Portobelo: La historia de una feria comercial americana y su alimentación

En febrero de 2015 un lector me escribía, entre otras cosas, lo siguiente: “En el Panamá colonial se celebraban las mayores ferias del Nuevo Mundo, un intercambio de productos españoles y americanos. Estas ricas ferias (llamadas de Portobelo), según algún cronista se podía comparar solo con las de Venecia.

Traigo esto a cuento porque me gustaría que con su rigor historia nos (o me regalara) un artículo sobre esa rica feria y el intercambio de productos que allí se originaban”.

Ahora que estoy haciendo el estudio sobre la alimentación de los colonos y nativos en América, desmontando la conocida como ‘Leyenda Negra’ española, creo que es el momento de dar satisfacción a dicho lector, porque el presente trabajo entrará a formar parte, como complemento, de una larga serie que comenzó con el que lleva por título ‘Historia de los alimentos que llevaron los europeos a América’, por cierto lo más leído de nuestro sitio.

Un poco de historia.

Aunque sea someramente es imprescindible hacer una descripción del lugar, su orografía, clima, sanidad, etc. para hacernos idea de la importancia del sitio, su elección y posición geoestratégica, porque es ahí donde comenzaremos a desmitificar, como otras muchas cosas, los maravillosos tesoros y el bullicio que atraía en una ‘casi’ orgía de excesos y codicias al más puro estilo de las películas del Oeste Norteamericano, pero aquí sazonadas con tesoros escondidos, piratas rudos y sagaces que se enfrentaban a españoles que ‘rozaban la subnormalidad’ y afeminados (en el sentido peyorativo de la palabra, que soy respetuoso con todas las tendencias sexuales), robándoles lo que habían ‘hurtado’ a los indígenas y haciendo bueno el dicho de ‘quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón’, de forma que el villano se convertía en héroe y todos tan contentos, algo igual ocurre hoy, que no hay nada nuevo bajo el sol.

Encontré una maravillosa y documentada descripción del lugar, escrita por Jorge Juan, más adelante volveré a repetir que pienso hacer un monográfico sobre este gran hombre y su apasionante vida, y donde cuenta: “Hallase la Ciudad de San Felipe de Portobelo, según la serie de las Observaciones que allí hicimos, en 9 grados, 34 minutos, 35 segundos de Latitud Boreal, y en Longitud por las Observaciones del P. Fevilleé de 277 grados, 50 minutos, tomando por primer meridiano el de Paris, o 296 grados, 41 minutos considerándolo en el Pico de Tenerife”.

El lugar a que se refiere fue descubierto para los occidentales, siempre digo que los nativos ya lo tenían descubierto, por Cristóbal Colón el 2 de noviembre del año 1502 y viendo la buena disposición de la costa, que podía servir de puerto, con una profundidad aceptable, una capacidad excelente y el abrigo que ofrecía a las embarcaciones pues le puso el nombre de Portobelo y cómo iba descubriendo, el hombre a la semana, el día 9, encontró otro sitio mejor, al que llamó Bastimentos, lo que dejó constancia en las cartas de navegación y que aprovechó Diego de Niqueza para fundar allí, en el año 1510, una ciudad a la que llamó Nombre de Dios, llamada así por haber dicho el poblador a su gente, que allí se había de hacer asiento en nombre de Dios, así de simple, que los conquistadores de fantasía para los nombres siempre estuvieron escasos. El lugar debió estar mal defendido porque los indios del Darién se dedicaron a jugar a destrozarla, por lo que de nuevo tuvo que ser repoblada años después, pero viendo los españoles que el lugar traía más quebraderos de cabeza que beneficios se dictó una Real Orden, firmada por el rey Felipe II en 1584, en la que se dictaba que esta ciudad se trasladara a Portobelo, de modo que le tocó la mudanza, muebles incluidos, a Iñigo de la Mota Fernandez, Presidente de Panamá, haciendo, entre otras cosas, obras de mejora en su puerto para facilitar el comercio.

