Bebidas y ambiente social en la Cuba del siglo XIX

 

Ismael SarmientoComo los alimentos sólidos, las bebidas constituyen una importante aportación a la nutrición, y su consumo es uno de los actos que el hombre más aprovecha para establecer sus relaciones sociales. Alrededor de las bebidas, y me refiero tanto a las alcohólicas como a las no alcohólicas, también gira la vida diaria del hombre y con ellas no sólo se satisface una parte de sus necesidades biológicas y físicas sino algunas psíquicas e incluso religiosas. Por lo que, de la misma manera que aquí profundizamos en las bebidas más usadas en la Cuba colonial y en las formas cómo se combinaban y consumían, así dedicamos otro espacio a las relaciones sociales que se establecieron a partir de su consumo; sin duda, actuaciones inherentes a la formación de la identidad cultural del cubano en el siglo XIX.

Para el mejor estudio de las bebidas se han utilizado diferentes clasificaciones, las más frecuentes son las que se agrupan por el tipo de materia prima utilizada (musáceas, semillas, tubérculos, frutas, etcétera); aunque, partiendo de objetivos más específicos, se establezcan semejanzas y diferencias a partir del proceso de fermentación, el efecto refrescante y/o estimulante, la gasificación u otras especificidades, según corresponda en cada caso. En este análisis sólo interesa relacionarlas en dos grupos: uno, el de las bebidas no alcohólicas y, otro, el de las bebidas alcohólicas, y en ambos casos se analizan a partir del consumo, las incidencias que han ejercido en la alimentación y a través de las relaciones sociales que se establecen en la Cuba decimonónica.

En el período que aquí abarcamos, el gusto de la población cubana se enriquece con otras bebidas. Además de los refrescos y los licores que consumía desde siglos atrás se generalizó el uso del café, un estimulante que rivalizó con el chocolate hasta convertirse en bebida nacional. La llegada del hielo impuso una rápida afición por las bebidas frías e hizo que éstas fueran más consumidas que las calientes. Asimismo, nos referimos a la época en que el suministro de cerveza comienza a extenderse por todo el país y sobre todo a los años coloniales cuando más se innova la fabricación del ron; último producto que se impuso a las demás bebidas alcohólicas del momento hasta lograr alcanzar, en muy pocas décadas, reconocimiento internacional. Por consiguiente, tal evolución en los gustos y costumbres de la población cubana debemos verlo como resultado de los cambios económicos sufridos en el período, en los que salieron beneficiadas algunas de las manifestaciones de la cultura material.

De las distintas bebidas que se utilizaron en estos años, sus formas de preparación, consumo y establecimientos públicos que las expendían, sabemos principalmente por los libros de viajeros, la prensa del período y por las sucintas descripciones que aportan las novelas costumbristas de la época; conjunto de fuentes que también coinciden en destacar los diversos usos de las bebidas en correspondencia con los distintos grupos sociales, sus particularidades regionales, propiedades medicinales que poseen y hasta su utilización en los ritos religiosos.

Bebidas no alcohólicas

En Cuba, como en las demás islas del Caribe, las principales bebidas no alcohólicas son alimenticias y, a diferencia del resto de los países americanos, predominan más las elaboradas con frutas que las hechas de granos y tubérculos. Los zumos, refrescos, batidos y champolas que se preparan, concentran gran poder energético y en las regiones tropicales forman parte activa de la alimentación diaria; son, como el vino en los países fríos, de consumo preferente en las comidas, si bien el desayuno y algún que otro tentempié suele acompañarse con estos líquidos alimenticios.

Frutas nativas como la piña, el mamey colorado (Pouteria mammosa Lin.), la guanábana (Annona Muricata), el anón (Annona Squamos), el caimito (Chrysophyllum caimito Lin.), la guayaba (Psidium guajaba Lin.) y la papaya cimarrona (Caica prosoposa Lin.), que el aborigen sólo consumía en su estado natural, el europeo la transformó en zumos, refrescos, batidos y jaleas; lo mismo que hizo con las demás frutas que introdujo a lo largo de los siglos coloniales, entre las que destacan el cacao procedente de Mesoamérica, la caña de azúcar, el coco y el plátano oriundos del África, y la naranja, el limón, el mango y el tamarindo naturales de Asia. Árboles frutales como el manzano, el peral y el melocotonero, entre otros cultivados en Europa, no se adaptaron al clima de Cuba y sus frutas importadas no rebasaron el consumo de unos pocos, por lo que su empleo en forma de bebida fue de menor utilidad en todo el país.

También han sido muchas las frutas, flores, hojas, cortezas, raíces y tubérculos que los criollos emplearon para hacer infusiones. Además del café, más generalizado, existen otros cocimientos de uso cotidiano, como los que hacían con la fruta y las hojas de la pimienta dulce, del anís, de las hojas de la guanábana, de la naranja, de la lima, de la menta, de la canela en rama y del jengibre; casi todas, materias vegetales olorosas que además del efecto estimulante son medicinales.

A juzgar por las fuentes consultadas, en la Cuba de entonces, las bebidas no alcohólicas eran frecuentes y como acontece con los demás alimentos hechos con dulce su consumo se estimaba excesivo. Principalmente fueron los extranjeros quienes más se percataron de esta realidad cubana. Un zumo, un refresco, un batido o una champola, elaborados con frutas naturales, presidían la mesa de cualquier cubano independientemente de cuál fuera la condición social; pues, para los más humildes y los esclavos constituían un complemento nutricional diario. El jugo de la caña de azúcar (guarapo), el agua con azúcar o con miel, y cualquiera de las frutas exprimidas o batidas, no solo refrescaban al hombre del intenso calor sino que le nutrían y reanimaba sus energías; una práctica que durante la colonia fue sostén en la dieta de muchas familias y que hoy sigue siendo frecuente, sobre todo, en los campesinos y entre los obreros urbanos antes de entregarse al rudo trabajo.

Lo recogido por Samuel Hazard en su obra tal vez nos sirva para resumir lo expresado por los demás extranjeros con relación a las bebidas no alcohólicas. El norteamericano observó cómo el gusto por el café ya era, en 1867, totalmente superior al chocolate, describió las distintas maneras cubanas de preparar y servir tan aromática infusión y, sobre todo, fue testigo del revuelo social que adquirieron los establecimientos con este nombre en el período; asimismo, tampoco dudó en hacer la siguiente sugerencia a sus coterráneos:

Los norteamericanos gozamos de mayor reputación que los naturales de otros países, en la habilidad de preparar un gran número de brebajes mezclados, casi desconocidos fuera de nuestro país, y de ser conocidos, se ha debido a algún “yanqui” errabundo deseoso de beber su cocktail en el Polo Norte, o de chupar su “cobbler[[1]] bajo las solanas de la India. Pero los cubanos poseen igualmente una formidable lista de bebidas que realmente merecen ser conocidas, algunas de las cuales podrían ser introducidas en nuestros cafés como bebidas de verano, en lugar de las ardientes y estimulantes hoy en boga, hechas a base de alcoholes. Todo el mundo en Cuba, a ciertas horas del día o de la noche, se recrea tomando un refresco de cualquier clase, tanto las señoras como los caballeros, sorbiendo sus limonadas y naranjadas con mucho gusto. Muchas de las bebidas son preferentemente inofensivas, sugeridas, supongo, por la experiencia de la vida en un país más o menos cálido, en el cual se hace necesaria alguna especie de bebida refrescante. Los mismos extranjeros adquieren la costumbre de tomar dichas bebidas, a las que eventualmente se aficionan[2].

            Conforme a lo expresado por tan minucioso viajero, en la Cuba de finales de la década del 60 del siglo XIX, todas las bebidas sin alcohol llevaban el nombre genérico de refrescos; y las familias criollas solían beberlos durante las horas calurosas del día, sirviéndose, además de en las casas particulares, en los cafés y fondas a un real, si el establecimiento era importante, y a medio, si la categoría era inferior[3].

            También Hazard incluye en Cuba a pluma y lápiz una relación de los refrescos más populares y las formas de preparación en las ciudades y en el campo del interior del país, descripción que completamos con otras explicaciones ofrecidas por Esteban Pichardo en su Diccionario y por Fernando Ortiz en su Glosario de afronegrismos.

Panal:

[el] nombre se deriva del panal de miel, hechos con clara de huevo y azúcar, teniendo el tamaño de una pequeña mazorca de maíz, a la que se parece algo. Se colocan los panales en un vaso de agua, uno o dos a la vez, donde gradualmente se disuelven, haciendo una bebida muy deliciosa y refrescante, algo parecido al eau sucrée [agua azucarada] […]. Si se desea mejorarla, se le añaden unas cuantas gotas de jugo de limón, que le da un sabroso sabor. Es bebida muy usada por las señoras[4].

