Los dulces poblanos, algo rico

Cuando era niña mi mamá me contaba de los deliciosos dulces de la provincia de Puebla en donde había nacido. Entonces vivíamos en el norte de México, y no obstante que allí comíamos rico pinole, ella solía extrañar, particularmente, los camotes poblanos. Claro, se deleitaba con los jamoncillos, los dulces de leche que se hacen en varias partes del país, pero me decía que los macarrones poblanos eran especiales, lo mismo que las cocadas o las tortitas de Santa Clara.

Para mis hermanos y para mí fue una suerte muy grande que María del Rosario, mi madre se haya criado cuando niña y jovencita en diversos ingenios azucareros como los del Estado de Puebla, en particular, el de Izúcar de Matamoros; en Apatzingán, Michoacán o en San Gabriel, Cosamaloapan, Veracruz, en donde conoció a mi padre. Digo que fue una suerte porque lo mismo sabía hacer tepache de piña, que preparar rompope, una bebida poblana muy rica que lleva un poco de alcohol, “pero del 96”, decía al prepararlo; o deleitarnos con sus chongos zamoranos, unos postres deliciosos michoacanos. Guardaba con mucho celo los recetarios escritos por mi abuela Lucha y aprendió de ella la manera de elaborar sabrosos platillos.

También era rico hablar con mi madre acerca del café, “del verdadero café”, no el instantáneo, sino el sabroso de Huatusco, Veracruz, en donde vivía el tío Dagoberto, uno de los hermanos de Arturo Guillaumin, mi abuelo materno que era originario de ese estado. Pero el café debía acompañarse con un rico postre, por ejemplo, unas empanadas de guayaba; entonces las preparaba, aunque no tuviera el café añorado en ese momento.

Quizás esa sea la razón por la que cada vez que visito la ciudad de Puebla trato de comprar uno que otro dulce, o rompope, o disfrutar de sus manjares gastronómicos como los chiles en nogada, las chalupas o el pollo en mole. Si a eso le sumo el gusto que me provoca el adquirir una bella artesanía en ónix o de talavera, ya podrá imaginar quien lea este escrito lo feliz que me siento cuando eso sucede.

Dulces y talavera poblanos.
Foto de la autora.

Puebla es el nombre de una bella provincia mexicana, pero así también se llama su ciudad capital. Ésta fue fundada en abril de 1531 y le pusieron ese nombre porque en ella realizaron el poblamiento de españoles que andaban desbalagados por la recién nombrada Nueva España. Fray Jacinto de Benavente, Motolinía, nos dice que:

Edificóse este pueblo a instancia de los frailes menores, los cuales suplicaron a estos señores [funcionarios de la Audiencia Real], que hiciesen un pueblo de españoles, y que fuese gente que se diese a labrar los campos y a cultivar la tierra al modo y manera de España, porque la tierra había muy grande disposición y aparejo; y no que todos estuviesen esperando repartimiento de indios; y que se comenzarían pueblos en los cuales se recogerían muchos cristianos que al presente andaban ociosos y vagabundos; y que también los indios tomarían ejemplo y aprenderían a labrar y cultivar al modo de España; y que teniendo los españoles heredades y en qué se ocupar, perderían la voluntad y gana que tenían de se volver a sus tierras, y cobrarían amor con la tierra en que se viesen con haciendas y granjerías; y que juntamente con esto haciendo este principio, sucederían otros muchos bienes. [1]

Entre esos otros muchos bienes creo que se encuentran las delicias gastronómicas de esa provincia. Algo interesante que debe mencionarse es que a lo largo del período colonial fue que se empezaron a crear muchos de estos manjares, pero también se mestizaron al combinar lo que ya había por estas tierras con lo que trajeron los españoles como, por ejemplo, el trigo o los alverjones. Eso explica que en Puebla se produzca un rico pan de harina de trigo bañado con ajonjolí, las famosas cemitas, que se pueden comer solas o como emparedados rellenos con carne, queso, aguacate, cebolla, chile serrano o chipotle en vinagre, pápalo y un chorrito de aceite de oliva, o que se prepare un exquisito tlacoyo de masa de maíz relleno de alverjón.

«Comiendo una Cemita Poblana» [2]

José N. Iturriaga comenta que “los dulces de Puebla no son menos famosos que sus guisados. Van desde los populares camotes con sabores de frutas, hasta jamoncillos de leche, borrachitos, arroz con leche, flanes, natillas, panochitas, torrejas y lágrimas de obispo, todo ello para combinarse con un buen rompope.” [3] De esta forma, es preciso señalar que autoras como Mónica Lavín y Ana Benítez Muro nos informan que la dulcería es otra más de las formas del barroco mexicano, es decir, “sus expresiones caprichosas, la exaltación de forma y sabor, la vitalidad de un amplio repertorio nacido en geografías asiáticas y renovado con los frutos y las especias mexicanas.” [4] Esto trae a mi memoria las cocadas y los ricos limones rellenos de coco poblanos, una mezcla deliciosa de sabores.

