Abū l-Jayr y su obra Kitāb al-Filāha o tratado de agricultura. Conservación de la fruta

Estudio de Carlos Azcoytia
Septiembre
2007

 Biografía.- Poco se sabe sobre la vida de este agrónomo andalusí que nos dejó un importante legado con su tratado de agricultura, sólo al recorrer su obra detenidamente nos fue aportando los suficientes hitos como para encajarlo en el tiempo y en el espacio geográfico donde desarrolló sus estudios y trabajos, por ellos, en sus escritos, se sabe que vivió en Sevilla y trabajó en el jardín de la denominada Huerta del Rey, terrenos que actualmente ocupan un parque, gracias en parte al que suscribe este artículo, ya que esos terrenos eran edificables y sobre los que estaban proyectados una serie de viales, entre los que se encontraba una arteria principal de unos cien metros de ancho que uniría la parte norte de la ciudad, o entrada desde Madrid, con la sur, o salida a Cádiz, que se llamaría Eje Norte-Sur. Pues bien, los primeros terrenos sobre los que se efectuarían las primeras expropiaciones serían los que en la actualidad forman parte de este parque y que por aquellos tiempos pertenecían a un colegio regentado por una congregación religiosa. A la codicia de estos sacerdotes se le debe el haber salvado estos vestigios, ya que cuando me reuní con ellos para mostrarles el Plan General y explicarles el recorrido de esa arteria viaria principal me hicieron el comentario de un acuerdo interno entre la congregación y el Vaticano, en el habían llegado al consenso de repartirse los terrenos edificables resultantes de dicha expropiación, de modo que la porción más cercana a Sevilla, la oeste, pasaría a formar parte del patrimonio de la Santa Sede y el que quedara al este pasaría a ser explotado urbanísticamente por estos sacerdotes, que por cierto era la menor. Muy interesados estaban ellos en el replanteo, ya que dichos terrenos se revalorizaban de forma muy positiva por reportarles pingües beneficios con su venta.

Días más tarde, filtrado por ellos, salía en prensa la noticia del hallazgo de las ruinas de la antigua Huerta del Rey en esos terrenos. Puesto de nuevo en contacto con los curas me dijeron que la forma de salvar dichas ruinas era desplazar la avenida principal en proyecto justo hacia el este, de forma que el Vaticano se quedaría sin tierras, toda una jugada maestra financiera contra sus jefes eclesiásticos y es que la iglesia donde hay dinero no hay dios que los pare. Pero quiso la fortuna que en la parte del Vaticano aparecieron, gracias a la observación de un bombero, el parque principal de Sevilla está muy cerca, que tenía la carrera de Historia, el cual en sus paseos entre guardias observara la existencia de restos de tumbas que resultaron ser el cementerio medieval de los judíos, por lo que al final se desechó tan magno proyecto de enlazar, cruzando la ciudad, el norte con el sur y se decidió hacer una ronda de circunvalación que es lo más acertado. El ayuntamiento, como Salomón, expropió todos los terrenos para dedicarlos a jardines, que en la actualidad se llaman los Jardines de la Buhaira, dejando a unos y otros sin el rico pastel inmobiliario o como se dice por estas tierras la avaricia les rompió el saco a ambos, por lo que los restos arqueológicos reposan bajo tierra para posteriores estudios.

Dejando esta anécdota, que ya pertenece a la historia oscura de mi ciudad y de la fui testigo directo, sigo con la biografía de este agrónomo.

Se sabe que fue contemporáneo del rey ‘abbādi al Mu’tamid, el cual gobernó entre el año 1069 y 1091 o en calendario árabe entre 461 y 484, por una anotación que hace y donde dice: “Me han dicho varias personas que han visto algunos de ellos, se refiere a árboles, e incluso yo mismo he observado muchos árboles de las especies antes aludidas en la huerta del rey de nuestra comarca. Se afirma que los plantó el abuelo del monarca, y que se han encargado de ellos tres mandatarios, todos los cuales han muerto una vez cumplidos los sesenta año”’. Curiosa anotación cronológica y de datación de los árboles la que nos ofrece, pero sí es importante para saber que nuestro biografiado vivió en la segunda mitad del siglo XI y principios del XII. 