Naranjada:

La bebida nacional y favorita en Cuba, y la más agradable de tomar en un día caluroso […] Se hace con el jugo de la naranja y es a la vez sana y deliciosa, casi demasiado dulce, pero muy grata al paladar si se toma fría y debidamente preparada. Es bebida muy generalizada entre las señoras. Hecha con naranjas amargas, resulta aún mejor, pero éstas sólo las usan la gente del campo[5].

Limonada:

[En su preparación] se usan más frecuentemente las limas que los limones. Últimamente han recurrido los cubanos a la costumbre de preparar de antemano un extracto o jarabe hecho con el jugo de los limones, con el que hacen la limonada, que no resulta tan buena. Se mejora mucho la limonada derramando sobre el pedazo de hielo algunas gotas de buen ron de Jamaica, que flota en la superficie y cuyo gusto fuerte no se nota al sorberse el líquido con una pajilla. Se la designa con el nombre de limonada con ron y resulta excelente en cualquier país en verano[6].

Agualoja:

Bebida compuesta de agua, azúcar o miel, canela, clavo, etcétera. Es sinónimo de Aloja[7].

Para hacer la agualoja a la cubana:

Se toman dos libras de azúcar, diez clavos de especia, otros tantos granos de pimientas y cucharada y media de canela molida con una hoja de yerba-buena. Hágase una almíbar con todo esto a medio punto, cuélese después y désele punto de jarabe: embotéllese enseguida y sírvase de él cuando se quiera mezclado con agua[8].

Sambumbia:

Bebida hecha de miel de caña y agua[9].

Pru:

Bebida depurativa y refrescante, usual en la provincia de Oriente, especialmente en Baracoa. Es potable, pero no la aceptan todos los paladares.

[Hay zonas donde se hace] con varias raíces, ñame de Indias y jaboncillo, además de naranja, canela, etc. [Los más usuales componentes]: raíz de China [Smilax havanensis, Smilax domingensis], id. de amarga leña, zazafrás, cebada (para que haga mucha espuma), hoja de pimienta negra, anís, canela y azúcar; potestativos: cáscara de piña y cáscara de palo carbonero. Todo esto se hace hervir en agua, y el cocimiento es el pru. Sólo dura tres días…[10]

Todavía a principios del siglo XIX en la población cubana predominaba más el uso del chocolate que el del café. E. M. Masse (1819)[11], J. E. Alexander (1833)[12], Eduard Otto (1838)[13], Robert W. Gibbes (1860)[14], J. Hawkes (1864)[15], Samuel Hazard (1867)[16] y Walter Goodman (1868)[17], más otros viajeros que visitan Cuba en el ochocientos, destacan al chocolate como bebida de uso frecuente en la Isla, sobre todo en las ciudades de La Habana y Santiago de Cuba.

Según el censo de 1862, existían 40 chocolaterías en todo el país con una renta total de 230.850 pesos. Relacionándolas por sus beneficios, las cinco primeras se ubicaban en las siguientes ciudades: La Habana (9 y 72.000 pesos), Matanzas (6 y 61.000 pesos), Puerto Príncipe (14 y 29.250 pesos), Santiago de Cuba (2 y 20.000 pesos) y Trinidad (1 y 15.500 pesos)[18].

En las mesas de la gente pudiente es donde, por más tiempo, rivalizó el gusto del chocolate con el del café; se tomaba en el desayuno y en las meriendas era bebida fundamental, cosa que fue poco habitual en el resto de la población y todavía menos en los habitantes más pobres y entre los esclavos. Observando los anuncios industriales aparecidos en los periódicos habaneros de la época, sorprende el elevado precio que llegó a tener el chocolate en ciertos establecimientos de la capital del país; según noticia del Diario de la Habana, de fecha 18 de marzo de 1841, en la chocolatería El brazo Fuerte, calle O’Reilly 113, se vendía: “Chocolate de canela, 1 peso la libra; superfino, 6 reales; y vainilla, 6 reales”[19]. Es decir, el precio del chocolate en El Brazo Fuerte era mayor que el salario promedio por jornal de un trabajador humilde en igual período.

La costumbre en Cuba se inclinaba a la ingestión del chocolate fuerte y espeso o batido con leche. Samuel Hazard incluye en su obra cómo hacer y servir el chocolate:

Se os sirve en delicadas pequeñas copas (jícaras), está ricamente hecho, teniendo la consistencia del atole espeso, y es la cosa más excelente que se puede tomar temprano por la mañana, antes de una larga jornada, por ser altamente nutritivo. He aquí una receta para su confección que me proporcionó una señora española de mi amistad: En una pequeña copa [taza] de te (o demi tasse), llena de leche, ponéis una onza de chocolate cortado en pequeños pedazos; ponedlo a hervir, y mientras hierve, batidlo con un batidor de huevos hasta que quede completamente espeso y espumoso, pudiéndose entonces servir. Por cada copa [taza] de chocolate que se desee, se debe poner una de leche con una onza de chocolate. Si no os resulta bastante rico, añadid media onza más de chocolate; si por el contrario no os gusta tan rico, hacedlo usando mitad leche y mitad agua, o todo agua. Los españoles usan para hacer el chocolate lo que llaman molinillo, que no es otra cosa que una chocolatera de metal, con un batidor dentro, que se opera por medio de una varilla que sale por un agujero de la tapadera, y a la cual se aplican ambas palmas de la mano, imprimiéndole un movimiento de rotación mientras el chocolate está hirviendo […] Es costumbre en Cuba, cuando se toma chocolate por la mañana, acompañarlo con un ligero bizcocho, o lo que es mejor, con un pedazo de pan bien tostado, tras lo cual se bebe un vaso de agua[20].

Pese a la explicación ofrecida por Hazard, sin duda referente a los habitantes de mejor vivir, queda comprobado por la vigencia de la costumbre que el café fue la bebida más generalizada en la Cuba decimonónica; al decir de Agustín de la Texera, “el desquite de los pobres que no podían consumir el lujoso chocolate”[21].

La degustación ocasional y a veces por esnobismo de esta bebida tónica y estimulante fue temprana en la mayor de las Antillas y se remonta a mucho antes de que José A. Gelabert haya introducido y sembrado las primeras semillas del cafeto en su fundo de Ubajay (Wajay, provincia de Occidente), en 1748[22].

Sabemos por J. M. Pérez que en Santiago de Cuba, todavía en 1800, el café sólo se aplicaba como calmante para “curar la jaqueca o la beodez de algún bebedor”[23]; y, a juzgar por la información que ofrece José María de La Torre, es a partir de 1804 que “empieza a generalizarse el café, sustituyendo a poco al chocolate”[24].

En Cuba, el café es el primer alimento que se toma en la mañana y el último que se sirve en la comida. El hábito más frecuente consiste en consumir “café con leche, cuando el estómago está vacío [y] café solo después de comer”[25]; si bien existe otro uso de mezclarlo con un poco de alcohol (coñac, anís, ron o aguardiente). La práctica de beber café, que en 1836 Rosamond Culbertson aseguraba que realizaban sólo los caballeros habaneros[26], ya en la década del 60 se hizo común a todos los habitantes de la Isla, tanto de los campos como de las ciudades, menos entre los esclavos. A juzgar por las fuentes consultadas, los amos en la dieta diaria de los esclavos no contemplaban raciones de café. En ninguno de los Códigos Negros y Reglamentos de la América española se incluye el café dentro de las comidas[27]. Según se analiza más adelante, en muchos ingenios se estableció la costumbre de dar a los esclavos un trago de aguardiente al levantarse y de repetirse esta práctica con el café no hubiera pasado inadvertida a la observación de Moreno Fraginals cuando escribió El ingenio. En los libros diarios de ingenios que revisó tan acucioso investigador no se dice nada al respecto; y sucede que, aún generalizado el uso del café en la sociedad criolla, durante años el preciado grano de origen africano y novedoso para los criollos no dejó de ser inaccesible para muchos y más para el esclavo no vinculado directamente a las haciendas cafetaleras y a las zonas de cultivo.

No obstante, en el Departamento Oriental, la jurisdicción de mayor cosecha cafetalera cubana, el hábito de ingerir café pudo ser igual para todos sus habitantes. Inferimos que en una población con un alto componente de negros –más libres que esclavos– hubo de ser totalmente diferente la inclusión del café en la dieta cotidiana.

