Historia de la menta, hierbabuena o yerbabuena

Primera publicación Septiembre 2008,
 actualización marzo 2009

Carlos AzcoytiaRepasando el libro escrito entre el año 177 y 180 de nuestra era titulado ‘De la caza y de la pesca’ del turco Opiano de Córico, del que ya he hecho referencia en otros estudios de esta web, encontré en su volumen dedicado a la pesca, en su libro III, una muy interesante referencia a la leyenda de la menta, que independientemente de formar parte de la  mitología, nos cuenta la historia de esta planta aromática y su utilización en la antigüedad.

La ‘Mentha viridis’, vulgarmente conocida como menta, es una especie aromática de la familia de las labiáceas muy popular en la antigüedad en el mundo mediterráneo por ocupar un nicho como especia en la cocina. Dioscorides, famoso galeno y farmacólogo que vivió en el siglo I, en su libro ‘De materia médica’, indica que incita a los placeres amorosos, aunque se desdobla para convertirse en abortivo, ya que tenía la reputación de volver estériles a las mujeres, de ahí que algunas veces aparezca en la historia como una planta infernal y de carácter funerario, como ocurría en Egipto. Aristóteles en su libro ‘Problemas’ menciona el proverbio “no comas menta en la guerra ni la plantes”, ya que supone que ejerce un efecto negativo en la secreción seminal, por lo que va en contra del coraje en la batalla y la virilidad del hombre.

Menta o hierbabuenaSiguiendo con Opiano nos cuenta, según la mitología, que la menta era en otro tiempo una ninfa subterránea de Cícito, río de los lamentos que era afluente del Aqueronte en el Hades; dicha ninfa yacía en el lecho con Adonis hasta que éste raptó Perséfone en la colina del Etna. Desde ese momento Menta se quejaba en voz alta, enfurecida por los celos, diciendo que era más admirable y más bella que su oponente y se jactaba que Adonis volvería a sus brazos y desterraría a la otra de su morada. Demeter rabiosa la destruyó pisoteándola con sus sandalias y de la tierra brotó una débil hierba que desde entonces lleva su nombre.

Los primeros en utilizarla, siempre según Opiano, fueron los pescadores para mezclarla con los cebos que ponían en sus anzuelos.

Es interesante y pintoresco como Opiano narra la pesca del mújol con cebo de hierbabuena y como el animal, atraído por el olor, se aproxima al anzuelo y mira la trampa con recelo para decir lo siguiente: “Como un extranjero que, encontrándose en una encrucijada de muchas huellas, se para a pensar, y unas veces su corazón le incita a ir por la ruta de la izquierda, y otras por la derecha, y ya mira a un lado, ya a otro, y su mente fluctúa como el oleaje, y después de largo tiempo llega a afianzarse en un solo propósito; así también el espíritu del mújol vacila entre muy distintas ideas, ya sospechando un engaño, ya pensando en una comida inofensiva”.

Continúa insistiendo en la aproximación del mújol al cebo al que compara con una niña pequeña con estas palabras que hasta pueden resultar jocosas hoy: “Al igual que una niñita que, cuando su madre está fuera, desea comida o cualquier otra cosa, y por tocarla teme la ira de su madre, pero, no dispuesta a renunciar, cobra atrevimiento y cautelosamente gatea hasta ella, y de nuevo se vuelve, y embargan su corazón ya el coraje, ya el miedo, y en todo momento sus vigilantes ojos miran con inquietud a la puerta; así entonces el dulce pez se aproxima y se retira”. No hay duda de lo narrativo que es Opiano y lo ameno que puede llegar a ser al comparar, para una mejor comprensión de sus contemporáneos, el comportamiento de los animales con los humanos.

Termina de narrar esta pesca contando como se decide y se aproxima al cebo, el cual toca primero con su cola para cerciorarse en primer lugar que es un animal muerto, ya que los mújoles no comen seres vivos, para concluir, como si fuera una narración, de esta forma tan dramática: “Entonces él pica y engancha el cebo con la punta de su boca, y en seguida el pescador tira de él y lo taladra con el bronce, como una auriga refrena a un fogoso caballo por la dura coacción de la brida, y lo saca, y lo arroja palpitante en la aborrecida tierra”.

Incentivado por este descubrimiento he seguido investigando para obtener una información más completa relativa a la historia de la menta, pero para mi decepción no encontré referencias en la ‘Historia natural’ de Gayo Plinio Secundo (siglo I), ni tampoco en los ‘Doce libro de agricultura’ del agrónomo Lucio Moderado Columela (siglo I), teniendo que recurrir al también agrónomo Casiano Baso (siglo V) donde, aunque poca, encontré algunas referencias de esta hierba aromática, aunque eso no es todo.