Modo de hacer la cocada [en 1791]

A dos libras de azúcar bien clarificada y colada, para lo que se tiene prevenido un coco regular rallado. Acabado de colar el almíbar se pone al fuego y se le echa el coco, se menea seguido hasta que quede espesa, se aparta y se deja en el mismo cazo hasta que se enfríe. En éste se baten catorce yemas de huevo en dos cuartillos de leche y se mezclan en el cazo de la pasta y se pone en la lumbre, no se deja de menear hasta que tome punto de cajeta, se aparta, se adorna y se pone en el plato con un real de polvo de canela, echándole por encima. Para dos cocos el doble. [5]

Pero, ¿cuál es el origen de estas sabrosuras? Generalmente se explica por el trabajo de cocina que realizaban las monjas de los conventos novohispanos, en el caso de Puebla, el de Santa Clara, el de Santa Mónica o el de Santa Rosa. En la ciudad de México estaba el convento de San Jerónimo, fundado en 1585, que fue muy famoso por los confites que hacían las religiosas, entre las cuales estuvo sor Juana Inés de la Cruz, la décima musa de las letras mexicanas:

Sus dulces son una pura maravilla, la cima y el emporio del convento; sus alfajores de tradición morisca, sus melindres y sus amieles, sus yemitas acarameladas entre picados papelillos de diferente color, semejan extrañas flores, sus huevitos de faltriquera, sus alfeñiques, sus leves aleluyas y sus canelones de acitrón, sus tiranas de calabaza, sus refulgentes picones de camote con piña y almendra, de camote con naranja o camote con chabacano, sus sonrosadas panochitas de piñón, ligero rubor hecho dulce, y sus eximios petretes, sus mantecadas, y su gorja de ángeles y sus tortas rellenas y sus tortas pascuales y las semiempapeladas ya con barrocos dibujos de canela que exceden a todo gusto y todo aroma. [6]

En el caso particular de Puebla, los dulces se convirtieron en arte culinario barroco representativo de sus conventos, según comenta en su obra Marcia Argelia Frías Valenzuela. Posteriormente, nos dice esta autora, los dulces de los conventos tomaron cartas de identidad local, es decir, pasaron a formar parte de los dulces regionales.

El dulce mexicano nació entre el sector culto de las mujeres novohispanas recluidas en los conventos. El nuevo dulce mexicano es un fenómeno que comienza a manifestarse hacia los últimos años del siglo XVI y [los inicios] del XVII, cuando la elaboración y consumo de azúcar se incrementó sustancialmente entre las clases acomodadas. Los colonos de la Nueva España sentían especial inclinación por el consumo de alimentos azucarados. Las confituras se hacían de frutas secas como almendras o avellanas que se importaban de España. También se confitaban pepitas de calabaza.
[…] Puebla se lleva las palmas entre las monjas dulceras. Allí se elaboró el turrón amarillo y la leche de mamey. Fue allí donde, con la pasta almendrada de los mazapanes, se moldeó en miniatura, un apetitoso catálogo de la exuberancia de la fruta americana: mamey, piñas, zapotes, tunas, papayas, cuyo colorido exacto aún hoy invita a morderlas. Fueron famosos los tamales cernidos de Santa Mónica, así como las yemas reales, alfajores, rosquillas de almendra, polvorones, jamoncillos, guisados de pasas, camotes y dulces de las clarisas.
Las agustinas de Santa Mónica crearon maravillas con azúcar, almendra, yemas de huevo, canela y vainilla: jamoncillos de pepita, rosquillas, gorditas, charamuscas, trompadas, yemas reales, polvorones, mazapanes, muéganos, alfajores, tamales cernidos y el rompope. Estos dulces son los más conocidos de Puebla. [7]

Camotes de Santa Clara, receta [8]

Hace unos días, Libertad, una exalumna que acaba de hacer su examen profesional de licenciatura en Etnohistoria, me hizo un obsequio muy hermoso, un juego de café en talavera y una charola llena de dulces poblanos. Realmente eso me llenó de mucha alegría y me hizo recordar a mi madre cuando empecé a disfrutar los macarrones, los jamoncillos de pepita, las cremitas de piñón, nuez y canela, las cocadas, las marinas de nuez y piñón, los canelones, los bocadillos de coco con piña, los polvorones, los garapiñados, los muéganos, los borrachitos, y, por supuesto, los sabrosos camotes.

Dulces poblanos.
Foto de la autora.


Citas:

[1] de Benavente, fray Toribio, Motolinía, Relaciones de la Nueva España, México, UNAM, 1964, p. 108.

[2] Ofrenda o Altar Día de Muertos – Presidencia Municipal de Puebla
http://www.flickr.com/photos/luisenrique_gs/6313533520/ (1° de septiembre de 2012).

[3] Iturriaga, José N., Las cocinas de México II, México, FCE, 1998, p. 64.

[4] Lavín, Mónica y Ana Benítez Muro, Sor Juana en la cocina, México, Grijalbo, 2010, p. 19.

[5] Recetario Novohispano, México, siglo XVIII, prólogo de Elisa Vargas Lugo, México, Dirección General de Publicaciones/Dirección General de Culturas Populares e Indígenas de Conaculta, 2000, 1a. reimpresión 2004, pp. 87-88.

[6] Artemio de Valle-Arizpe citado por Mónica Lavín y Ana Benítez Muro, op. cit., pp. 32-33.

[7] Frías Valenzuela, Marcia Argelia et al., “La importancia del rescate de la comida barroca como arte culinario dentro de la gastronomía del Estado de Puebla”, tesis de Licenciatura en Turismo, México, Instituto Politécnico Nacional, 2001, pp. 180-182.

[8] Ibid., sección de anexos.

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