Historias gastronómicas de Argentina. Los banquetes de comienzos del siglo XIX

 Estudio de Roberto L. Elissalde
Mayo 2009
  

Mientras que la flota inglesa estaba en el Río de la Plata, el virrey don Rafael de Sobre Monte estaba muy ocupado en la celebración del cumpleaños de su hijo político don Juan Manuel José Marín. Ese 24 de junio de 1806 no sabemos exactamente que comieron, aunque sin duda los mejores cocineros habrán preparado el banquete. Una larga mesa en el comedor de la Fortaleza, reunió seguro a algunos ministros de la Audiencia, jefes militares; la familia política del homenajeado y algunos vecinos expectables. Lo cierto es que a la comida siguió una función en el teatro, en la que el virrey recibió noticias ciertas de la llegada de la flota frente a la Ensenada, aunque como era su costumbre minimizó el episodio.

Alguna vez alguien escribió una serie de platos, que se pudieron servir en el mentado convite: Entremeses: Rodajas de pan remojadas en caldo de buey, rodajas de pan recubiertas con cebollas y ajos doradas en carne vacuna. Primer plato: Costillas de vaca asadas y chorizo ahumado. Segundo plato: Perdices en escabeche. Tercer plato: Gallina cocida con legumbres y papas. Cuarto plato: Cocido de cordero. Quinto plato: Olla podrida. Carnes de vaca, de cordero, de cerdo, repollos blancos, raíces de perejil, cebollas, menta crespa, melisa, papas, mandiocas y garbanzos. Sexto plato: Caldo flaco de vaca. Postres: Pastelería. Picarones. Amores secos. Empanaditas. Tortas de nueces. Camotillos. Alfeñiques. Tortas de durazno y tortas de higo.  Aunque la cita es de una novela histórica, donde no se pone la fuente, está muy cerca de la realidad. Buenos Aires tenía buenos cocineros, abundaban los cafés y las casas de comidas.

A los ingleses les pareció la comida muy barata y hasta tenían un exceso de paga sobre sus necesidades reales, al punto que pudieron deleitarse con licores, a los que según muchos comentarios eran bien aficionados. Comparando nuestras tierras con el Cabo de Buena Esperanza, casi en la misma latitud sur, allá los soldados estaban débiles, pero acá con el buen alimento y expuestos a tareas más fatigosas se encontraban en mejor estado de salud, por lo que la lista de enfermos jamás se abultó[1].

Al inglés Alexander Gillespie y sus compañeros no le fue de lo mejor en su primera noche en la ciudad, ya que  una comida de tocino y huevos fue lo único que nos pudieron dar en la fonda de los Tres Reyes[2].

Sin embargo a los pocos días, un capitán de ingenieros lo invitó a comer y según nos cuenta todos los que se sentaron a una mesa muy larga, profusamente tendida, fueron tres, su esposa, el capitán Belgrano y yo. No había sirvientes presentes en ningún tiempo, excepto cuando entraban o sacaban los servicios que consistieron en veinticuatro manjares: primero sopa y caldo, y sucesivamente patos, pavos y todas las cosas que se producían en el país, con una gran fuente de pescado al final, y fuimos servidos durante la comida por cuatro de sus parientes más cercanos, que nunca se sentaban. Los vinos de San Juan y Mendoza se hicieron circular libremente y mientras gozábamos de nuestros cigarros, la dueña de casa con otras dos damas que entraron, nos divirtieron con algunos lindos aires ingleses y españoles en la guitarra, acompañados por esas voces femeninas. Comimos a las dos y la compañía se deshizo para su siesta a las cuatro[3].

Podemos sin duda afirmar que esta comida en lo del oficial español fue un agasajo, pero Gillespie también participó en la mesa diaria y sobre ella apuntó: Una serie de identidades predomina en la economía de sus mesas: chocolate y bollitos dulces son el almuerzo común de las clases superiores, sopa que tiene un almodrote con pedacitos de puerco, carne, porotos y numerosas legumbres; u otra clase con huevos, pan y espinaca con tiras de carne, es el primer plato; seguido por carne asada en tiras, y finalmente pescado nadando en aceite, perfumado con ajo. Las damas no beben sino agua y los caballeros se regalan durante la comida con vino blanco de San Juan o tinto de Mendoza, lugares de provincia de Cuyo, y la última tocando los Andes; después fuman y se van a dormir siesta, despertándose a eso de las cinco para oler aire no para hacer ejercicio tan indispensable para la salud. Lo mismo se repite a las diez y el lecho vuelve a ser su refugio. Tal serie de concesiones produce corpulencia en los más junto con languidez intelectual, pero una sobriedad constante; con el uso frecuente de yerba paraguaya, tienden a contrabalancear aquellos desórdenes, que naturalmente se esperarían[4].

Ramón Aignasse, de origen francés se instaló en Buenos Aires antes de 1791, Había adquirido justa fama como cocinero, y el general Beresford contrató a “Musiú Ramón” como se lo llamaba; para que atendiera su mesa durante el tiempo en que ocupó la ciudad[5].

El mismo general recibió de la hospitalidad de las mujeres porteñas con gran cantidad de bandejas de plata con dulces, que el inglés desconociendo las costumbres jamás devolvió a sus propietarias. Tiempo después fue advertido de su desliz, que subsanó cuando se desempeñaba como diplomático ante la corte en el Brasil, enviando valiosos presentes a las damas que habían tenido para con él esas exquisiteces[6].

Después de la Reconquista el Cabildo ofreció una semana de convites, que dejaron por unos días a Liniers sin atender el despacho, más que por cosas urgentes, por estar indispuesto seguro que de tantas opíparas comilonas.

Cuando los oficiales subalternos ingleses fueron enviados como prisioneros al interior, en octubre de 1806, antes de partir invitaron a todos los jóvenes de las casas de familias criollas, donde se habían alojado, a un almuerzo de despedida en la fonda de “Los Tres Reyes”. Inmediatamente de finalizado el convite pasaron a la plaza donde los esperaban sus caballos y rumbearon a sus destinos[7].

Durante su residencia en Luján, Beresford invitaba a los oficiales encargados de la custodia a compartir una mesa bien servida. En medio de los escasos recursos de ese pueblo, dio un banquete en honor del comandante del lugar, que mereció ser llamado como espléndido y que obligó al lugareño a retribuir la atención en forma proporcionada[8].

Todo esto sucedía hace más de dos siglos, queda aún más por comentar, pero será para otra oportunidad.


[1] ALEXANDER GILLESPIE. Buenos Aires y el interior. Hispamérica. Buenos Aires. 1986. p. 96.

[2] IBÍDEM. p. 47.

[3] IBÍDEM. p. 61.

[4] IBÍDEM. p. 71.

[5] MANUEL DÍAZ GUERRA. Hoteles, fondas y cafés. ACADEMIA DE ARTES Y CIENCIAS DE SAN ISIDRO. Los Días de Mayo. San Isidro. 1998. Tomo II. p. 139.

[6] RICARDO HOOG. Algunos curiosos episodios de las invasiones inglesas. LA PRENSA. 14 de agosto de 1938.

[7] CARLOS ROBERTS. Las invasiones inglesas. Ed. Emece. Buenos Aires. 2000. p 218.

[8] IGNACIO NÚÑEZ. Noticias Históricas de la Republica Argentina. Senado de la Nación. Biblioteca de Mayo. Buenos Aires. 1960. Tomo I. p. 276.

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