En el mes de julio del año 1668, y durante quince días, el pirata Henry Morgan, como un caballero inglés, tomó Portobelo (con 460 hombres y nueve naves) usando a los ancianos, los curas y las monjas a modo de escudos humanos para tomar la fortaleza (esto está documentado) pidiendo un rescate de 100.000 reales para no quemarla y mientras se hacía el trato sus hombres, (según los registros) “Comenzaron a comer con buen apetito, y a beber como mangas de lo que se siguió la insolencia y los sucios abrazos con muchas honestísimas mujeres y doncellas, que, amenazadas con el cuchillo, entregaron sus cuerpos a la violencia de hombres tan desalmados”, gesta heroica que quedó plasmada en sendas películas interpretadas Errol Flyn y Tyrone Power, aparte de ser motivo de varias novelas y otras películas, lo que da idea de la moralidad de los súbditos de Su Graciosa Majestad la Reina o rey de Inglaterra, pero así se escribe la historia.

La ciudad estaba situada a orillas de la mar circundada por una montaña, siendo la mayor parte de sus casas de madera, con algunas que tenían su planta baja hechas con piedra y cal, estimándose el total de ellas de no más de 130. Su viario estaba compuesto por una calle principal que discurría paralela a la costa o al puerto, atravesada por pequeñas calles. Tenía dos plazas o espacios abiertos con bastante capacidad, el primero de ellos frente al edificio de las Cajas Reales, contiguo el muelle, y la otra donde estaba la iglesia mayor o parroquia, siendo ambos edificios de piedra y cal.

Al mando de la ciudad estaba un gobernador, con el cargo de Teniente General, elegido por el rey de España y dependiente del Presidente de Panamá, ocupando este militar su plaza de forma vitalicia. La parroquia estaba regida por un vicario y algunos clérigos que no eran españoles sino nativos. Aparte de la parroquia había otras dos iglesias, la de Nuestra Señora de la Merced y otra la de San Juan de Dios, siendo la primera de piedra, muy desmantelada y pobre, semi derruida, de forma que los monjes debían vivir en casas particulares de la ciudad. La segunda, la de San Juan de Dios, tan sólo contaba con un cuarto a manera de oratorio, componiéndose la comunidad de un prior, un capellán y otro religioso, teniendo la categoría de hospital y donde los enfermos debían estar ingresados sin camas ni otro mobiliario, sólo siendo admitidos los que podían pagar su cura y manutención por un tanto diario, utilizándose casi únicamente en los momentos que llegaba la armada, siendo entonces asistida por los cirujanos de los navíos que, aparte, suministraban las medicinas y alimentos.

La ciudad se extendía hacia el este por el llamado Camino de Panamá, donde existía un barrio que se llamaba Guinea, porque estaba habitado por los negros, tanto esclavos como libertos. Ese barrio se llenaba de habitantes en el tiempo de la feria, desocupando dichas casas de sus moradores habituales para alquilarlas a los visitantes, de forma que estos pasaban a vivir, los negros, mulatos y gente pobre, a los bugíos que habían o se prefabricaban al efecto, siendo dichas viviendas destinadas a los trabajadores con oficios diversos que llegaban de la ciudad de Panamá.

En el espacio que estaba entre la ciudad y el Castillo de la Gloria los marinos, en época de feria, se instalaban allí “se hace igualmente población de bugíos; y la mayor parte de estos los ocupa la gente de mar de los navíos, poniendo tiendas de pulperías con todas especies de comestibles, y frutos de España, y así luego que se termina la Feria, y se vienen los navíos, vuelven a deshacerse, y quedar despoblados los sitios, que ocupaban“.

Bajo esta miseria y mugre se organizaba la mayor feria de la historia hispanoamericana, ya que España tenía la necesidad de contar con un puerto que pudiera unir la costa Atlántica con la del Pacífico, para desarrollar de forma eficiente el comercio de todas sus colonias, no sólo las americanas, sino también las asiáticas, me refiero a Filipinas y su comercio con China, también con la metrópolis, y no hay dudas que el istmo de Panamá era el lugar más adecuado, al no existir el soñado paso que uniera dichos océanos, estando casi equidistante con México, Cuba, otras islas del Caribe y principalmente con Perú.

Así que de Portobelo sólo tenía el nombre, seguramente porque le gustaba el sitio a Colón, algo que, como veremos, para muchos el nombre les podía sonar a sarcasmo dada su inhabitabilidad, algo que pronto fue conocido en casi toda Europa y América, llegándose a decir que “En él no solo padecen los extranjeros que allí llegan; sino que los propios del país, aunque connaturalizados con su temple, viven sujetos a sufrir varias pensiones, que les aniquilan el vigor de la naturaleza, y muchas veces dan con ellos en la sepultura”.