Por otra parte, el café es significativo en las religiones afrocubanas que ya en el siglo XIX habían alcanzado suficiente aceptación popular[28]. No por casualidad un creyente le comentó a Lidia Cabrera, al mediar el siglo XX, lo siguiente:

«El café es un consuelo y una necesidad que Dios le dio a los pobres. Se puede dejar de comer, pero no se puede dejar de tomar café.

Sin café la vida no sirve.»

«Además de sabroso, el café es medicinal. La medicina del corazón y del estómago. Lo que le da calor.»

Las hojas verdes, en buches, para los dolores de muela.

La semilla verde sirve de laxante. La raíz, cortada en tres trozos en cocimiento, se emplea para bajar la fiebre. En caso de fiebre muy alta se aplica en los pies del enfermo una pasta de café y sebo, «que la absorbe y lo deja libre de calentura».

Se derrama café molido en el ataúd, y en las partes más intimas del cadáver para evitar que se corrompan rápidamente, y a veces se mezcla el café con hojas de guayaba.

En las ofrendas que se tributan a los muertos, jamás falta la taza de café que siempre apetecieron.

«Es el gran alcahuete de las brujerías», y no debe de tomarse en todas partes.[29]

Coincidimos con Hazard en que la costumbre de muchos cubanos es de “beber casi una copa [taza grande] llena de leche caliente, dentro de la cual se ha vertido una pequeña cantidad de café para darle color”[30]; lo que se ha dado en llamar: teñir la leche. Por ejemplo, en los campos, a los niños se les da únicamente café claro, el último líquido salido del colador, y en La Habana no todos los que consumen café lo hacen solo y desde las primeras horas de la mañana, siendo lo más usual que el café solo se tome después de las comidas.

Con todo, es en las áreas rurales donde el consumo de café es más frecuente;  junto al puerco y el plátano, es el alimento favorito del campesino. Se toma en la mañana, en las comidas y a distintas horas del día, normalmente fuerte y sin leche, y se endulza tanto con azúcar de caña como con miel de abeja. Cuando lo mezclan con alcohol se prefiere el aguardiente de caña. Entre las múltiples formas de preparar el café por el campesino, destaca el carretero: muy recargado o fuerte, que frecuentemente se hace sin colarlo. Toma este nombre porque es el preferido de los caminantes, particularmente los carreteros que cumplen tareas nocturnas.

José Quintín Suzarte, al describir al guajiro anotó:

Ya fuese en el pobre bohío, ya en la casa de embarrado y palma, ya ocupase vivienda más confortable, toda familia tenía constantemente a fuego dulce una olla llena de café que era a la vez alimento y refresco. Y en las cocinas había siempre por lo menos un puerco ahumado, colgado junto a las tortas del pan de yuca llamado casabe, y de los plátanos y boniatos. Esas provisiones, y las aves del corral, y cuanto, además, hubiera, estaban a disposición de todos los transeúntes, que eran acogidos con cariño, con patriarcal confianza y benevolencia, y obligados a aceptar una hospitalidad que dejaba y aún deja atrás la de los árabes, porque no se aceptaba nada en recompensa de ella.

Apéese y tomará café era la frase sacramental del guajiro, cuando algún viajero se acercaba a su morada, a pedir información sobre el camino que debía seguir, o sobre la persona en cuya busca iba, y a poco la guajira, madre o hija, ofrecía la taza del humeante néctar, que nadie rehusaba[31]

Así, llegó a ser tanta la dependencia del café que en momentos de escasez no faltaron sucedáneos: la achicoria (Canadensis. Cicorium endivia), la guanina (Cassia Sericea, Sw.),  la brusca (Cassia occidentalis), el palmiche maduro, el platanillo o malva té (Corchorus siliquosus, Lin.), el maíz y el boniato, todos ellos quemados y molidos o rallados.[32]

El pilón de origen africano y la jícara heredada de los indocubanos son los utensilios de cocina del guajiro más vinculados con la preparación y el servicio del café. Todavía existen casas donde, a golpes, se descascara el café y ya tostado se convierte en polvo valiéndose de un pilón. También, forma parte de la tradición del campesino beber en jícaras de güira el café[33].

Por último enunciamos el polémico tema de las bebidas heladas. José Antonio Saco afirma en sus papeles que “la vez primera que el hielo se introdujo en La Habana fue en 1807, y desde entonces siguió importándolo de Estados Unidos” [34]. También, Leví Marrero dice que “durante el invierno era cortado en grandes bloques, en la superficie congelada de los lagos; conservados en almacenes subterráneos hasta ser enviados a Cuba preservados en aserrín”[35].

En sus inicios, la utilización del hielo, considerado gratificante en un clima como el cubano, fue mal visto por algunos, hasta que la novedad se impuso como afición y como paliativo fundamental en la lucha contra el largo verano de los países tropicales[36]. Todavía en 1828, después de dos décadas de introducirse el hielo en Cuba, y de que los helados, sorbetes y siropes helados preparados con frutas cubanas deleitasen a naturales y extranjeros, ciertos médicos regulaban su uso por considerarlo dañino a la salud; por ejemplo, el doctor Carlos Belot, francés, graduado en París y establecido en Regla, lo fundamentaba así: “actúan en los débiles como calmante; acrecientan las energías del estómago, le roban calórico a los órganos. Facilitan la digestión. No así a los que padecen desarreglo digestivo, aunque calman. Sólo úsese la nieve en las comidas”[37].

En los libros de viajeros, la literatura costumbrista, y en solicitudes de concesiones de privilegios y anuncios comerciales, se reitera lo apropiadas que resultaban las frutas cubanas en la elaboración de helados y el desenvolvimiento económico que adquirió el país tras la propagación de las bebidas frías. Elogios como los de Isidore Löwensten, en 1838, son frecuentes entre los extranjeros: “Los helados son deliciosos: los de chirimoya y guayaba son los mejores que haya probado jamás”[38].

Ya al mediar el siglo XIX el hielo era un ramo muy productivo. J. A. Saco dice que se vendía muy barato, comparado con París y Londres[39]; y Samuel Hazard afirmó: “La vida sería casi insoportable en un clima como el de Cuba si no hubiera abundancia de hielo. Afortunadamente, no se carece de él en la Habana y en las principales poblaciones de la Isla, costando la libra de dos a tres centavos, según sea la existencia”[40].

Como en La Habana, en las principales ciudades se abrieron heladerías y en las confiterías y cafés se ofrecían al público estas bebidas. El censo de 1862 registra 12 almacenes de hielo con una renta total de 59.000 pesos, de los que se ubican en La Habana 8 (renta de 48.000 pesos), en Mantazas 2 (renta de 6.000 pesos) y en Nuevitas 2 (renta de 5.000 pesos)[41].

Bebidas alcohólicas

Consumir alcohol, aunque en pequeñas dosis, formaba parte de los hábitos del cubano en el siglo XIX y este gusto se extendió tanto por los campos como por las ciudades. El aguardiente de caña se tomaba regularmente solo o diluido en agua, el ron, para quienes podían, solo y, si bien había bebidas importadas –como el vino y otros rones, champagne, anís, coñac, whisky, ginebra, sidra y cerveza, que escaseaban y sus precios se elevaban en el periodo de guerras–, su consumo ha permanecido entre la población cubana.

De este modo, es difícil aceptar la total condición de abstemios que algunos viajeros atribuyeron a los criollos, toda vez que en el país el aguardiente se fabricaba y se consumía desde que se instalaron los primeros trapiches azucareros. De hecho, el aguardiente fue bebida propia de los esclavos en las plantaciones y de consumo regular para los habitantes del campo y en la población pobre en general; de igual manera que en los pueblos y ciudades se comercializaban las demás bebidas del momento.

Bastará con leer los nombres de las distintas fábricas de ron desde entonces dispersas por todo el país[42], ver en la prensa escrita del período los anuncios variados de tabernas, y en la literatura los calificativos burlescos que llegaron a adquirir tanto el aguardiente como los bebedores más asiduos, y así se comprenderá mejor lo indisolublemente unidas que están las bebidas alcohólicas a los otros gustos del cubano[43].