El presente trabajo complementa, o viceversa, otro ya publicado en nuestra revista que lleva por título ‘La fruta en la alimentación nazarí en al’Andalus’ que considero de vital importancia para que el lector comprenda la importancia que tuvo la fruta en la civilización árabe que se desarrolló en España.

Hay que tener presente que todo alimento, independientemente de tener una función nutricional, tenía en la cultura árabe la de servir como medicamento, de ahí la gran cantidad de tratados que nos han llegado hasta nuestros días y que gracias a la universidad de Granada se está empezando a conocer.

El tratado que estudiamos en estos momentos está enfocado desde un punto de vista agronómico, donde se nos da a conocer la forma de conservar la fruta, entre las que incluían los pepinos, las berenjenas, etc. por lo que no debemos escandalizarnos si las vemos dentro de la relación frutícola.

Centrándonos ya en el libro de al-Filāha me sorprendió en primer lugar la forma de encurtir las berenjenas, pepinos y las calabazas ya que aún hoy se comercializan igual: “Las calabazas, berenjenas y pepinos se cogen a finales de verano, se cuecen, se guardan en jarras y se cubren con vinagre muy ácido. Colocas en la boca de cada recipiente medio octavo de aceite, cierras sus tapaderas y se guardan”. Para aquellos que conozcan las famosas berenjenas de Almagro asimilarán de inmediato la receta de conservación antes expuesta. Continúa: “Si los pepinos o las calabazas se ponen crudos en vinagre o miel, se conservan”.

Hace un estudio dirigido al joven labrador para enseñarle la forma de elaborar pasas, tanto de uvas como de cerezas o de ciruelas, y para tal fin recomienda lo siguiente: “ Dirígete a las vides buenas y de excelente calidad; trenza bien sus racimos en la parra y déjalos hasta que se sequen; tras eso, córtalos y guárdalos; o bien cógelos, mételos en ceniza, monda unas granadas, hunde los racimos en ellas, y espárcelos con suavidad hasta que se sequen. El mejor lugar para extender las pasas es la tierra roja, lejos de los caminos y de la era de trigo, pues el polvo modifica su color. Se guardan con sus pedúnculos en cántaros, pues gracias a ello se conservan. (Este párrafo se basa en otra obra de Anatolio).

Cuenta que ha experimentado recoger uvas maduras de la vid a medio día, las cuales extiende sobre arena aplanada en un lugar cubierto: “Se extienden esos racimos bien separados sobre aquella arena, y los dejas un día hasta que se apergaminen y el pedúnculo enrojezca un poco; si no se torna rojo, déjalos otro día hasta que lo haga. Tiendes tu mano al racimo, se esparcen sus uvas y lo dejas esa noche al rocío. Luego date prisa en guardarlos en bandejas con dicho rocío para que no se dispersen. Se corta el pedúnculo y entonces llévalos a tu casa, una vez que les hayas preparado unos clavos en la pared, en tablas o en vigas. Ata cuatro o cinco racimos – o una cantidad acorde con su volumen- en una arandela cosida y otros cinco en otra arandela; los atas y los cuelgas en esos clavos, pues así se conservan hasta enero o incluso después”.

Incluye en su libro otro método que consiste en: “Existe otro método que consiste en vendimiar las uvas, aún duras, a final de mes cuando apenas se ve la luna; las metes en salmuera y las extiendes sobre paja de cebada o mijo, en un lugar fresco en el que no brille el sol ni se hagan lumbres, pues así se conservan. Si coges ceniza de hojas o de leña de lames y las esparces sobre las uvas, se conservan largo tiempo. Si metes las uvas en jugo de verdolaga, se conservan. Si las introduces en agua de alumbre y las cuelgas, se conservan, y también si espolvoreas sobre los racimos –una vez que estén colgados- virutas de teca o de madrea de pino, cedro, o bien ceniza de madera de vid, cualquier cosa de las dichas que sea posible. Si colocas los racimos en un sitio fresco y en unos recipientes hechos de boñigas de vaca, afianzándolos con yeso para que no se quiebren, se conservarán hasta el mes de nayrūz e incluso después”.

Para las cerezas y las ciruelas indica que deben de sacarse al sol, tal como se hace con las uvas pasas, luego se recogen en jarras, se tapan y se guardan.

