LA MESA DEL LIBERTADOR GENERAL SAN MARTÍN

 Estudio de Roberto L. Elissalde
Mayo 2009
  

En la escuela nos enseñaron la historia patria a través de los hombres que construyeron nuestro país, aunque como revestidos de bronce. O eran tremendamente buenos como San Martín, Belgrano, Sarmiento o tremendamente malos como Juan Manuel de Rosas. No había términos medios, y las pocas anécdotas que llegaban a nosotros eran para endiosarlos o demonizarlos. Trataremos de presentarlos a través de su envoltura carnal, lo que nos lo acerca mucho más y nos permite conocerlos mejor y aún valorar más sus logros.

Para ello las memorias son una valiosa fuente de información y de ellas nos vamos a valer para escribir sobre la mesa del Libertador. Con esto cumplo en destacar una faz casi desconocida de su vida y honrar al gobernador intendente de Cuyo, que entre otros muchos quehaceres también se dedicó a fomentar la industria vitivinícola.

Según el viajero inglés J. P. Robertson, se encontraba en viaje a la Asunción, descansando en su carruaje cerca de la posta de San Lorenzo, cuando un tropel de caballos, ruido de sables y rudas voces de mando lo despertaron con temor de ser los realistas. Al primer interrogatorio no demasiado cortés, siguió la voz de alguien que parecía ser el jefe, quien dijo a los hombres: “No sean groseros; no es enemigo, sino un caballero inglés en viaje al Paraguay”. Inmediatamente Robertson, reconoció a San Martín, quien se rió francamente al enterarse del susto de su amigo. Con gentileza el inglés ordenó a su sirviente buscar vino “con que refrescar a mis muy bien venidos huéspedes”. A pesar de estar apagadas las luces para evitar que los enemigos reconocieran su posición “nos manejamos muy bien para beber nuestro vino en la oscuridad y fue literalmente la copa del estribo; porque todos los hombres estaban parados al lado de sus caballos”. En la mañana siguiente el futuro Libertador al frente de sus granaderos, después de esa copa de vino, libró su único combate en territorio argentino que fue el bautismo de fuego de su regimiento.

Como gobernador intendente de Cuyo, mientras organizaba el Ejército de los Andes, San Martín invitó a parlamentar a los indios al sur de Mendoza, ya que debía atravesar sus tierras en la campaña a Chile. Como era costumbre en estas reuniones los indios esperaban y pedían regalos, uno de ellos, quizás el más esperado era el aguardiente, como una buena dosis les había servido de desayuno, en la reunión los naturales prorrumpieron en alaridos y vidas a San Martín, abrazándolo con efusividad.

La batalla de Chacabuco hizo reavivar la esperanza y sentimiento de libertad en la sociedad trasandina. Para festejar la elevación de don Bernardo O'Higgins como Director Supremo, se ofreció una magnífica recepción en la residencia de don Juan Enrique Rosales, que años después narró su nieto Vicente Pérez Rosales: “Una improvisada y magnífica mesa sobre cuyos manteles de orillas añascadas, lucía su valor, junto con platos y fuentes de plata maciza que para esto sólo se desenterraron, la antigua y preciada loza de la China. Ninguno de los más selectos manjares de aquel tiempo dejó de tener su representante sobre aquel opíparo retablo, al cual servían de acompañamiento y de adorno, pavos con cabezas doradas y banderas en los picos, cochinitos rellenos con sus guapas naranjas en el hocico y su colita coquetamente ensortijada, jamones de Chiloé, almendrados de las monjas, coronillas, manjar blanco, huevos quimbos y mil otras golosinas, amén de muchas cuñitas de queso de Chanco, aceitunas sajadas con ají, cabezas de cebolla en escabeche, y otros combustibles cuyo incendio debía apagarse a fuerza de chacolí de Santiago, de asoleado de Concepción y no pocos vinos peninsulares”.

Después del generoso banquete siguió el baile y no podían faltar los brindis tan bien regados como la comida, más largos o más breves dirigiendo loas a la Patria, a los generales victoriosos. El de San Martín  fue breve, y según el testigo: “en actitud de arrojar la copa en que acababa de beber, dirigiéndose al dueño de casa dijo: -“Solar, es permitido?” y habiendo éste contestado que esa copa y cuanto había en la mesa estaba allí puesto para romperse, ya no se propuso un solo brindis sin que dejase de arrojarse al suelo la copa para que nadie pudiese profanarla después con otro que expresase contrario pensamiento. El suelo, pues, quedó como un campo de batalla lleno de despedazadas copas, vasos y botellas”.