El doctor Ramón Hernández Poggio, médico de la Sanidad Militar del Ejército español de la época, aseguraba lo siguiente:

El alcohol tomado en cantidad moderada desarrolla cierto grado de estímulo en la membrana mucosa del estómago que activa sus secreciones y actos funcionales, que al ser absorbido circula en la sangre, acelerando los movimientos del corazón y vasos, y aumentando tanto el calor de la periferia con el del interior del cuerpo; pues es sabido que una parte del alcohol que circula con la sangre se quema, de cuya combustión resulta el aumento de calorías naturales del organismo; además, el ácido carbónico que se acumula en dicho líquido, produce una excitación general, imprimiendo mayor actividad a las funciones, y tanto por esta causa como por la parte incomburente que circula en estado natural con la sangre, da cierto grado de energía al sistema nervioso, que se revela por el vigor que adquiere el hombre bajo esa acción estimulante.[44]

El aguardiente se utilizaba desde siglos atrás como medicina preventiva y curativa, “remedio universal según los frailes que servían los hospitales”[45]. Tal costumbre dietética en Cuba, como en otras partes del Caribe y de América, “merced al mestizaje cultural, llevaron a que el consumo de aguardiente, no sólo como bebida embriagante, sino más bien como un estimulante al que atribuían virtudes medicinales, fuera mucho más extenso y regular en el grueso de la población que el del vino”[46].

Una de las costumbres arraigadas en los cubanos de beber agua mezclada con aguardiente era, según las creencias de la época, porque el aguardiente daba buenas cualidades al agua y evitaba que entrase en el organismo la fiebre amarilla; esta práctica llegó a ser habitual tanto entre los soldados cubanos como entre los españoles[47]. Asimismo, el vino mezclado con agua se empleaba como prevención contra el cólera morbus[48].

Fernando G. Campoamor, en su Biografía del ron cubano aludió al múltiple uso que daban al aguardiente:

no hay viajero de antes que no anotara la manera corriente de usarlo para el aseo personal, supliendo el agua y el jabón. Con toallas empapadas se friccionaba contra dolores y cansancios. Aguado, era medicamento para cicatrizar heridas, y aromado con la corteza de ayúa, cuentan los cuentistas que curaba el asma.[49]

En las plantaciones agrícolas, para preservar a los esclavos contra el pasmo y, sobre todo, para reanimar sus fuerzas de cara al rudo trabajo se utilizaba aguardiente. Se trataba de una práctica puesta en marcha con la aparición de los primeros ingenios en la Isla, denunciada inicialmente por los propios esclavos que, opuestos al excesivo trabajo al que eran sometidos, la creían dañina y peligrosa[50], más tarde prohibida por sus amos al ser considerada signo de instinto de rebeldía, como la tenencia de armas[51], y que terminó por imponerse y ser cotidiana.

Los negros ingerían aguardiente de caña por la mañana y lo hacían tomando directamente el líquido puro, sin otra rebaja de agua que la que llevaba originalmente el alcohol en el proceso de destilación, el llamado cordón cerrado[52] o medio cordón[53],según su mayor o menor graduación. Esta costumbre iniciada en los ingenios luego se generalizó de manera permanente en el resto de los cubanos[54], aunque sabemos que también era practicada en las demás Antillas y en parte de la América equinoccial. Víctor Manuel Patiño dice que en Colombia el trago de anisado coadyuvaba al mantenimiento de la salud, sobre todo en las regiones tropicales, y que, como en Cuba, todavía esta creencia perdura en las zonas rurales[55].

Sin embargo, la buena relación que los esclavos africanos llevados al Caribe y a otros países de América establecieron con las bebidas alcohólicas se debía más que nada a que formaba parte de sus costumbres atávicas. En las ceremonias rituales, las fiestas, los matrimonios, los nacimientos, los velatorios y en cualquier otra manifestación de aglomeración les acompañaba el vino de palma.

En el África occidental subsahariana el vino de palma –producto comercial de primer orden– era consumo fundamental tanto para los yorubas como para los congos, además de circular entre otros grupos étnicos. Formaba parte del día a día africano y estaba presente en todos los momentos de la vida social. Para los congos, en el dialecto bantú, el vino de la palmera de aceite (Elaeis guneensis) o de la palma matombe (Raphia vinefera)era malafu maluvu, si se obtenía del árbol vivo[56], o malafu ma soka, si era sacado después de haberlo tumbado[57].

En la Cuba colonial, sin llegar a generalizarse el uso del vino de palma como el aguardiente de caña –guandende para los bantúes– esta bebida no dejó de producirse. Aún sin cortar con información que fundamente una mantenida tradición de esta bebida como sucedía en otros países americanos[58], conocemos por Hazard que, hacía la década del 60 del siglo XIX: “Los más humildes, sobre todo los negros, sacan el jugo del tronco de la palma (cocotero) y obtienen una especie de vino, que convierten en aguardiente”[59].

Durante mucho tiempo y todavía hoy en la actualidad decir aguardiente de caña es establecer una relación casi directa con los negros y con la mala vida. Deformación de costumbres con una base racista en su primera aseveración que no niega fueron los negros los más entregados al consumo de esta bebida. Respecto a lo segundo, el aguardiente de caña fue el menos caro de todas las bebidas, de más bajo precio que el aguardiente de uva, y por ende tuvo mayor alcance en los habitantes de las capas bajas. Todavía a mediados del siglo XIX el ron producido en Cuba era menos popular que el aguardiente de caña. El consumo generalizado del ron tardó un poco más en extenderse entre los cubanos y el importado de Jamaica fue por mucho tiempo bebida casi exclusiva de la gente adinerada.

Esteban Montejo en la Biografía de un cimarrón, escrita por Miguel Barnet, narra la vida en los barracones: “Los negros iban a las tabernas a buscar aguardiente. Tomaban mucho para mantenerse fortalecidos. El vaso de aguardiente del bueno costaba a medio. Los dueños también tomaban mucho aguardiente y se formaban cada jirigays que no eran para cuento”[60].

El aguardiente para los ñáñigos era emboco ocoró[61] y en la Santería o Regla de Ocha, la más elaborada de las religiones afrocubanas, es de máximo uso. Algunos creyentes lo beben de forma insensata y hasta el que lo tiene prohibido no escapa de frotárselo mientras duran los ritos; también se lo dan a beber a la ceiba (Ceiba pentandra familia Bombacáceas)en su raíz[62].

De los orishas (divinidades del panteón Yoruba): Elegguá, que tiene la llave del destino, abre y cierra la puerta a la desgracia o a la felicidad, lleva aguardiente en su ofrenda; es muy adicto a la bebida y muchas veces se deja sobornar a cambio de un poco de aguardiente. En los diferentes caminos de Elegguá: Elegguá Afrá tiene prohibido el aguardiente y el vino de palma, Echu Alaroyé, Loroye bebe otí chequeté (aguardiente de maíz[63]) y Echu Ekileyo, sabio, gran adivino y protector de las personas que buscan el conocimiento, bebe aguardiente y miel. Oggún, dueño de los minerales, las montañas y las herramientas, dominador de los misterios del monte, tiene como bebida favorita el aguardiente de caña y siempre lo bebe para olvidar. Obatalá, dueño de los pensamientos y de los sueños, tiene a las bebidas alcohólicas como tabú, pues según el mito, se vio envuelto en grandes dificultades por beber vino de palma. Orunmila, dios del oráculo y dueño de la sabiduría, es muy aficionado al vino de palma y por eso se lo ofrecen con frecuencia. A Changó, poseedor del mayor número de virtudes e imperfecciones humanas y el orisha con más seguidores en Cuba –como Elegguá–, le ofrecen otí, aguardiente embriagador. También Inle o Erinle, el patrón de los médicos, bebe vino dulce[64].

Con todo, no conocemos estampas que muestren al negro bebedor. En el siglo XIX, las pinturas y los grabados con escenas completas de negros son muy pocas y en ellas no se recoge el verdadero vivir de tan importante sector de la población cubana. A Víctor Patricio de Landaluze, el que más abundó en esta temática, le faltó captar, además de Un Día de Reyes, la escena de El mayoral, el Corte de caña y sus estampas diversas donde muestra la ostentación del esclavo, el lado oscuro de la esclavitud y de la mala vida, parte importante de la sociedad. Como este pintor y buen dibujante bilbaíno, los grabadores franceses Hippolyte Garneray, Federico Mialhe y Eduardo Laplante, comprometidos con la burguesía cubana, obviaron la vida del esclavo en los hacinados barracones, los castigos, los saraos efectuados en los pocos momentos que tenían para el descanso y por supuesto la bebida, motivo de alegría y también causante de tantas peleas, y hasta del incipiente comercio entre los negros y los blancos.