La conservación de las sandías aconseja hacerla de la siguiente forma: “se colocan en una malla de cuerdas de esparto dispuestas en forma de trenzado, una vez que hayas untado dicha malla con barro hecho de arena fina, macerado con un poquito de afrecho de cebada y jugo de cambrón o bien con jugo de calabaza, o con agua en la que se hayan introducido semillas de zaragatona, hasta que queden como entabladas. Las secas a la sombra y después las cuelgas en un lugar fresco”.

Las azufaifas (planta de la familia de las ramneas, parecidas a las uvas y con sabor dulce), las sebestenes y las serbas (planta con forma de arbusto de la familia de las rosáceas que se cría en los Pirineos y en la cornisa cantábrica, de frutos de color naranja o rojos) se insertan en hilos y se cuelgan donde les llegue el aire.

Para las bellotas y las castañas indica que: “se recogen en un cesto hecho a mano o en cesta de higuera, y se cuelgan en las cocinas o donde le llegue el aire. Si se secan, se descortezan y se llenan con ellas jarras y tinajas, se conservan mucho tiempo sin alterarse. A veces se cogen en el momento de recolectarlas, se les excava un agujero en tres palmos de profundidad en un lugar al que no llegue la lluvia, y se cubren de arena fresca y hojas de encina”.

Las manzanas y los membrillos aconseja recogerlos a mano cuando llegan a su sazón, antes de que caigan del árbol pues se pueden echar a perder, después “se extiende en los fondos de las jarras una pieza de tela de lino, y se dispone sobre ella una capa tras otra hasta que aquellas jarras se llenen, se cubren con la pieza de tela, y se enlodan con barro viscoso y arcilla en una habitación fresca, Se cuidan cada treinta días y se limpian de lo que esté podrido. También se cogen todos los frutos, se envuelven en la pieza de tela, se embarran, y se secan a la sombra poniéndolos en unas tablas colgadas y alineadas en las que no lleguen a tocarse y, cuando quieras sacarlos, los remojas en agua hasta que se disuelva el barro. Pueden guardarse de otra forma: se recogen con los rabillos, se atan con hilos, y se cuelgan en un lugar fresco y sombrío al que no llegue el aire ni el sol, porque se conservan menos tiempo que otras frutas. Si colocas los membrillos en virutas de madera de encina o paja de cebada, permanecen frescos y, si se meten en vino o miel, también se mantienen así pero su sabor se estropea”.

Sobre la forma de conservar los higos para que no se pudran ni se alteren hay un método que sorprende, ya que se fuerza su podredumbre para después guardarlos, pero mejor leer lo que dice: “Retíralos del sol una vez que estén muy secos, disponlos en un lugar apropiado para que penetre en ellos el frío nocturno, y guárdalos. Hay quienes no los colocan en sus recipientes hasta que se pudren y salen gusanos, y entonces si los guardan, y quienes los ponen tal cual y los riegan con agua en la que se ha macerado o bien esparcido sal, colocando entre uno y otro hojas de lentisco, pues esto conserva. Si se esparcen sobre ellos granos de hinojo, resultan mejores para el consumo y el viento no les perjudica”. Aconsejo leer nuestro artículo dedicado a la historia del la higuera y los higos para tener una información completa sobre esta fruta, que fue muy importante en la antigüedad.

Para conservar las cidras y los membrillos aconseja untar con yeso y guardarlos para que permanezcan frescos, obteniendo el mismo resultado cuando se entierran en cebada y en arena y se vigilan a menudo.

Para las granadas, manzanas, membrillos, peras, cidras y uvas dice que “se fabrican unos recipientes de arcilla de acuerdo con la forma de la fruta, y se rompen en dos mitades; después te diriges con ellos al fruto que está aún en el árbol y se cubre con una mitad, se vuelve a poner la otra mitad y se ata bien. Embarras los que se han pegado y lo dejas, pues así se conservan frescas mucho tiempo y se protegen de la lluvia, el hielo, el granizo y los pájaros. Dicen que si coges una cántara nueva, la embadurnas y colocas en ella las frutas que quieras, como peras, uvas y granadas, luego tapas el recipiente con ceniza macerada en aceite, y lo colocas en un surtidor de forma que éste lo cubra hasta la mitad, dejándolo tal cual, aquéllas se conservan una temporada”. (Procede esto de fuentes de Anatolio)

Las cerezas se secan al sol y se recogen en vasijas de bocas embarradas. De los melocotones se hacen una especie de anillos, cortando en círculo su piel con un cuchillo; después se secan al sol y quedan como una serpiente enroscada. Cuando desparece su humedad, se aprietan con hilos, se cuelgan a la sombra unos días, y luego se guardan en recipientes. “Cuando quieras comerlos, los rocías de agua y los envuelves en un paño hasta que estén tiernos”.