A tanto llegaba lo malsano del lugar que las embarazadas eran trasladadas  a la ciudad de Panamá, entre el cuarto y quinto mes de gestación, porque lo normal era que murieran, no volviendo “hasta pasado el tiempo de los accidentes, que suelen sobrevenir al parto”. Existió una excepción de una de ellas, una mujer tenaz, enamorada y valiente que por miedo de separarse de su esposo fue la primera en parir en lugar tan insano, de la que no quedó su nombre registrado aunque según los informes era “muy conocida”, preservando los escritos la intimidad de su persona y que según se contaba se había quedado en Portobelo por temor de que este, su marido, en su ausencia no le correspondiese; y el estar “él con empleo, que no podía abandonar para acompañarla a Panamá, motivó el que se aventurase a ser la primera en interrumpir el orden observado hasta entonces”, desde ese momento algunas decidieron quedarse pese al peligro de muerte casi cierta que padecieron.

Esta creencia tenía fundamento, que nada se hace por capricho, ya qué, según contaban los lugareños, las gallinas que se introducían desde Panamá o Cartagena de Indias, cuando llegaban allí dejaban de poner huevos; las vacas al poco tiempo de llegar enflaquecían hasta tal extremo que su carne no era comestible, pese a que había pastos sobrados; lo mismo ocurría con los caballos y los burros que se volvían estériles.

El motivo habría que buscarlo en el clima, ya que el puerto y el poblado, tildarlo de ciudad podría parecer una temeridad, estaba encajonado entre montañas, creándose un microclima insoportable (caluroso y húmedo), tanto para las personas cómo para los animales al no correr el viento, lo que producía una evaporación tan densa que de forma cíclica se pasaba de la lluvia al sol sin solución de continuidad durante todas las épocas del año, lo que unido a la selva, con gran densidad de arboleda, contribuía a la intensa humedad reinante. A tanto llegaba que Jorge Juan llegó a decir: “Estos aguaceros, que tan repentina, y frecuentemente quieren parecer un principio de diluvio, son acompañados de tempestades de truenos, relámpagos, y rayos tan formidables, que sobresalen, y atemorizan el ánimo más tranquilo, y fuerte; y como todo el puerto está rodeado de aquellas altas montañas, causa mayor estruendo el ruido, resonando largo rato después, con la correspondencia de varios ecos en las concavidades, y quebradas, que forman entre sí las colinas de aquellas montañas: siendo tanto lo que por esto se aumenta, que el de un cañón disparado se oye sucesivamente por espacio de un minuto después; y con este no pequeña la gritería, y algazara, que con su espanto forman los monos, que hay de todas castas en los montes: con particularidad de noche, y al amanecer, cuando los navíos de guerra tiran el Cañón de Retreta , o de Romper el nombre”.

Con esta presión climática los marineros y estibadores de puerto, así como los trasportistas, para recuperar las fuerzas que se perdían por el penoso trabajo, recurrían al aguardiente, cuyo consumo era muy notable. Estos excesos debilitaban a los hombres, sumados a las inclemencias, los predisponían a enfermedades y epidemias, así como a sufrir accidentes laborales que en muchos casos eran fatales.

Algunas veces las autoridades españolas llevaron médicos desde Cartagena de Indias para saber cómo remediar dichos males y a asistir a los enfermos sin poder dar una solución al problema, limitándose a certificar la muerte de aquellos que llevaban tiempo desembarcados, que era entre la mitad y la tercera parte de ellos, llegándose a llamar Portobelo, en el argot marinero, como ‘La sepultura de españoles’.

Claro está que si los españoles morían en semejante sitio no quiero contar los ingleses, que morían como chinches (dicho español), contándose que en el año 1726 bloquearon su puerto, al tener noticias que se celebraba la fiesta de los galeones pensando quedarse con todas las riquezas allí acumuladas. La mala suerte, en este caso se puede decir que es la buena, que no me gusta recrearme en las desgracias ajenas, que murió el Teniente General de aquellas tierras el genovés Marqués de Grillo, que tuvo la desgracia de durar en su puesto un suspiro, ya que salió de Cádiz el 31 de diciembre de 1723, llegando a Cartagena de Indias el 21 de febrero de 1724, falleciendo ese mismo año. Como no tenía sustituto se las tuvieron que apañar, la guarnición, como pudieron y ahí estaba el héroe de esta película, el general Francisco Cornejo, que mandó acordonar los navíos dentro de puerto, disponiendo una batería en la costa del sur en su entrada, el cual mandó directamente. Los ingleses pretendían que los españoles se rindieran por hambre al no recibir alimentos desde Cartagena de Indias, lo que no contaban era con el clima que al poco tiempo hizo mella en la marinería sajona, dejando más bajas que si hubieran luchado encarnizadamente, por lo que tuvieron que volverse a Jamaica con el rabo entre las piernas (otro dicho español), dejando en aquellas playas a más de la mitad de su gente.