Sin embargo, aunque haya ausencia de pinturas y grabados con escenas de negros bebedores y la mayoría de los testimonios de la época adviertan que en sentido general se bebía de manera  moderada, el hábito de ingerir bebidas alcohólicas forma parte de la cultura y de la historia y está muy vinculado con la identidad cubana y, sobre todo, con la idea de la libertad, opinión que el autor de este estudio comparte con el profesor José Luis Luzón[65]. En las celebraciones de entonces, junto a las comilonas con cantos y bailes, no faltaba el componente alcohólico, y así lo dejan ver algunos grabadores y escritores cuando se refieren a la alta sociedad y a algunos grupos de las capas medias; ejemplo, en una litografía de la época publicada por la Ilustración española y americana se retrataba un guateque, fiesta de campesinos blancos, donde se bailaba el zapateo y negros esclavos servían copas[66]. El viajero Miguel Rodríguez Ferrer, al mostrar la prosperidad que el veguero de Occidente alcanzó hacía la década de 1840, no olvidó enunciar el avance logrado por los habitantes de San Juan y Martínez y Pinar de Río en el uso de las bebidas alcohólicas: “Entonces sus banquetes estaban reducidos al salvado, aguardiente de caña y bolas de palanqueta[67] con galleta. Hoy, porción de confituras, licores, cerveza y sobre todo champagne, es lo que cubre con profusión las mesas de sus festividades y convites”[68]. Igualmente, el norteamericano Samuel Hazard (1867), al referirse a la vida y costumbres rurales del mismo Departamento (jurisdicciones de Güines, San Antonio y San Cristóbal), menciona tan visibles avances: “La civilización ha llegado hasta las casas de esas gentes sencillas, y en las de los más ricos o acomodados, se ha generalizado ya el uso de la cerveza inglesa, y aun se toman el lujo de obsequiar a los extranjeros con champagne”.[69]

Los campesinos fabricaban distintos tipos de vinos caseros y aguardientes para consumo propio. Elaboraban vino de casi todas las frutas, pero el que más se popularizó fue el de naranja agria, y en algunas zonas los de calabaza, maíz y arroz. Al aguardiente de caña le agregaban otras hierbas, frutas, semillas y raíces aromáticas. Destacaba, sobre todo, el anís con que preparaban el aguardiente anisado. Asimismo consumían el aguardiente mezclado con café u otras infusiones y, como antes vimos, más que como bebida espirituosa, lo usaban por sus propiedades medicinales.

Del mismo modo que como el criollo mantuvo el aguardiente de caña como su bebida predilecta, el español residente en Cuba nunca renunció al vino y, al considerarlo un complemento dietético indispensable, fue, entre las importaciones, una de las fuentes de ingresos más significativas de los siglos coloniales.

En las comidas se llegó a tomar vino y entre los de España se apreciaban los andaluces, riojanos y manchegos; el denominado vino catalán, de precio muy barato, y el Málaga dulce llegaron a presidir la mesa de cualquier clase o condición.

Según los estados de la Intendencia existentes en el Archivo General de Indias, las importaciones de vino fueron en ascenso: de una media de 21.696 barriles en los años 1798-1800 se pasó a 36.909 barriles en los años 1801-1803[70]. Entre 1827 y 1846, las Balanzas de Comercio les consignaron al vino el 8,78% del valor total de los caldos[71]importados[72]; y, a juzgar por el Hunt’s Merchants’ Magazine, en la década de 1855 a 1864, sólo por el puerto de La Habana, se importó una media anual de 44.710 pipas de vino español[73].

En el Diario de La Habana de 8 de marzo de 1841 aparece entre los anuncios comerciales uno de la tienda de vinos de Nicolás Garcerán, situada en la calle Cuba, número 32: “vino añejo superior Saint Jullien, Médoc, en barricas a la pantalona, en cajas de doce botellas, de Tres Sellos y capsulies, y blancos Haut Sauternes, todos de la acreditada marca J. R. Laffite”[74]; y en el Faro Industrial de la Habana, periódico considerado primer defensor de los intereses netamente cubanos, aparece el 29 de diciembre de 1841, entre los anuncios de industrias, una fábrica de licores de M. Pierre Capdejille y Cía., que se ubicaba en la calle Teniente Rey, número 37, plaza del Cristo, en la capital[75].

Un Directorio de 1874 que cita José Luis Luzón recoge: “la firma Mussset y Cía., en Amargura 22 y 24 [La Habana], importaba en exclusiva burdeos tintos: Chateau Bonnefons y Maison Blanche, y burdeos blancos: Haut. Barsca y Haut. Sauternes”[76]; y que, otro almacenista e importador, “la Viuda de Cabarga & Co, anunciaba un continuo surtido de vinos finos de los principales cosecheros, de Burdeos, Borgoña, Pérez (sic), Oporto y Madeira, así como Champagne y Coñac de varias clases”[77].

Según Samuel Hazard, en el Hotel León de Oro de Matanzas se cobraba tres pesos y medio por día en concepto de alojamiento y comidas incluyendo vino catalán, y si los huéspedes abonaban un precio extra se le servían claretes franceses, tales como Bonnafou y Haut Brion, u otro español denominado Vino de Vizenza (sic), que el norteamericano iguala a un Burdeos flojo[78]. También, “por razones de gusto, tradición y prestigio se continuó importando a Cuba aguardiente de uva peninsular y canario, ya que el aguardiente de caña y el ron del país eran considerados bebidas alcohólicas populares”[79].

Este viajero, que residió en Cuba hasta poco antes de iniciarse la Guerra de los Diez Años, apuntaba de los hábitos del país:

Lo primero que encontráis en toda mesa, sea la de un comerciante o la de un mecánico, que se ofrece igualmente en los buques en que viajáis, que se usa casi en lugar del agua, y que de hecho puede considerarse como una verdadera cosa de Cuba, es el vino catalán, importado de España en grandes cantidades y que se vende en Cuba a precios muy baratos. Es un vino de color rojo obscuro [sic], de mucho cuerpo, muy fuerte, que se usa generalmente diluido en agua. El de alta graduación no adulterado con materias extrañas como lo es el de baja calidad, se puede beber puro, como el vino de Borgoña. Se usa tanto en el almuerzo como en la comida y se considera mejor que los claretes franceses, por el hecho de no ser tan ácido para el estómago, lo que es de tener muy en cuenta en un clima cálido. Con todo, los vinos franceses tienen mucha demanda y se pueden obtener a precios razonables.

A cualquier lugar que vayáis de la Isla, lo mismo en las montañas que en los valles, encontraréis una hospedería (fonda o posada), aunque sea pequeña y de mísera apariencia, en la cual podréis obtener con dificultad algo propio para comer, pero en la que de seguro hallaréis cuando menos una botella de la mejor cerveza inglesa, pues ésta puede decirse que se bebe en la Isla tanto como el vino catalán[80].

Asimismo, el consumo de cerveza fue en aumento durante el siglo XIX. Esta bebida –hoy de uso generalizado–incidió en el cambio del gusto etílico de los cubanos; primeramente, fue introducida por los habaneros acomodados, junto al café y el té, a precios muy costosos y más como poción diurética que por otro concepto, vendiéndose sólo en farmacias; luego, entró vía Jamaica como parte del profuso comercio ilícito establecido entre esa isla y la mayor de las Antillas[81]; hasta que, con la toma de La Habana por los ingleses y la autorización del comercio con todo buque de bandera británica, se importó en grandes cantidades y su utilización se generalizó entre los cubanos ofreciéndose al público en establecimientos permanentes.

En 1841 existían en La Habana varias fábricas de cerveza y en un anuncio del Diario de la Habana de fecha 14 de junio se lee: “Se ha establecido una fábrica de cerveza en el Tívoli a orillas de la Zanja, por la sociedad de Francisco Méndez y Mr. Claudio Jarvison. Capital invertido, 6,000 pesos”[82]; También, en el Noticioso y Lucero del 19 de julio se habla del sistema de comercialización de una fábrica ubicada en San Rafael esquina a Águila: “a 2 ps. docena, devolviendo los cazos, y 20 rls. con ellos, y a 2 rls. botella en la fábrica”[83].

Hacia 1850 ya la cerveza se servía en fondas y posadas, no solo de ciudades y poblados sino de bateyes y paraderos rurales, incluyéndose los establecimientos de más baja calidad.

Así, de las bebidas alcohólicas que más se popularizan en la Cuba del siglo XIX destacamos la chicha, la garapiña, el saoco, el cuba libre, el agua de mona, el ponche mambí, la canchánchara y la frucanga.