Para las granadas que no llegan a rajarse “se hace un hoyo en la tierra; se cubren con arena seca y se disponen en él una tras otra. Se echa sobre ellas menta acuática, luego colocas otro puñado de granadas, y vuelves a cubrirlas con menta acuática verde, y así hasta que se llene el hoyo, que estará en un lugar determinado del huerto o en una habitación sombría. La menta acuática se renueva cada diez días; luego se atan con hilos y se cuelgan en un lugar fresco.

Si quieres, las dejas entre higos o bien las entierras en arena fresca y las dejas tal cual, pero habrás de vigilarlas pues se quita todo lo que  esté podrido. También puede hacerse un aljibe de adobe o de otro material, se reviste de arcilla o se llena de arena, y se entierran en él granadas, en un lugar al que no llegue el aire caliente, pues así se conservan una temporada; o bien las coges con la mano de su lugar de origen, las entierras en trigo o en higos hasta que se fortalezca su cáscara, y después las cuelgas. Si se entierran en paja de cebada y se dejan, duran algún tiempo; o bien trenzas las ramas en las que las has colgado y se dejan así, con su fruto, pues duran mucho tiempo sin enfermar”.

Las nueces y las almendras, cuenta, se secan al sol en el momento de recogerlas, después de haberles quitado la cáscara externa, se lavan con agua y se guardan en un recipiente nuevo. Si no se lavan, se produce en ellas quemazón, mal gusto y pésimo olor. Si se colocan en un recipiente y se les echa salmuera permanecen verdes. También se pueden colocar en un hoyo cubierto de arena. Los piñones se guardan en sus cabezuelas hasta el momento en que se precisen.

Para terminar este estudio tan técnico, pero a mi entender importante para comprender todo lo relacionado con la fruta en la época de la dominación árabe de España, que mejor que hacerlo con la fruta que fue la base de la alimentación mediterránea, la uva y su conservación, donde dice lo siguiente: “se recogen las especies duras de cáscara gruesa, y se corta cada racimo por parte del sarmiento que tendrá un codo de longitud. Se echan delicadamente en una fuente, y se les preparan unas tablas o planchas que se ponen en la pared en el interior de la casa. En esas tablas se colocan muchos clavos, se pone en cada uno de ellos un racimo y se dejan veinte días; Después aquellos sarmientos se envuelven en muchos trapos, y se ahítan de savia de otra vid por la parte de sus yemas, pues así el sarmiento extrae dicha savia de los trapos y la lleva al racimo. Esto se hace durante el invierno, pues con este procedimiento se conservan en gran medida.

Si quieres que continúen prendidas hasta marzo o abril, dirígete a una raíz de gran tamaño que posea una rama que pueda doblarse; haz al pie de dicha raíz un agujero de dos codos de profundidad y anchura, y cúbrelo con arena limpia; dirígete a esa rama y descuélgala sobre él sin que las uvas toquen la tierra ni la arena, Sujétala bien para que la rama no vuelva a su posición original; cubre el agujero con hojas de mirto, y esparce sobre él tierra húmeda y menuda como la harina. Sedimenta bien esta tierra para que no retenga el agua de lluvia, y déjalo tal cual hasta abril, y así las encontrarás frescas y tiernas. También se cogen, se cuelgan unos días, y después se limpian las partes dañadas que sobresalgan de ellas. Más tarde, se coge una tinaja y se coloca en ella unas cuantas piezas de tela de lino y un puñado de esas uvas, teniendo cuidado de que no se toquen unos granos a otros hasta que se llene dicha tinaja, y después la embarras con yeso hasta el momento en que precises de ellas”.

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