Como excepción en el año 1730 no hubo nadie enfermo, mientras que en Cartagena de Indias hubo una epidemia que diezmó a la población.

Pese a su fama, a su feria de productos y la riqueza puntual de Portobelo, su población fija era muy escasa y compuesta principalmente por familias de negros y mulatos, siendo los españoles no más de treinta, ya que los que tenían dinero vivían habitualmente en Panamá, quedando tan sólo los empleados imprescindibles y que se componían del Gobernador o Teniente General, los castellanos, los oficiales reales y la tropa de la guarnición. Los civiles eran el alcalde ordinario, de la hermandad y escribanos de registros, en total no más de ciento veinticinco personas, todos famélicos y depauperados por las enfermedades como consecuencia de su inadaptación al clima, llegando a decir Jorge Juan de ellos lo siguiente: “que al cabo de un mes se enflaquecen, y debilitan de tal suerte, que no son capaces de hacer algún trabajo, ni de sufrir las fatigas de su ejercicio, hasta que acostumbrados a él vuelven a tomar vigor. Ni de estos, ni de los hijos del país, que salen de la esfera de mulatos, ninguno se avecinda, y establece allí, porque luego que se ven en mayor jerarquía, tienen como a cosa de menosprecio vivir en él. Prueba de su mala calidad, pues sus mismos hijos lo abandonan, y no quieren habitarlo”.

La alimentación

Tras lo contado ya debe imaginar que los alimentos eran caros y escasos, sobre todo cuando llegaban los barcos de la armada y en especial cuando se celebraba la feria, debiendo ser traídos de Cartagena y su costa y también de Panamá.

De Cartagena de Indias se abastecía de maíz, arroz, cazabe y otras raíces del reino vegetal y como proteínas cerdos y gallinas. De Panamá se llevaba a pie ganado mayor. Del mar, muy abundante en fauna marina, se obtenían pescados de varias especies.

Las frutas, propias de un sitio tropical, eran muy abundantes y buenas, lo mismo la caña de azúcar que se plantaba en las chácaras de su territorio, elaborándose panelas y aguardientes en los ingenios.

Sobre el agua dulce había abundancia, ya que como comenté las lluvias eran abundantes y venía de los cerros que circundaban la ciudad y sobre ellas hacía Jorge Juan el siguiente comentario: “Son muy delgadas, y digestivas tanto que, en acostumbrándolas, abren las ganas del comer, y hacen despertar el apetito: pero aun la excelencia de estas, que en otro suelo, o temple podría ser de grande estimación por su bondad, en aquel llegan a ser nocivas”, para continuar diciendo: “: “Y es la causa que siendo tan delgadas, y activas, con la debilidad en los estómagos causan disenterías, de cuyo accidente muy raros escapan; y antes se experimenta, que todas las demás enfermedades llegan a convertirse en esta, y con ella termina la vida del paciente”.

Hay una anotación que no deja de sorprender cuando dice que en las pozas que dejaban los arroyos, entre las cavidades de las peñas, iban a bañarse a las 11 del día todos sus habitantes, incluidos los europeos, “y con esta providencia atemperan el excesivo calor, y refrigeran la sangre”.

La feria de Portobelo, la mayor de América, y la especulación.

La ciudad que no pasaba de ser un poblado, con carencias de todo tipo, se convertía en el centro comercial del Continente, multiplicando por mucho sus habitantes, en los días en los que se celebraba la feria, gracias a su situación geoestratégica y su puerto natural donde podían fondear una aceptable cantidad de barcos.

Se llegaba a tal punto en la carencia de viviendas que se especulaba con ellas y que según se contaba “luego que se recibe en Cartagena la noticia, de estar ya descargada en Panamá la Armada del Perú, pasa la de galeones a Portobelo, por excusar en mayor dilación las enfermedades de aquel temperamento y con la concurrencia de los individuos de ellas son tan crecidos los arrendamientos de las habitaciones, que por solo el tiempo de la Feria es el valor de una pieza mediana con una pequeña recamara, o gabinete mil, o más pesos; y hay casas, cuyos alquileres llegan a cuatro, cinco , o seis mil pesos más o menos según su capacidad, y el número de gente, que concurre a la Feria”.