Casiano Baso, que ya en su libro II, 6, 29, da por conocida esta planta al hablar de otra llamada ’la cincoenrama’, por lo que se puede deducir que era de uso muy común, tanto que en su libro VIII, 35 hace referencia a Soción, el cual da una fórmula para hacer una infusión de vinagre indicada para la buena digestión y la salud que dice: “Echa en un recipiente ocho dracmas de escila y uno o dos sextarios de vinagre con pimienta, menta, canela y enebrina, y consúmelo pasado un tiempo”, encontrando esta misma receta en Paladio 8,8,2, el cual debió tomar esta misma fuente griega.

En su libro XII, capítulo 24, anota una recomendación de Florentino (siglo III), donde nos echa un jarro de agua fría en lo referente a la importancia que le habíamos dado a la menta en la antigüedad cuando nos dice: “1. Se piensa que la menta no tiene utilidad, pues la herida a la que se aplica no mejorará. 2. Además, si se echa en la leche y luego se añade el cuajo, la leche no cuajará. Es inútil también para la actividad sexual”, con lo que se rompe el mito que hasta entonces se tenía o al menos creíamos haber vislumbrado.

También haciendo referencia a Florentino en el mismo libro XII, pero ahora en el capítulo 27, 2, al hablar de la semilla del mastuerzo nos dice: “Bebido con menta y vino expulsa lombrices y solitarias”.

No contento con esto y dispuesto a llegar hasta el final de la historia de la hierbabuena o menta he recurrido como última esperanza al libro ‘Historia de la alimentación’, donde poco más pude encontrar, al menos no una información demasiado exhaustiva sobre la menta, aunque si interesante, de hecho habla de una bebida de la Grecia Clásica hecha a base de harina de flor y menta llamada ‘cyceón’ que era sagrada de Eleusis y también tomada como refrescante por los campesinos.

En Constantinopla, ya en el siglo VI, dentro del Imperio Bizantino, encontramos una referencia a lo que se plantaba según la época del año y recogido en una Geopónica donde dice: “Que en febrero se siembren: perejil con ajos y puerros, zanahorias, remolachas, judías verdes, diferentes tipos de lechugas t también repollos, brócolis, cilantro, eneldo y ruda. Que se transplanten: escarolas, achicorias, lechugas y lechugas frigias. Que se siembre en mayo: remolachas, acelgas, así como menta…”. No es importante esta referencia a la menta pero sí la referencia a lo que se aconsejaba plantar en general.

En realidad fueron los árabes los que supieron sacar provecho de esta planta en la gastronomía, no en balde fueron los herederos de la cocina clásica; la menta aromatiza las comidas junto a las hojas de naranjo amargo o el apio, además de dar sabor sutil y fresco y forma parte de la bebida del pueblo, el te moruno, que tan bien sabe quitar la sed.

En un libro recetario anónimo andaluz podemos leer esta frase que lo dice todo en lo referente al mundo de los sabores de la cocina de Al’andalus: “El conocimiento de las especias es la base del arte culinario, permiten diferenciar los platos, darles emboque, realzar su sabor”.

Ya en los siglos del XIV al XVI la menta entra dentro de los alimentos que se catalogan medicinalmente, así se la clasifica dentro del segundo grado en cuanto a su calor y humedad junto con el hinojo, la alcaravea, el perifollo, el jaramago y el berro de río, siempre dentro de la idea dietética de que la digestión era como una segunda cocción de los alimentos y las especias y hierbas aromáticas equilibraban la posible frialdad de estos. Y como dice el refrán popular, para muestra baste un botón, el cual encontramos en el galeno Aldebrandin de Siena (siglo XIII) que en su libro ‘Régimen del cuerpo’ aconseja, por ejemplo, lo siguiente para los platos de sesos: “Los sesos son fríos, húmedos y viscosos…, dan repugnancia y se corrompen fácilmente en el estómago, por ello hay que comerlos antes de todas las carnes y con sabor de vinagre, de pimienta, jengibre, canela, menta, perejil y otras cosas parecidas”.

No suelo darme por vencido fácilmente y, tras terminar este estudio, encontré un magnífico trabajo sobre esta planta en el libro titulado ‘Agricultura general, que trata de la labranza del campo y sus particularidades: crianza de animales, propiedades de las plantas que en ella se contienen, y virtudes provechosas a la salud humana’, título excesivamente largo, escrito por el agrónomo talaverano Alonso de Herrera en 1513 y que en su edición de 1790, que es la que poseo, hace una descripción exhaustiva de la yerbabuena o yerbasanta o yerba del huerto como la llama o llamaban. Así en su libro cuarto, capítulo XXXVII, comienza diciendo, en pocas palabras, que ya su nombre indica la bondad de esta hierba en castellano y que no debe de faltar en cualquier huerta; sigue con indicaciones sobre como y cuando debe de plantarse y el tipo de tierras que necesita, así como la forma de abonarla, regarla y la forma de trasplantarla. Pero lo verdaderamente interesante es cuando nos cuenta las propiedades de todo tipo que posee; así en primer lugar, nos dice que  «Toda yerbabuena es caliente y seca, y así verde como seca es de mucha virtud, y guárdese bien haciéndola manojos, y secándolos a la sombra, y moliéndola, en cualquier manera que la echen en la leche no se cuaja, y por eso la majan, y la ponen por emplasto sobre las tetas, y no deja cuajar la leche en ellas…«, para continuar más adelante con estas palabras: «Aviva mucho la lujuria; y por eso dice Aristóteles, que en tiempo de guerra no la comiese, ni aún la tratase entre las manos la gente de guerra, porque incita a la lujuria, y de allí se disminuye mucho la fuerza«.