La principal chicha que preparaban los arahuacos de tierra firme no ha sido de especial consumo en las Antillas, y no sólo porque en sus inicios el cultivo de maíz fue menor en el área caribeña, ya que desde los primeros siglos coloniales se logró propagar, sino por tenerse, desde antes del descubrimiento, más tradición de otras bebidas fermentadas. Dependiendo de la zona, en Cuba, como en otros países de América, ejemplo Chile, México y Panamá, se llama chicha a las bebidas resultantes de la fermentación de distintos jugos de frutas y también de otras partes de plantas; así, además de la bebida compuesta de agua y azúcar, con maíz para precipitar la fermentación, se dice chicha a la garapiña: refresco hecho con la cáscara de la piña, agua y azúcar, y que se deja unos días en preparación para que tome más acidez[84].

El saoco es agua de coco mezclada con aguardiente, ron o brandy, que se endulza y se bebe directamente de la fruta. El cuba libre, agua de miel con aguardiente, que se convierte en agua de mona al diluir la miel en agua caliente, igualmente con aguardiente. El ponche mambí se prepara agregando raíz de jengibre al agua mona en el momento de hervir.

La canchánchara es una bebida confortante y vitaminada que se hace de igual modo, diluyendo la miel o la raspadura en agua hirviendo, poniéndole, además, hojas de naranja o hierbabuena con un poco de aguardiente de caña y agua; y si se le agrega algún ají guaguao[85] al gusto, se convierte en frucanga, que también es sinónimo de sambumbia pero sin aguardiente.

El irlandés O’Kelly, en su relato La tierra del mambí, decía que el agua mona, tomándola en pequeñas dosis, es buena para el estómago. También apuntaba que en días húmedos, después de larga marcha, es una bebida muy refrescante y no un mal sustituto del whisky-punch; con la ventaja de no producir embriaguez y obrar como un estimulante[86].

Estos sucedáneos subsisten todavía en los hábitos alimenticios de los campesinos, y algunos en la generalidad de la población cubana. Pero de ellos, el que más se generalizó fue el cuba libre, la principal consigna patriótica de los insurrectos y el nombre que daban los partidarios de la Revolución a las zonas rurales donde vivían las fuerzas cubanas. Antes de universalizarse como la combinación de un refresco de cola con una bebida alcohólica, inicialmente aguardiente –hoy ron mezclado con refresco de cola–y unas gotas de limón, es conocida en España desde los comienzos de la Guerra de los Díez Años y se identificaba con la bebida de los insurrectos cubanos, o al menos de uso en los campos de Cuba. En la amplia bibliografía referida a las guerras de Independencia de Cuba (1868-1898) se hace uso de este término varias veces: en los diarios de campaña, relatos y episodios escritos por cubanos y españoles y en los testimonios de extranjeros, no escapa la mención de la citada bebida, como también es amplio su empleo en las fuentes escritas consultadas y en la literatura que toma su argumento en esta parte de la Historia.

Entre los calificativos que adquirió el aguardiente en Cuba, ya sea por el grado de alcohol, la calidad o el rechazo que del resto de la población recibían los que llegaban a embriagarse, resaltamos los de malofo o guandende para los congos en el dialecto bantú, emboco ocoró para los ñáñigos, caña, cañambrule, cañandonga, matarratas, palmolive[87], peleón, puro, rechenchénsol y sombra. Al bebedor en estado de embriaguez se le decía acompañado, achichado, achispado, aguardientúo, ajumado, alumbrado, borrachín, curda, encañao, enguarapetao, ginebrista, güi güi meyé, jalao, mascavidrios, templado, palmolivero, peste a níspero, peste a reverbero y trinco, entre muchas otras denominaciones[88].

De todos estos términos, sinónimo de embriagado, el de los mascavidrios fue el más llamativo y generalizado: “Borrachos consuetudinarios, concurrentes asiduos de las tiendas de pulperías a quienes tenía fascinada la poesía del mostrador”[89]. Así, igual que a Víctor Patricio de Landaluze (1828-1889) no escapó en sus pinturas la mulata de rumbo y muchos otros personajes cotidianos de la Cuba decimonónica, ante la pluma del costumbrista habanero Francisco de Paula Gelabert (1834-1894) no pasó inadvertida la escena de los mascavidrios empedernidos; según él, “hay quien dice que cierto furibundo borracho, después de zamparse una regular dosis de licor que quema, no hallándose aún satisfecho, continuó mordiendo el vaso, a la sazón que uno que lo observaba, le gritó desde la puerta de la bodega: ¡Mascavidrio!”[90]. He aquí la improvisada décima de uno de esos borrachos en cierta noche habanera, allá por el año 1854:

Blindo con mucha ambrosía

porque la ginebra corra,

y que lleven a Mazorra

al que no se ajume hoy día.

No hay nada cual la bebía

en la carrera mundana;

y aunque yo coma mañana

plátano y tasajo brujo,

daré un viva a quien nos trujo

ginebra de La Campana.[91]

En la Cuba de entonces tuvieron que ser muy visibles estos borrachos callejeros o tiradores de la muerte,como también les decían, para que ocuparan el interés de tantos. Los grabadores les recogen con sátira[92]; Francisco Covarrubias, dueño del público teatral de La Habana durante más de 50 años, les llevó a escena graciosamente[93]; en 1880, Manuel Mellado publicó su folleto Perico Mascavidrio; y hasta el matancero Miguel Faílde, creador musical del danzón, estrenó una pieza titulada Los mascavidrios, en febrero de 1881.[94]

RESUMEN: Las bebidas no son sólo una importante aportación a la nutrición del hombre sino que satisfacen una parte de sus necesidades biológicas, físicas, psíquicas e incluso religiosas. Partiendo de estos parámetros, las relaciones sociales que se establecen en torno a las bebidas son actuaciones inherentes a la formación de la identidad cultural de los pueblos y en el caso de Cuba se reafirma al estudiar el ambiente social del siglo XIX, momento importante en dicha gestación.

PALABRAS CLAVES: Cuba, bebidas, colonia, identidad, sociedad.

 


[1] Cobbler: Brebaje compuesto con varios ingredientes.

[2] Samuel Hazard, Cuba a pluma y lápiz, t. II, La Habana, Impr. de Cultural S.A., 1928, pág. 20.

[3] Ibidem, pág. 24.

[4] Ibidem, págs. 22-23.

[5] Ibidem, pág. 23.

[6] Ibidem. También el autor describe otras bebidas populares españolas, por ejemplo: la horchata, la cebada y el agraz (agrazada); esta última, el refresco hecho de la uva sin madurar, con agua y azúcar; pág. 24.

[7]Esteban Pichardo Tapia, Diccionario provincial casi razonado de vozes [sic] y frases cubanas, La Habana, Ed. de Ciencias Sociales, 1976, págs. 35-36. También en la época se decía Agua de Loja.

[8] J. P. Legran, Nuevo manual del cocinero cubano y español, Habana, Impr. La Intrépida, [s. a.], pág. 170.

[9] Esteban Pichardo Tapia,, op. cit., pág. 542. Este refresco fue de los más usuales entre los cubanos. En La Habana se estableció su estanco desde 1761 hasta 1803. Al puesto de venta de la sambumbia le llamaban sambumbiería y en la Capital fueron muy afamados, ejemplo: el de la calle Cuba esquina a la puerta de la Punta y los del Peñón, Santa Clara y San Lázaro. Vid. Francisco González del Valle, , La Habana en 1841, Obra póstuma ordenada y revisada por Raquel Catalá, La Habana, Oficina del Historiador de la Ciudad, Colección Historia Cubana y Americana, 10, 1952, pág. 227; y José María de la Torre, Lo que fuimos y lo que somos o la Habana antigua y moderna, Habana, Impr. de Spencer y Compañía, 1857, pág. 161.

[10] Fernando Ortiz, Glosario de afronegrismos, La Habana, Ed. de Ciencias Sociales, 1990, págs. 373-374.

[11] E. M. Masse, L’Isle de Cuba et La Havane, Paris, Lebegue, 1825, pág. 109.

[12] J. E. Alexander, Transatlantic sketches; comprising visits to the most interesting scenes in North and South America and the West Indies with notes on negro slavery and Canada emigration, London, Bentley, 1833, pág. 340.

[13] Eduard Otto, Reiseerinnerungen an Cuba, Nord und Südamérica. 1838-1841, Berlin, Verlag der Nauchschen Buchhandlung, 1843, pág. 29.

[14] Robert W. Gibbes, Cuba for invalids, New York, W. A. Townsed and Co., 1860, pág. 127.

[15] J. Hawkes, A steam trip to the tropics, London, 1864, pág. 63.

[16] Samuel Hazard, op. cit., t. II, pág. 25.