Nada más entrar en el puerto las naves, lo primero que se hacía era formar una especia de barraca junto a la Contaduría con las velas de los barcos por parte de los maestres de cada buque, para después ser reconocidas por los dueños de las mercancías, descargando toda la carga en carretones.

Mientras se instalaban los marinos y los comerciantes llegaban por tierra las recuas de mulas desde la ciudad de Panamá, las cuales llegaban a tener cientos de dichos animales, todos cargados de cajones conteniendo oro y plata procedente de Perú, descargado su preciada carga en la Contaduría o en medio de la plaza, sin que nadie tuviera miedo de los robos o de desórdenes por ser un lugar aislado, lo que me trae a la memoria los veraneos que hacía con la familia en Punta Umbría (Huelva), un lugar aislado y paradisiaco alejado de carreteras, se llegaba en barco, y donde las casas permanecía sin cerrar sin miedo a los robos, porque con dicho aislamiento de la civilización el ladrón era muy fácil de detectar.

Volvemos de nuevo a Jorge Juan, que describe casi de forma poética todo aquel bullicio: “Es cosa de admiración haber visto aquel Lugar en tiempo muerto solitario, pobre, y lleno de un perpetuo silencio; su puerto despoblado, y infundiendo todo melancolía; y gozarlo con el bullicio de tanta gente; sus casas ocupadas; su plaza, y calles llenas de farderías, y de cajones de plata sellada, en barras, labrada, y oro: su puerto lleno de navíos, y embarcaciones pequeñas: unas que bajan por el rio de Chagre los frutos del Perú, como cacao, cascarilla de Loja, lana de vicuña, y piedra bezoar; y otras, que van de Cartagena, cargadas de víveres para la manutención de todo aquel gentío: y de un paraje, el más aborrecible todo el año por sus pensiones, se forma el teatro, y deposito de las riquezas de los dos comercios de España, y el Perú”.

Una vez concluida las descargas de los galeones y llegado todo el comercio de Perú con el Presidente de Panamá comenzaba a tratarse la feria, que comenzaba con una reunión a bordo del navío comandante de los galeones de ambos comercios, de todos los comerciantes y que contaba con la presencia del comandante de la armada y del presidente de Panamá, uno y otro hacían de jueces de los intereses de los comerciantes españoles y del Perú respectivamente y donde trataban de los precios que debían regir para el valor de las mercancías.

Una vez concluida esta, por medio de tres o cuatro juntas o reuniones, se firmaban los contratos, haciendo publicaciones de ellos para que todos comenzaran a celebrar sus ventas ajustadas a lo estipulado, con el fin de que unos y otros no tuvieran perjuicios en los negocios.

Las operaciones se hacían por medio de corredores de comercio, tanto en las compras como en las ventas, venidos desde Perú y desde España, para una vez terminadas las transacciones quedaba la feria terminada, llevándose los de Perú sus mercaderías en fardos que embarcaban en chatas y bongos y enviaban por el rio Charge.

En un principio esta feria no tenía un tiempo determinado establecido para celebrarse pero viendo lo perjudicial que era el clima por orden Real se dispuso que no debía pasar de cuarenta días su celebración, contados desde el momento que fondeaban los navíos.

En el caso de no llegar a acuerdos comerciales con el reglamento de los precios acordado, se le concedía la facultad a los barcos españoles para poder internarse en Perú para que vendieran sus productos, teniendo permiso sus capitanes de hacerse a la vela en dirección de Cartagena. Sin este motivo, justificado, les estaba prohibido a los comerciantes de España pasar de Portobelo, ni enviarlas por su cuenta, siendo condición indispensable el tener un convenio entre dos comerciantes y firmado por el Rey de España; de igual forma los de Perú no podían enviar caudales a España, de modo que se procuraba que no hubiera perjuicio para nadie.

