Alejandro III nació en San Petersburgo el 10 de marzo de 1845. Hijo del Zar Alejandro II, no sube al poder hasta 1881 en que se produce el asesinato de su padre. Educado mediante estrictas creencias ortodoxas, gobernó bajo un régimen autocrático y estuvo rodeado de consejeros muy severos y autoritarios. Por lo tanto podemos concluir que no era un gobernante muy popular, teniendo en cuenta que, como es frecuente en la historia, el pueblo ruso pasaba dificultades de toda índole. Alejandro III  siempre tuvo mano dura para frenar las mil revueltas que tuvo que enfrentar. Durante su estancia en el poder puso fin con sangre y fuego al terrorismo nihilista y defendió a los nobles y sus prerrogativas con pasión, llegando incluso a crear un Banco de la Nobleza. Más anti-popular, imposible.

En 1866, se casó con la princesa María Dagmar de Dinamarca, hermana de la reina Alejandra de Inglaterra. Su matrimonio le pondría frescura a su vida e iluminó la oscura atmósfera que lo rodeaba, especialmente con el nacimiento de su hijo, que con el nombre de Nicolás II, sería el último zar de Rusia y ahora santo y mártir de la Iglesia Ortodoxa.

Alejandro III se propuso restaurar el poder absoluto y detener las reformas de su padre. Instituyó la policía política denominada Ojrana (1881) y la censura previa (1882), recortó el poder de las asambleas provinciales, sometió a los estudiantes a una serie de limitaciones individuales, inició una política de “rusificación” en una gran área de su influencia directa como Finlandia, Países Bálticos, Polonia y parte de la región del Cáucaso.

En el aspecto del credo tuvo mucha actividad represiva con minorías étnicas y religiosas (1883). Según él los judíos fueron los principales culpables de la agitación revolucionaria; y por lo tanto, organizó una verdadera persecución de esta etnia, que dio lugar a grandes abusos como el estatuto que les obligaba a trasladarse a la zona occidental.

Impulsó la economía, fue un gran constructor de ferrocarriles, como el transcaspiano y comenzó el transiberiano (1891), colonizó el Turkestán y prosiguió la penetración en el Asia central. Durante su reinado se inicia en Rusia el gran capitalismo en la producción y también el proletariado industrial.

Pero este aparente duro e inflexible gobernante tenía un lado brillante y era su exquisita predilección por la buena mesa y la mejor manera de asegurar este placer, muy humano por cierto, era teniendo a su servicio al mejor chef de la época. Y lo consiguió. Tras una larga búsqueda y selección del profesional idóneo -esta tarea estuvo llena de anécdotas que podrían ser materia de otra crónica- pudo llegar al mejor de los mejores: a Eugene Krantz.

Conocemos de las actividades de este gran profesional porque escribe un diario, muy comentado y por supuesto muy interesante y revelador. Krantz nos cuenta sus actividades como jefe de la cocina del zar, y señala que existían centenares de funcionarios y ayudantes que trabajan en mil oficios de toda índole. “Algunos pelaban papas, otros picaban cebollas, lavaban apios, extraían el jugo a las remolachas, un grupo limpiaba lo que los otros estaban ensuciando; Más alto existían cocineros de diferentes grados, divididos a su vez en cuerpos y especialidades, unos guisaban, otros braceaban carnes, otros eran los de repostería, otros de pastelería o panadería que a su vez entregaban sus trabajos a los decoradores y también había los encargados de fabricar las miniaturas que seguían a la moda y que adornarían los platos y postres”.

Alejandro III mantenía una gran planilla de profesionales en su cocina, que incluía pintores, escultores y hasta algunos arquitectos, todos trabajando a las ordenes de Krantz. En otro pasaje de su diario, este primerísimo chef, describe cómo varios centenares de especialistas podían trabajar para una cena íntima de cuatro comensales.