[17] Walter Goodman, Un artista en Cuba, La Habana, Ed. del Consejo Nacional de Cultura, 1965, pág. 24.

[18]Jerónimo de Lara, Conde Armíldez de Toledo, Noticias estadísticas de la isla de Cuba en 1862, La Habana, Impr. del Gobierno, Capitanía General y Real Hacienda por S. M., 1864, pág. 38.

[19] Francisco González del Valle, op. cit., pág. 219. Otro anuncio que aparece en el Diario de la Habana, 2 de abril de 1841, es el de la Chocolatería de Guerediaga, calle Baratillo, ibidem.

[20] Samuel Hazard, op. cit., t. II, págs. 24-25.

[21] Agustín de la Texera, Santiago de Cuba á principios del siglo XIX, memoria escrita en 1847, Santiago de Cuba, Impr. de “El Cubano Libre”, 1911, pág. 5.

[22] José María de la Torre, op. cit., pág. 61.

[23] J. M. Pérez, “Santiago de Cuba en 1800”, apud  Emilio Bacardí Moreau, Crónicas de Santiago de Cuba, Santiago de Cuba, Tipografía Arroyo Hermanos, 1923-1925,t. I, págs. 18-25.

[24] José María de la Torre, op. cit., pág. 172.

[25] Samuel Hazard, op. cit., t. II, pág. 22.

[26] Rosamond Culbertson, Rosamond, or a narrative of the captivity and suffering of an american female under the popish priest in the island of Cuba, New York, Leavit, Lerd and Co., 1836, pág. 137.

[27] Vid. Manuel Lucena Salmoral, Los Códigos Negros de la América Española, Madrid, Ediciones UNESCO/Universidad de Alcalá, Impr. Nuevo Siglo, S. L., 2da. Edición, 2000.

[28] En la novelística cubana puede leerse Francisco: el ingenio o las delicias del campo, de Anselmo Suárez Romero, redactada en 1838 y publicada póstumamente en 1880; New York, Impr. y Librería de N. Ponce de León.

[29] Lydia Cabrera, El monte, Miami, Ediciones Universal, 1975, pág. 348.

[30] Samuel Hazard, op. cit., t. II, pág. 22.

[31] José Quintín Suzarte, “Los guajiros”, apud Costumbristas cubanos del siglo XIX, Selección, prólogo, cronología y bibliografía de Salvador Bueno, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, pág. 415.

[32] De igual período encontramos información de sucedáneos del café en otros países de América Latina, por ejemplo: en Puerto Rico, el chorote, café que se hace de maíz, palmiche, gandules u otros granos (vid. Agusto Malaret, Vocabulario de Puerto Rico, San Juan: Impr. Venezuela, 1937); en Colombia, el maíz quemado y molido, el potro (Sennaa occidentalis) (Víctor Manuel Patiño, Historia de la cultura material en la América equinoccial, t. I (Alimentación y alimentos), Bogotá, Impr. Patriótica del Instituto Caro y Cuervo, 1990, pág. 221); y en Brasil la majerioba (Senna alata) (Luis da Camara Cascudo, História da alimentação no Brasil, Vol. I, “Cardápio indígena, dieta africana, ementa portuguesa (pesquisas e notas), São Paulo, Companhia Editora Nacional, Brasiliana, volume 323, São Paulo Editora S.A., 1967, pág. 303).

[33] Ismael Sarmiento Ramírez, “La jícara y el mambí”, en La aventura de la historia, Madrid, n.º 30, abril 2001, págs. 110-113.

[34] José Antonio Saco, Colección de papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de Cuba, t. I, París, Impr. de D’Aubusson y Kugelmann, 1858, págs. 367.

[35] Leví Marrero Artiles, Cuba: Economía y sociedad, t. XIV, Madrid, Ed. Playor, 1984, pág. 230.

[36] Vid. Maturin Murray Ballou, History of Cuba or Notes of a Traveller in the Tropics, Boston, Phillip Sampson and Company, 1854, pág. 129.

[37] Citado por Lydia Cabrera, La medicina popular en Cuba, Miami, Ediciones C. R., 1984, pág. 96.

[38] Isidire Löwenstern, Les Etats-Unis et La Havana; souvenirs d’un voyageur, París, Bertrand, 1842, pág. 336.

[39] José Antonio Saco, Colección de papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de Cuba, t. I, París, Impr. de D’Aubusson y Kugelmann, 1858, pág. 367.

[40] Samuel Hazard, op. cit., t. II, pág. 26. Refiriéndose a la nevera que existía en el café “El Louvre”, agregó:

hay un ingenioso aparato para hacer el hielo, que debe resultar mucho más económico que si tuvieran que comprarlo, como se hace entre nosotros. Costa de unas ampollas que se llenan de agua, la cual, por algún proceso se congela en la botella, formando una masa sólida de hielo en forma de rombo. Este hielo se deja parcialmente derretir, y cuando pedía agua helada, os traen la botella y os servís a voluntad. Luego se vuelve a llenar y se la somete de nuevo a la refrigeración.

En los pueblos del interior, que no tienen la fortuna de disponer de hielo, recurren al uso de jarras porosas para mantener fría el agua, lográndolo admirablemente, alcanzando el líquido una temperatura no tan fría, desde luego, como la helada, pero lo suficiente para hacer grata su bebida. Ibidem.

[41] Noticias Estadísticas de Cuba de 1862, op. cit., pág. 38.

[42] Las más afamadas marcas: Albuerne, Álvarez Camps, Bocoy, Campeón, Castillo, Jiquí, Lavín, Matusalén, Obispo, San Carlos, San Lino, La Vizcaya, y, sobre todo, Bacardí.

[43] Vid Ismael Sarmiento Ramírez, “Alcohol en la Cuba del siglo XIX” (Informe especial), en Historia 16, año XXIV, nº. 298, págs. 8-35; “Uso y abuso de las bebidas alcohólicas en la Cuba del siglo XIX”, en Acta del Simposio el vino de Jerez (y otras bebidas espirituosas) en la historia de España y América, Jerez, 2001, en prensa; “Lasbebidas alcohólicas en la Cuba del siglo XIX”, en Del Caribe, Casa del Caribe, Santiago de Cuba, nº. 38, 2002, en prensa.

[44] Ramón Hernández Poggio, “Remembranzas médicas de la guerra separatista de Cuba”, en La Gaceta de Sanidad Militar, t. V, 1879, pág. 30.

[45] Leví Marrero Artiles, op. cit., t. XII, pág. 122.

[46] Víctor Manuel Patiño, op. cit., t. I, pág. 217.

[47] Vid. Ramón Hernández Poggio, op. cit., t. V, pág. 30. Para el tema de la fiebre amarilla, Carlos J. Finlay de Barres, “El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la fiebre amarilla”, en Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, t. XVIII, La Habana, Impr. «La Antilla» de N. Cacho Negrete, 1881, págs. 147-169.

[48] Dr. Juan Francisco Calcagno, Tratado completo del cólera morbus pestilencial, La Habana, Impr. del Gobierno y Capitanía General por S. M., 1883, pág. 4.

[49] Fernando G. Campoamor, El hijo alegre de la caña de azúcar. Biografía del ron cubano, La Habana, Ed. Científico-Técnica, 1993, pág. 49.

[50] Ramón Hernández Poggio, op. cit., t. V, pág. 31.

[51] Emeterio Santovenia Echaide, Historia de Cuba, t. I, La Habana, Ed. Trópico, 1939, pág. 145.

[52] Cordón cerrado: El aguardiente de veintiocho a treinta grados, que al caer en un vaso se cubre con burbujas, manteniéndose algún tiempo en ebullición; Esteban Pichardo, op. cit., pág. 183.

[53] Medio cordón: El aguardiente de menor grado que el cordón cerrado”, y si todavía es más flojo se le dice apuntado de cordón; Fernando G. Campoamor, op. cit., pág. 131.

[54] Manuel Moreno Fraginals, El ingenio. Complejo económico-social cubano del azúcar, t. II, La Habana, Ed. de Ciencias Sociales, 1978, pág. 59.

[55] Víctor Manuel Patiño, op. cit., t. I, pág. 218.

[56] Con el árbol vivo –explica Theophile Obenga–, “se hacía una incisión en la base de la flor aún cerrada. Al pie de la incisión se colocaba un recipiente de calabazo que recogía la savia, el licor, el vino. La operación se realizaba temprano en la mañana y en la noche. Todo el año la gente extrae vino, sin más trabajo que el de podar las ramas de vez en cuando”; Theophile Obenga, “Tradiciones y costumbres alimenticias Kongo en el siglo XVII: Estructura del sabor”, en América Negra, Bogotá, Universidad  Javeriana, nº. 3, julio, 1992, pág. 84.

