Historia del hambre de la patata en Irlanda entre los años 1845 – 1849

 

Carlos Azcoytia

En mi artículo dedicado a la historia de la patata en Europa, subtitulado ‘Comed los testículos de la tierra, hacía una pequeña referencia a la terrible hambruna que pasó el pueblo irlandés en 1845, prometiendo hacer un artículo dedicado a ella, el cual se demoró más de lo deseado en el tiempo y que ahora, si tiene paciencia, podrá leer.

Creo que pocas veces en la historia de la humanidad un alimento cambió ésta tanto como fue la patata, ni tampoco creó una corriente migratoria tan grande o fue el detonante de la independencia de un país, o como su sola carencia pudo producir tantas y terribles muertes con consecuencias políticas cuyas raíces llegan hasta el día de hoy, después de más de ciento cincuenta años de producirse los hechos.

Sería bueno situarse en la historia de Irlanda, aunque sólo sea someramente, para hacer más comprensible todo este estudio o artículo, donde la patata fue el eje en el que todo se mov como consecuencia de una catastrófica política social, biológica y económica del reino británico a la que se le llegó a acusar, por muchos estudiosos, de genocida.

La invasión inglesa de la isla por parte de Enrique II de Inglaterra en el 1171, gracias a una bula del Papa Adrián IV, fue el principio del fin de un pueblo de origen en principio español (celta) y vikingo después que vivía más bien que mal su vida y que desde el año 432 era católica gracias a los trabajos de San Patricio que los libró, según la leyenda, de las serpientes. Pero en el año 1536, tras la ruptura de relaciones entre Enrique VIII con el Papa, al abrazar el primero de ellos el protestantismo, las cosas se pusieron más difíciles para los irlandeses que tras luchar  junto a los españoles en 1601, y perder, vieron como sus tierras eran expropiadas y sus derechos mancillados ocupándola colonos ingleses y escoceses.

En el año 1800 los parlamentos de Irlanda y Gran Bretaña deciden la integración en la llamada Acta de la Unión, la cual estuvo salpicada de irregularidades como era la de comprar a los miembros de las dos cámaras prometiéndoles títulos de nobleza y tierras.

Cuando la integración fue sancionada por los irlandeses, bajo la falsa promesa de la abolición de las leyes penales que los discriminaban y el otorgamiento de la emancipación civil, el rey Jorge III dictaminó que aquello iría contra su juramento de defender la iglesia anglicana. Este estado de cosas hizo que se impusieran leyes que no sólo iban contra las costumbres y derechos de los ciudadanos, sino también contra  los elementales conceptos de la supervivencia de los irlandeses como pueblo. Entre ellas estaban las leyes de la herencia, donde anteriormente todo pasaba al primer varón de la familia para pasar a tener que ser repartida entre todos los varones, incluidos los no tenidos en el matrimonio, lo que hizo que las tierras, que ya eran en arrendamiento, fueran mermando en superficie por las reparticiones, llegándose al casi monocultivo para obtener cosechas que pudieran alimentar a tantas familias en sus mini granjas.

En el año 1845 se estimaba que en Irlanda había ocho millones y medio de habitantes, hay que tener en cuenta que hoy sólo tiene cuatro millones, y donde el 24% de las granjas tenían una superficie que oscilaba entre 0,4 y 2 hectáreas y el 40% tenía entre 2 y 6 hectáreas, mientras otros grandes latifundios permanecían baldíos por sus dueños ingleses; esto hacía que para qué las tierras fueran lo suficientemente productivas para dar alimentos a las familias se tuvieran que plantar patatas, que era la única cosecha que podía dar tanto rendimiento para todo un año, con lo que el nivel de pobreza fue realmente alarmante y que se paliaba en parte con las ganancias del trabajo migratorio estacional en Inglaterra. Este estado de cosas se agravaba con una ley por la que si aumentaba el valor de las tierras, porque su arrendatario las hiciera más productivas, los alquileres, de por sí ya altos, también aumentarían, lo que posiblemente llevarían a sus arrendadores al desahucio y la ruina. 