Continúa Alonso de Herrera diciendo que si se toma mucho zumo de ella, con un poco de vinagre, impide la sangre que sale por la boca y también, aún sin vinagre, eliminaba todas las lombrices intestinales, eso sí, debían abstenerse de tomarlas las mujeres embarazadas porque «viene mucho peligro a las criaturas«; igualmente, si se diluía almidón en el zumo de ellas, o en su agua, sanaba mucho los males de los pulmones; incluso si se echaba su zumo en los oídos les quitaba el dolor y mataba los gusanos de ellas. Es evidente que era, y es, un matagusanos de cualquier especie, aunque no llego a imaginarme a nadie saliéndole gusanos de las orejas, tanto es así que cuenta que tomada de cualquier forma mata las lombrices, incluso si se ponen emplastos en los ‘lomos’, en el vientre y en el estómago.

Herrera nos muestra su visión de futuro cuando hace el siguiente comentario: «…y aún oliéndola quita mucho el mal olor de la boca: y para esto, y para las encías dañadas, laven bien la boca con vino o vinagre en que haya cocido esta hierba, y después frieguen los dientes y encías con polvos de yerbabuena«, aquí este hombre había inventado, varios siglos antes, el dentífrico, ahora sólo hacía falta ponerle una marca y un slogan como puede ser: ‘dientes blancos y aliento fresco‘.

Atentos porque Herrera nos desvela un anticonceptivo rural y primitivo de dudosa eficacia, pero se topa con la moralidad de la época y le cuesta trabajo llamar al órgano sexual femenino por su nombre, así que dice: «Majada, y puesta por bajo, impide que la mujer se empreñe, poniéndola por bajo una hora antes del ayuntamiento«, así que con poca imaginación que tenga el lector, el «por bajo» ya se puede imaginar donde es.

Ahora vamos al invento de la hierbabuena como perfumante y antipolillas de la ropa, que este hombre tenía mucha inventiva y recursos: «Echada entre las ropas da gentil olor, y no deja comer de polilla«, rematando la frase con algo que no tiene nada que ver con esto de cuidar la ropa y darle un olor inconfundible a campo en primavera: «y da mucha gracia a muchos guisados«.

También, y para terminar, Herrera nos hace un trabalenguas para los no iniciados en las artes de Galeno y toda la jerga médica que, por lo menos a mi, me dejó casi con los ojos en blanco al no entender a que enfermedades se refería cuando dice: «Y bebiendo el zumo de ellas con zumo de granadas, reposa el zopillo, y alarga el huelgo, desopila mucho el hígado y el bazo: y haciendo gargarismos con su zumo, desflema las agallas, y las alanzas«, que me aspen si lo entiendo, espero que el que me lea sea más culto que yo y le sirva de provecho.

Con la Reforma en el siglo XVII comienza el declive del uso de la menta en la cocina francesa, y consecuentemente en todo el orbe occidental, así como en Inglaterra decae el uso del ajo en sus comidas, lo cual no atañe a las tradiciones culinarias nacionales de otros países, como es el caso de España, que la siguió conservando para aromatizar sus platos, herencia, como he indicado, de la cocina andalusí y que permanece hasta nuestros días, de hecho el tratado de agricultura de Alonso de Herrera, anteriormente comentado, estuvo en vigencia hasta casi mediados del siglo XX.

Con el tiempo la menta experimentó un auge que no pienso entrar por lo conocido que es de todos y que más que en la cocina se desarrolló en los laboratorios para dar sabor fresco a dentífricos, gomas de mascar, etc.

Para terminar sólo me queda decir que en mi casa, desde hace muchos años, cuido dos macetas de hierbabuena que tanto me sirven para dar sabor a los caldos como para respirar su inconfundible olor a verano.


Bibliografía principal utilizada:

Opiano de Córico: De la caza y de la pesca
Casiano Baso: Geopónica o extractos de agricultura
Jean-Louis Flandrin y Massimo Montanari: Historia de la alimentación
Anónimo: Tratado de cocina de Al’andalus
Aldebrandin de Siena: Régimen del cuerpo
Gayo Plinio Secundo: Doce libros de agricultura
Gabriel Alonso de Herrera: Agricultura General

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