[57] Con el árbol tumbado, procedimiento empleado a partir del siglo XIX, el vino se sacaba del corazón mismo del árbol, o sea, el extraído de la palmera derribada, que es distinto al malufu malavu,vino de la flor de la palmera; Theophile Obenga, op. cit., pág. 85.

[58] Desde la época prehispánica en países como Costa Rica, Panamá, Colombia, Venezuela y Bolivia, el uso del vino de palma de varias especies fue muy amplio; vid. Horacio Figueroa Marroquín, Enfermedades de los conquistadores, (Segundo premio de Medicina), Ministerio de Cultura, Departamento Editorial, 1ª edición, 1957, pág. 114, apud Víctor Manuel Patiño, op. cit., t I, pág. 108; Antonio Caulin, Historia de la Nueva Andalucía, Caracas, Impr. Italgráfica, 1966, t. I, pág. 59; R. Friedrich von Schench, Viajes por Antioquia en el año de 1880, Bogotá, Impr. del Banco de la República, 1953, pág. 13; A. Arellano Moreno (edit.), Documentos para la historia económica en la época colonial. Viajes e informes, Caracas, Impr. Italgráfica, 1970, págs. 458-459; Bernabé Cobo, Obras, Madrid, Impr. Gráficas Orbe, 1956, t. I, pág. 263.

[59] Samuel Hazard, op. cit., t. III, págs. 90-91.

[60] Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón, Barcelona, Ediciones Ariel, 1968, pág. 25.

[61] Vid, Juan Luis Martín, Vocabularios de ñáñigo y lucumí. Breve estudio de lingüística afrocubana, La Habana, Ed. Atalaya, 1946.

[62] Ceiba:Árbol elevado muy copudo, hasta la cúspide, de hojas alternas y largamente pecíoladas, flores en cimas paucifloros y madera ligera frágil. Después de la palma real (Roystonea regia, familia Palmáceas), es el árbol más característico de Cuba. Tanto para blancos como para negros, santos africanos y santos católicos, el lugar donde habitan todos los muertos. Es benefactora, misericordiosa y bendita, pero “cuando se invoca su gran poder –anota Lydia Cabrera– también se encarga de causar la desgracia o la muerte de una persona. Ella hace toda la obra… es el árbol brujo, temible e inmisericorde que tiene mayor cliente… Así hablándole dulce a la ceiba, cantándole y suplicándole, se llega a conmoverla y ella hace lo que uno quiera… Después se le da de beber aguardiente a la raíz, se le da humo de tabaco y se le abona unos centavos en pago”; Lydia Cabrera, op. cit., págs. 166-167.

[63] Otí: Aguardiente muy embriagante, preparado con el maíz seco molido, en agua y azúcar. Durante treinta días se deja fermentar en una botella o garrafón, según la cantidad deseada y se entierra; vid. Lydia Cabrera, op. cit., pág. 471.

[64] Lydia Cabrera, op. cit., págs. 10, 31, 67, 167 y 242; Mercedes Cross Sandoval, La religión afrocubana, Madrid, Ed. Playor, 1975, págs. 130, 150, 174 y189; Natalia Bolívar Aróstegui, Los orishas en Cuba, La Habana, Ed. Unión, 1990, págs. 37, 41, 43, 49, 56, 84, 156 y 184.

[65] José Luis Luzón, Comer y beber en La Habana colonial, en C.M.H.L.B. Caravelle, nº. 71, 1998, pág. 34.

[66] “Tipos y costumbres de Cuba. El guateque, baile de campesinos blancos”, en La Ilustración española y americana, nº. XV, 1867, pág. 345.

[67] Palanqueta: dulce seco hecho de maíz tostado y molido, amasado con miel.

[68] Miguel Rodríguez Ferrer, El tabaco habanero; su historia, su cultivo, sus vicisitudes, sus más afamadas vegas en Cuba,  1954,  pág. 60; apud Leví Marrero Artiles, op. cit., t. XI, pág. 62.

[69] Samuel Hazard, op. cit., t. III, pág. 146.

[70] Archivo General de Indias (AGI), fdo. Ultramar, leg. 191 y 192.

[71] Caldos: Además del aceite de comer (el de oliva), este renglón lo constituían el aguardiente de Islas (Canarias), el anisete, la cerveza, el coñac (brandy y ron), la ginebra, los licores, la sidra, el vinagre, los vinos: blanco de Canarias, de Jerez, de Málaga, la Malvasía de Madera, el moscatel, el champagne, del Rhin, el seco, el generoso y el tinto; vid. Balanza general de comercio de la isla de Cuba, (1827-1860), La Habana, apud Leví Marrero Artiles, op. cit., t. XII, pág. 155.

[72] Balanzas general de comercio de la isla de Cuba (1827-1849), La Habana, apud Jacobo de la Pezuela y Lobo, op. cit., (Artículo Comercio); Leví Marrero Artiles, op. cit., t. XII, pág. 169.

[73] Hunt’s Merchants’ Magazine and Comercial Review, (1865), XXII, pág. 431; Leví Marrero Artiles, op. cit., t. XII, pág. 169.

[74] Francisco González del Valle, op. cit.,pág. 226.

[75] Ibidem, pág. 220.

[76] Directorio, La Havane, 1874, pág. 43; apud José Luís Luzón, op. cit., pág. 33.

[77] Ibidem, pág. 38; apud Ibidem.

[78] Ibidem,págs. 21 y 81.

[79] Leví Marrero Artiles, op. cit., t. XII, pág. 124.

[80] Samuel Hazard, op. cit., t. II, págs. 21-22.

[81] Además de otras bebidas como el vino de Madeira y sidra; vid, AGI, fdo. Santo Domingo, leg. 2026.

[82] Diario de la Habana, 14 de junio de 1841, folletín.

[83] Noticioso y Lucero, 19 de julio de 1841, pág. 1.

[84] Tanto como el maíz, la piña fue extensamente utilizada para preparar chicha, y así lo registra el almirante Cristóbal Colón en la costa de Panamá, en febrero de 1503; vid Hernando Colón, Vida del Almirante don Cristóbal Colón escrita por su hijo, México, Gráfica Panamericana, 1947, pág. 299. También otros datos referentes a la preparación y consumo en el área circuncaribe los aporta Fernando de Oviedo y Valdés; vid BernabéCobo, Historia del Nuevo Mundo… con notas e ilustraciones de D. Marcos Jiménez de la Espada, Sevilla, (Sociedad de Bibliófilos Andaluces), 1892, t. III, págs. 35-36 yEnrique de Vedia,  Historiadores primitivos de Indias, Madrid, Ediciones Atlas, Gráficas Carlos Jaime, 1946, t. I, pág. 506. Asimismo, por Castellanos conocemos que el cacique Guaramental, del Unare venezolano, tenía “bodegas” de este vino; Juan de Castellanos, Obras, Prólogo de don Miguel Antonio Caro, Bogotá, Ed. ABC, t. I, pág. 459; y por Zamora que los panches igual la hacían;  Frany Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonio del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Ed. ABC, t. I, pág. 346.

[85] También usan otros tipos de ají picante, como el ají agujeta y el ají dátil.

[86] James J. O’Kelly, La tierra del mambí, La Habana, Instituto del Libro, 1868, pág. 246.

[87] Palmolive: El aguardiente más cruel, rústico y barato, y que llegó finalmente a ser el más caro al pagar los habituales bebedores palmoliveros con su vida; vid Fernando G. Campoamor, op. cit., pág. 140.

[88] Vid,el glosario que ofrece Fernando G. Campoamor; op. cit., págs. 126-146.

[89] Emilio Bacardí Moreau, op. cit., 1923-1925,t. II, pág. 505.

[90] Francisco de Paula Gelabert, “El mascavidrio”, en Costumbristas cubanos del siglo XIX, Selección, prólogo, cronología y bibliografía de Salvador Bueno, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, pág. 443.

[91] Ibidem, págs. 444-445.

[92] Vid. Fernando G. Campoamor, op. cit., pág. 49; de su propio archivo, grabado de una escena de taberna con sus habituales mascavidrios.

[93] Vid. Eduardo Robreño, Historia del teatro popular cubano, Nota preliminar de Emilio Roig de Leuchsenring, La Habana, Oficina del Historiador de la Ciudad, 1961.

[94] Vid. Osvaldo Castillo Faílde, Miguel Faílde, creador musical del danzón, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1964.

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