, o la pequeña Dickkopf, que traducida literalmente significa obstinada o cabezona. Solo un hombre, una mujer y dos niños fueron repatriados a Ushuaia gracias a la ayuda de la South American Missionary Society.

El grupo originario después de ser exhibidos como fenómenos de circo en 1881, llegaron enfermos a Zürich en 1882, y no solamente fueron humillados tratándolos como salvajes, sino que además, los inculparon por haber importado su propia enfermedad desde el país de origen, teniendo en cuenta el informe del doctor Johannes Sitz, médico que los atendió y siguió el curso de sus enfermedades. En sus historias clínicas anotó: “El cambio de su húmedo clima marítimo por nuestro aire seco del campo no enfermó a la gente – no fue Europa –no, sino esta bronconeumonía; trajeron el germen consigo. Las nuevas condiciones pueden haber contribuido al desarrollo de sus males, pero tal vez a consecuencia de la enfermedad que traían consigo fue que murió primero la niña en París. Grethe. Los otros, Liese, Capitano, su mujer y Antonio, ya tenían en ellos el comienzo de la bronconeumonía; el sarampión hizo que ésta tuviera un desarrollo rápido y nocivo. Leucoma se le detecto a Trine; Antonio murió de sífilis contraída de Trine quien se contagio de un europeo probablemente en Munich.

Seitz narra los últimos momentos de Capitano y su mujer, un  momento dramático en el que aflora la humanidad de esos seres marginados por la civilización. “Capitano estaba en las últimas, enflaquecido, extenuado, yacía jadeando penosamente… ¡una imagen de dolor, de la desgracia digna de lástima! Y pensaba no en sí mismo, sino en su mujer. Murmuró algo cuando quise ocuparme de él, y dirigió su débil cabeza hacia su mujer; quería decirme que ella estaba mal y debía ocuparme de ella. Y la mujer, ya casi con completa inmovilidad de los miembros, medio inconsciente apoyó – ya lo había hecho antes – su pie en el cuerpo de su esposo sin duda con el propósito de ayudarlo; era la medicina de su tierra que le administraba a su marido con sus últimas fuerzas. Así murieron.        

 

 Bibliografía:

Los indios de Tierra del Fuego. Autor: Martín Gusinde

Los Nómades del Mar: Autor:Joseph Emperaire

Los primeros pobladores.  Duodécima Región de Magallanes y Antártica Chilena Comisión Nacional de Medio Ambiente (CONAMA) y el Ministerio de Educación de Chile.

 

Instituto Fueguino de Turismo - Provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur - Patagonia Argentina

Biblioteca virtual de la Universidad de Chile. 

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