El más grande desafío al que debió enfrentarse el chef Krantz, fue el prolongado viaje del zar en 1888. El itinerario en tren se iniciaba en San Petersburgo y su primer destino era Varsovia, luego Odessa y Sebastopol. Un tren militar muy artillado precedía al tren imperial, en el que los vagones habían sido exquisitamente decorados para lograr la misma suntuosa comodidad de un palacio.

En cuanto a la comida, los vagones destinados a las cocinas del emperador eran más numerosos que los destinados al propio zar. Siete brigadas con novecientos cocineros, pasteleros, panaderos, salseros, carniceros, decoradores, etc. eran perseguidos por trenes especiales encargados de traer sofisticados insumos, seleccionados alimentos frescos y exclusivos manjares como caviar, salmones, carpas, truchas, esturiones, carnes de todas clases, aves, frutas y legumbres. También la real bodega, en un vagón especialmente acondicionado, estaba surtida con los mejores vinos y licores.

Uno de los episodios más pintorescos de este histórico viaje fue cuando el zar decidió realizar un paseo con picnic incluido, en un hermoso bosque del camino. El soleado día lo ameritaba y Krantz preparó para la ocasión el siguiente menú:

Ensalada Ovoschnoy, elaborada con tomates, cebollas y pepinos con smetana, una salsa a base de nata ácida).

 


Gregory Stroganoff

Ternera Strogonoff, cuyo nombre se atribuye al conde ruso Gregory Stroganoff (1770-1857), quien era un noble rico y poderoso que desempeñó puestos diplomáticos muy importantes. Era un gran gastrónomo y siempre tenía a su servicio a muy buenos cocineros. Uno de ellos inventó una receta original con carne y se convirtió en la favorita del conde. El plato tomó el nombre Stroganoff, pero la identidad del cocinero ha sido injustamente olvidada. En el presente este plato es probablemente el más conocido e internacional de la gastronomía rusa.


Palacio de los Stroganoff en San Petersburgo


Shaslik,
especialidad del Cáucaso. Este plato se prepara en una parrilla al aire libre. Se corta la carne en pequeños cubos, se macera unas tres horas en una salsa de vinagre, cebolla, sal y pimienta, luego se ensarta en pinchos de madera, se rocía de mantequilla y se doran sobre una parrilla.

Bavitinia, sopa de Metternich.

Croustades  a la Lucullus.

Gelatinas y huevos glaseé.

Vol-Au-Vents rellenos con ecrevisses a la crema.

Jamón de Trambloff.

Aves en salsa de mostaza.

Carnes de Ternera al Madeira.

Ensalada italiana.

Pasteles daneses rellenos de helados.

El 17 de Octubre de 1888, los Nihilistas, cerca de Sebastopol, dinamitaron el tren imperial, destruyendo gran parte de las cocinas y despensas. Para suerte del zar, los vagones imperiales no sufrieron daño por el atentado y nadie sufrió lesiones, pero ciento cincuenta y tres cocineros y ayudantes perdieron la vida. Tal desgracia causa una enorme consternación, pero en medio de la tristeza, la confusión y el caos, las altezas debían ser alimentadas. Krantz escogió a un grupo de cocineros, un poco magullados pero serenos, y preparó un menú de emergencia para ese terrible día:

Anguilas del Mar Negro.

Papas al estilo Krantz. Se cocinan las papas en agua con su cáscara. Se retira la mitad de la pulpa tierna y se mezcla con salsa  smetana y cebollín y se vuelve a introducir en las patatas sin estropear la cáscara. Se coloca otro poco de smetana encima y se corona con una cucharadita de caviar.

Foie Gras con trufas Perigord.

Filetes de Esturión al vino del Rhin.

Costillas de Ternera en su jugo.

Muselinas glaseé al té.

Concluida la “frugal” cena, el emperador  Alejandro III agradeció a nuestro personaje, el chef  Eugene Krantz por la dedicación y lealtad con que lo atendía. ¿No se les antoja un servidor con esta misma devoción?

 

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