Existe un proverbio en inglés que dice que no se deben de poner todos los huevos en el mismo cesto y eso fue lo que ocurrió por desgracia para todos, ya que una extraña enfermedad, causada por el hongo 'Phytophthora infestans’, comenzó a atacar los cultivos de la patata, cuyo patógeno no fue descubierto hasta el año 2004, que hizo que todas las cosechas se pudrieran antes de su recolección. Debe de suponerse que con una economía tan frágil debió ser un gran mazazo en esta sociedad tan empobrecida pero, mal que bien, se pudo solventar gracias a los excedentes del año anterior, pero al año siguiente fue peor y entonces comenzaron las hambrunas que se prolongaron hasta casi 1850.

Un hecho importante a tener en cuenta es que sólo había cuatro variedades de patatas que se cultivaban, lo que hizo qué al no haber variedad genética el desastre fuera mayor.

Los testimonios que dejaron aquellos que lo vivieron o fueron espectadores son aterradores y vergonzoso para aquellos ingleses que dejaron morir a tantas personas sin hacer nada para socorrerlas, pero que sí hicieron que se dieran casos de solidaridad en todo el mundo y que aún hoy enternecen, como las 14.000 libras que enviaron desde Calcuta los soldados irlandeses allí destinados o las 710 libras y el grano que enviaron los indios Choctaw de Oklahoma, los cuales apenas podían mantenerse gracias a la política americana contra los indígenas.

El gobierno inglés mientras tanto permanecía pasivo ante la tragedia que se estaba desarrollando y sólo la reina María Victoria dio un miserable donativo de 100.000 dólares mientras morían más de un millón de personas de hambre y otros tantos emigraban a Estados Unidos, Australia y otros países sajones, uno de los grandes éxodos de la humanidad. Este estado de cosas hicieron renacer el espíritu independentista y el odio hacia los ingleses creándose sociedades secretas, como fue La Hermandad Republicana de Irlanda en Nueva York (Fenians), que recogían fondos para organizar la lucha armada con el fin de lograr la independencia del país y que fueron el germen del moderno grupo terrorista I.R.A.

Parece paradójico que un alimento que trajeron los españoles y que estaba destinado a evitar las grandes hambrunas que padeció Europa de forma cíclica, ver el magnífico trabajo de nuestro compañero Jaime Ariansen en nuestra revista, fue la causante de una de las mayores tragedias de la era moderna y todo por culpa del gobierno inglés que no le interesaba industrializar un país al que tenían marginado por sus creencias religiosas y étnicas.

A modo de despedida no se me ocurre nada mejor que transcribir algunas historias contadas por aquellos que vivieron aquel infierno:

"Recuerdo, escribe Josephine, una muchacha que vivió en los tiempos del hambre, el ser despertada por la mañana temprano por un ruido extraño, como el croar o el grito de pájaros, algunas voces eran roncas y casi extinguidas por la debilidad del hambre. Al mirar por la ventana recuerdo el jardín delante de la casa oscurecido totalmente por  los cuerpos de hombres, mujeres y niños en cuclillas llenos de harapos; sus miembros esqueléticos resaltaban por todas partes..."

"Recuerdo, prosigue Josephine, al caminar a través de los caminos y las aldeas el olor mórbido y extraño del hambre en el aire, como una muestra de la muerte que se acerca a aquellos que se arrastraban en una existencia desgraciada".

Álvaro Cunqueiro cuenta en su libro titulado ‘La cocina cristiana de Occidente’ lo siguiente: “Un gentleman campesino había invitado, como parece ser costumbre irlandesa, cuatro veces más gente de aquella que buenamente podía alimentar y albergar. El cocinero entraba: ’Señoría, no hay carbón’. ‘Pues quemad turba’. ‘No hay turba’. ‘Entonces cortad un árbol’. No hay un árbol en cinco leguas a la redonda’. Se cocinó con paja. La oveja estaba dura; las patatas, deshechas; el conejo, chamuscado. Los invitados, al ir a acostarse, se encontraban con los criados bailando por sus habitaciones. En un corredor, a uno de los huéspedes le salió al paso un perro hambriento que saltó sobre la palmatoria, devoró la vela y lo dejó a oscuras".

 

Dedicado al cantautor español Hilario Camacho, muerto en agosto de 2006, cuyas canciones tanto alejaron mis soledades y miedos en la juventud.

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