Momentos antes de la batalla de Maipú, el Libertador recibió en su tienda de campaña a un agente del gobierno norteamericano Mr. Worthington, quien remitió a su ministro un detallado informe sobre la personalidad de San Martín: “sobrio en el comer y beber; quizás esto último lo considere necesario para conservar su salud, especialmente la sobriedad en el beber”. Días después el diplomático asistió a la colocación de la piedra fundamental de la iglesia que se iba a levantar en los llanos de Maipú, y compartió un almuerzo campestre con San Martín, O’Higgins u otros oficiales: “Los encontré comiendo sin platos, y casi todos con una pierna de pavo en una mano y con un trozo de pan en la otra. Enseguida me invitaron a participar de la comida. San Martín, levantándose me ofreció un trozo de pan y otro de pavo, que tenía ante él. Brindé con el Director, bebiendo hasta la última gota de un vaso de vino carlón, a la usanza soldadesca”.

Manuel Alejandro Pueyrredon joven oficial que estuvo con San Martín, recuerda que éste Mendoza, comía solo en su cuarto, a las doce del día, un puchero sencillo, un asado, con vino de Burdeos y un poco de dulce. Lo hacía en una pequeña mesa, sentado en una silla baja y “no usaba sino un solo cubierto”. Después del frugal almuerzo dormía unas dos horas de siesta. A las tres de la tarde asistía a la mesa de los oficiales, que presidía, pero solo a conversar. Según Tomás Guido muchas veces el general entraba a la cocina y le pedía al cocinero lo que le parecía más apetitoso. A pesar de su sencillez en la comida, la mesa de sus oficiales era preparada “por reposteros de primera clase, dirigidos por el famoso Truche de gastronómica memoria”. Todos los contemporáneos opinan que el Libertador era en extremo frugal a causa de sus problemas digestivos.

Volviendo al testimonio de Pueyrredon, San Martín “era gran conocedor de vinos y se complacía en hacer comparaciones entre los diferentes vinos de Europa, pero particularmente de los de España, que nombraba uno por uno describiendo sus diferencias, los lugares en que se producían y la calidad de terrenos en que se cultivaban las viñas. Estas conversaciones, las promovía especialmente cuando había algún vecino de Mendoza o San Juan, y sospecho que lo hacía como por una lección a la industria vinatera a la que por lo general se dedican esos pueblos”.

Ya en Lima, cuenta Basilio Hall que una vez después de comer vio a San Martín sacar la cigarrera y escoger un cigarro más cilíndrico y compacto que los demás y darle una mirada inconsciente de satisfacción, cuando un oficial le gritó “Mi general”, cuando el Libertador preguntó quien era, el oficial de servicio, le dijo: “Solamente deseaba pedirle el favor de un cigarro”, a lo que al punto se lo tiró con una fingida mirada de reproche. Con todos era afable y cortés”.

Después de la conferencia de Guayaquil se preparó una mesa con gran suntuosidad. Los brindis los inició Bolívar quien parándose con la copa en la mano e invitando a que lo acompañaran los concurrentes dijo: “Brindo por los dos hombres más grandes de la América del Sur, San Martín y Yo”. A continuación el Libertador contestó con su proverbial modestia. “Por la pronta terminación de la guerra, por la organización de las nuevas repúblicas del continente americano y por la salud del Libertador”.

Cuando San Martín pasó a Chile dejó en su chacra cincuenta botellas de vino moscatel que le había regalado el vecino don José Godoy. Corría el año 1823 y en su última visita a Mendoza, ya había olvidado aquella reserva, pero su administrador Pedro Advíncula Moyano, hombre honrado al fin, le trajo unas cuantas botellas. Inmediatamente le dijo que esa noche iba a recibir a unos amigos “y Ud. verá lo que somos los americanos, que en todo damos preferencia al extranjero”. Cambió entonces las etiquetas al de Málaga le puso Mendoza y viceversa. Primero sirvió el Málaga con el rótulo de Mendoza. Los convidados dijeron que era un rico vino pero que le faltaba fragancia. Enseguida se llenaron nuevas copas con el falso Málaga, al momento los invitados prorrumpieron en exclamaciones. “Hay una inmensa diferencia, esto es exquisito, no hay punto de comparación”. San Martín con una gran risa, les dijo “Uds. Son unos pillos que se alucinan con el timbre”.

Mucho más hay para seguir escribiendo sobre San Martín, ya lo haré, mientras tanto para gratificarme camino a buscar un Malbec del amigo Ricardo Santos, que seguro difundirá esta nota en su Mendoza, que con tanto cariño recuerda y honra al Padre de la Patria.

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