Los ingleses también concurrían a esta feria con un barco cargado por su cuenta, debiendo cumplir los siguientes requisitos: Debería haber hecho una corta estancia en Jamaica, la carga debería ser equivalente a más de la mitad que llevaban los galeones, “porque fuera de ser su porte excesivamente mayor, que de 500 toneladas españolas, y subir de 900 no llevaba víveres, aguada, ni otras cosas, que ocupan gran parte de la bodega; porque aunque los sacaba de Jamaica, le acompañaban en la travesía cuatro, o seis paquebotes cargados de géneros, los cuales, ya que estaban cerca de Portobelo, trasbordaban sus mercancías, y ponían en él cuantas podía sufrir todo su buque; y así encerraba más que la que llevaban cinco, o seis de nuestros mayores navíos; y siendo la venta de esta nación libre, y más barata, era de sumo perjuicio para muestro comercio”.

También solían ir algunas embarcaciones menores desde Cuba, Trinidad y Santo Domingo con tabaco, que volvían generalmente con cacao y aguardiente de caña.

Las cargas de cacao y cascarilla para España se podían cargar con permiso de Nicaragua y Honduras que también recogían dichos productos.

Sobre el comercio de negros y la esclavitud es claro en sus apreciaciones el informante, que por cierto era antiesclavista, cuando decía que se abastecía de los franceses y los ingleses, entrando por Panamá y distribuyéndolos hacia el Perú, de forma que a aquellos barcos que los traían a Portobelo “motivo les es permitido a los que tienen este asiento, que puedan llevar algunos frutos determinados, que se consideran necesarios, así para la propia manutención, como para la de las piezas, que llevan de varones, y hembras”, sin hacer más comentarios.

Una anotación anexa sobre la fauna salvaje, sin contar con los humanos.

Estando rodeado Portobelo de terrenos incultos, selváticos y montuosos los animales salvajes por la noche campaban a sus anchas, de modo que los tigres entraban a robar y matar gallinas, perros y otros animales domésticos y hasta se daba el haber matado a algún niño, haciendo peligroso el lugar, debiendo poner trampas con lazos, pero lo que me sorprendió fue saber que los negros y los mulatos que iban a cortar madera se enfrentaban a las fieras en singular batalla y que se describe de la siguiente forma: “Los Negros, y Mulatos, que frecuentan el Monte por su ejercicio de cortar Madera, son muy diestros en la Lidia contra esta especie de animales; y con facilidad los matan, ofreciéndoseles con intrépida determinación cuerpo a cuerpo; y aun hay algunos tan arrojados, que van de propósito a buscarlos, y no desisten de la empresa hasta conseguir su fin. Las armas, que acostumbran para estos combates, es sólo una Lanza de dos, y media a tres varas, de madera muy fuerte, y la punta de la misma madera endurecida a fuego; y un machete de tres cuartas con corta diferencia: con estas armas esperan, a que haga garra en el brazo izquierdo, que es en el que sustentan la Lanza, y llevan envuelto en una chamarreta de bayeta; y para ello, porque el tigre receloso del peligro se sienta, y no acomete por sí, le ofenden ligeramente con la lanza, para que haciendo su defensa, sea más seguro el golpe: luego que el animal siente el insulto de su contrario, retirando la lanza con la una mano, le acomete, asiendo con la otra el brazo, que la sustenta; pero entonces acudiendo prontamente el hombre con el machete, que tiene prevenido, y oculto en la otra mano descarga con él un golpe en el brazuelo , y desjarretándoselo le obliga no solo a que suelte la presa; pero aun a que se retire algo atrás enfurecido: fin dejar que medie tiempo, larga la lanza, y volviendo a presentarle el mismo brazo ejecuta segundo golpe en el del contrario al tiempo de querer asirlo con el bueno, y lo deja privado de sus dos más feroces armas, e incapaz de poderse mover: entonces acaba de matarlo a su salvo sin peligro, y quitándole la piel junta con las manos, pies, y cabeza, se vuelve con ella a la ciudad llevándola por señal de su triunfo”.

Otro animal que pululaba por los alrededores, no peligroso pero que les llamaba la atención, era, según se describe, una mezcla entre  oso y mono al que denominaron ‘Perico perezoso’, Bradypus tridactylus es su nombre científico y que puede ver en el dibujo adjunto, del cual se hacía una descripción muy detallada, dadas las rarezas que presentaba este animal para los europeos y que se definía, primero el nombre vulgar por el que se conocía, como irónico por desplazarse con mucha lentitud y pesadez, pasando a trascribir en su totalidad lo que se contaba de él con la finalidad de satisfacer, estando fuera del cometido de este trabajo, la curiosidad del lector: “Tiene este la figura de un mono mediano; feo de cara, porque toda ella está llena de arrugas: su color es entre ceniciento, y pardo; y peladas la mayor parte de las manos, y pies: tiene tanto sosiego, que puesto en un sitio, ni necesita de cadena, ni ha menester jaula, para que no se vaya; porque está fin moverse, hasta que obligado del hambre le es preciso buscar el alimento: la gente no le espanta, ni la ferocidad de otros animales altera su quietud: cuando se mueve, acompaña cada acción con un grito tan desapacible, y lamentable, que a un mismo tiempo produce en el oyente compasión, y enfado: esto lo ejecuta aun en aquellos movimientos más tenues, de levantar la cabeza, brazo, o pierna; y según toda apariencia es efecto de una general crispatura en todos los músculos, y nervios de su cuerpo, los cuales le causan vehemente dolor, al tiempo de quererlos lajar para su uso. En este tan desapacible tono está cifrada toda su defensa, pues al verse acometido de alguna fiera, siendo natural el huir, al quererlo hacer, y en cada una de las acciones da gritos tan enfadosos, que horrorizado el que lo persigue, suele abandonarlo, y huir por excusar lo fastidioso de sus ecos. Estos no solo los da al tiempo de moverse; sino que después de haber gritado cinco, o seis veces, para dar un sólo paso, repite los desaforados aullidos otras tantas para volverse a reposar, y antes de segundar otro paso, se está largo rato inmóvil. Su mantenimiento son las frutas silvestres: cuando no las hay en el suelo, se sube sobre un Árbol de los mas cargados, y luego que llega arriba, va derribando toda la que puede; y para ahorrarse de la penalidad, y tiempo que le costaría el bajar con el trabajo que subió, se hace un ovillo, y se deja caer a plomo, y permanece al pie de aquel tanto, cuanto le dura la fruta: pero no se mueve a buscar nuevo alimento, hasta que le obligue a ello la necesidad”.

Otro animal, este casi una plaga, eran los sapos, hasta tal punto que se decía que “Estos no solo se hallan en los charcos, y lugares húmedos, como es regular; sino también en las calles, patios, y generalmente en todo paraje descubierto: la gran cantidad, que hay de ellos, y el aparecer todos, luego que cae un aguacero, ha hecho concebir a algunos, que cada gota de agua se convierte en un sаро”, llegando a convertirse en una plaga molesta, algo que pude comprobar en una acampada libre en los Pirineos (España) hace años y qué lo culmina con la siguiente apreciación: “Cuando ha llovido de noche son tantos los que se ven por la mañana en las calles, y plazas, que parece estar empedradas de ellos, y no se puede andar sin pisarlos; de lo que redundan algunas mordeduras, que son dañosas; porque a más de ser ponzoñosas, son ellos tan grandes, que ofenden lo bastante, donde llegan a clavar los dientes: ya se dijo, que algunos exceden a seis pulgadas de largo, pero por lo regular son de este tamaño o algo menores; de noche es tal el ruido, que causan los muchos que estàn al rededor de la ciudad en los montes, y quebradas, que se hacen enfadosos, y molestos al oído”.

Conclusión final

Si se sabe leer entre líneas llegaremos a entrever que España, principalmente, lo que hacía era redistribuir la riqueza entre todos los territorios colonizados y que a la metrópolis, según estudios serios, tan sólo llegaba entre el 20 y el 30 por ciento del oro, desde mi opinión creo que es hasta una cifra algo crecida, ya que en ciertas épocas, como en los reinados de Carlos II, Carlos IV y Fernando VII no se tenían barcos para atravesar el océano, aconsejo leer mi trabajo sobre la alimentación en los barcos que iban a América. Por otra parte está la ecuanimidad a la hora de hacer las transacciones comerciales que, como todo y en todo, hubo trampa por parte de los colonos que hacían contrabando y que se escapaba a la trasparencia del gobierno y los gobernantes de turno.

Con este trabajo de investigación se intenta desmitificar lo que en la fantasía de muchos hace que no sólo existían blancos y negros, sino una inmensa gama de grises que sin saber de ellos nunca llegaremos a entender la historia y consecuentemente nuestro pasado, que es común.

Bibliografía

Juan, Jorge y Ulloa, Antonio de: ‘Relación histórica del viaje a la América Meridional’. Imp. Antonio Marín. Madrid, 1748.

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