Biografía del gourmet y compositor Gioacchino Rossini

El presente trabajo fue publicado en el año 1994 en el portal del mi anterior editorial de libros y de cuyo nombre no quiero acordarme, la segunda ampliación y corrección se hizo el 14 de marzo de 2013 y esta se hace para satisfacer a la persona a la que dedico lo que va a leer

A mi amiga Anna Tonna, mezzo soprano estadounidense, que sorprenderá a todos en 2014 con un homenaje a Rossini y España

Carlos AzcoytiaEl compositor Wolgang Amadeus Mozart muerto a los 35 años, el poeta alemán Friedrich Leopold von Hardenberg «Novalis» muerto a los 29 años, los también poetas británicos, John Kyats muerto a los 26 años y Percy Séller muerto a los 29 años, el pintor Theodore Gericault fallecido a los 33 años, Lord Byron a los 36 años, el compositor Franz Schubert muerto a los 31 años, el compositor Vincenzo Bellini muerto a 34 años, el escritor español Mariano José de Larra que se suicidó poco antes de cumplir los 29 años, el poeta ruso Mijaíl Lermotov que murió tras un duelo absurdo a los 27 años, el poeta español José de Espronceda fallecido a los 34 años, los músicos Felix Mendelsson que murió a los 38 años y Federico Chopin a los 39 años.

Se estará preguntando: ¿a qué viene esa larga lista macabra y surtida de grandes hombres?, ¿qué interrelación tenían entre sí? Como habrá observado, por poco perspicaz que sea o lo distraído que pueda estar mirando la televisión de reojo, todos murieron jóvenes, pero existen más coincidencias, todos fallecieron antes de la primera mitad del siglo XIX y para colmo todos fueron niños prodigio.

Cabría preguntase si esa precocidad en la producción intelectual fue la causante de la combustión rápida de sus vidas, en la que sus naturalezas, conscientes de una vejez llena de apatía e impotencia creadora, cerraba el ciclo vital para convertirlos en flor de otoño. Lo cierto es que llegando a una madurez, donde tenían el dinero y el prestigio, sus vidas se apagan, ya sea por enfermedad, sobre todo tuberculosis, o por accidentes más o menos provocados.

Estos datos los dejo ahí, con sus incógnitas y sus posibles motivos de polémica, que puestos a discutir lo mismo me lo pueden rebatir, en realidad sólo deseaba hacer un prólogo para dar pie al objeto de este apartado de cocina, en esta ocasión dedicado a un gran gourmet y aficionado cocinero, que también fue un niño prodigio, y que como todos los difuntos anteriores vivió en esa fatídica y maravillosa a la vez mitad del siglo XIX, pero que fue la excepción de todos ellos al sobrevivirles. También es cierto que artísticamente murió a la edad de 37 años, última vez que estrenó una obra suya, después tuvo una vida dedicada a los placeres compaginados con una existencia burguesa hasta la longeva edad, para esa época, de 76 años.

Como pienso que ya estará cansado de mi perorata sin saber de quién hablo, y antes que termine cerrando esta ventana, le diré que nuestro personaje no es otro que el gran Gioacchino Rossini, el compositor de óperas tales como «El barbero de Sevilla», «Guillermo Tell» o «Semiramis» entre otras muchas, que si no he contado mal llegaron hasta 39, y que también dejó de herencia a los humanos, para deleite de sus estómagos, los aderezos Rossini, hechos generalmente de trufas y foie-gras en los filetes de buey, o los magníficos «huevos Rossini pochés» o lo más conocido en nuestro país «los canelones a la Rossini» e incluso un «cocotte» con vino de Madeira añadido.

rossiniA este hombre, al que le dedico un apartado en mi libro Historia de la Cocina Occidental, tuvo una vida apasionada y apasionante, dedicada a regalar a su estómago todas aquellas viandas que habrían sido el sueño de un emperador romano, tanto es así que con motivo de oír un concierto del endiablado violinista Paganini le escribió, según cuenta el novelista Edmond de Goncourt, que sólo había llorado en su vida tres veces, la primera cuando le silbaron una ópera; la segunda cuando, paseando en barca por el lago de Garda, dejó caer una cesta que contenía una pava trufada; y la tercera al oír tocar a Paganini.

Como iremos viendo, Rossini, pese a ser un genio de la música, dedicó toda su vida a los placeres carnales, haciéndose crónico en su vejez la gula, ya que suponemos que la sexualidad lo abandonó pronto como consecuencia de su obesidad, lo cual no le obstaculizaba para ser lo que hoy llamaríamos un pederasta. El mismo novelista Goncourt, en un artículo publicado en el Journal el 20 de enero de 1876, dice lo siguiente: «Ayer se hablaba en el Salón de la Princesa (se refería a la hermana del emperador Napoleón III) sobre Rossini. Se comentaba su priapismo, su gusto al amor… y, en fin, las singulares e inocentes diversiones que el anciano se tomaba en sus últimos años con adolescentes, desnudas hasta el torso y sobre las cuales paseaba las manos, lascivamente errantes, dándoles a chupar su dedo meñique…«, un pasaje de su vida verdaderamente asqueroso y de desviado sexual, pese a que en aquella época no estaba mal visto mantener relaciones con menores.

Pero volviendo a la cocina es momento de narrar lo ocurrido en 1816 entre Rossini y su empresario Domenico Barbaja, que también lo fue de Donizetti y de Bellini entre otros, cuando le contrató para que, por 15.000 francos anuales, le entregara cada año dos óperas. Rossini propuso hacer en primer lugar una obra inspirada en el Otelo de Shakespeare y a su vez Barbaja le ofreció un palacio que tenía en Nápoles, que aún existe y cuya dirección es calle Toledo 205, estando en estos momentos dedicado a hotel y que precisamente se llama Hotel Toledo205.

Seis meses estuvo Rossini de huésped en el palacio comiendo, bebiendo e invitando a los amigos, pero no trabajando en su ópera, caso éste no único en la historia, también tenemos, por ejemplo, el de Leonardo da Vinci, otro buen gourmet, cuando le encargaron pintar su famoso mural «La Sagrada Cena», el cual estuvo todo un año esquilmando las bodegas y la despensa del monasterio Santa María delle Grazie, hasta que el abad desesperado tuvo que pedir auxilio a su señor Ludovico «El Moro».

Volviendo a Rossini y su estancia en el palacio del empresario Barbaja y viendo éste que todavía no había escrito ni una nota, tomó la drástica decisión de «raptarlo», así que una noche los criados, bajo las órdenes del empresario lo encerraron en una habitación. Allí lo tuvieron «secuestrado» pasándole sólo raciones de macarrones hervidos dos veces al día, las cuales le eran entregados a través de un de torno, hasta que escribiera su obra prometida sobre Otelo. A las 24 horas, y viendo que no era una broma, Rossini lanzó por el único hueco que le comunicaba con el exterior la obertura de su ópera. Luego, en pocos días, entregó los tres actos, tras lo cual fue liberado.

Lo que no sabía Barbaja, porque carecía de conocimientos musicales, era que esos tres actos sólo tenían de original los números I, II y III que los encabezaban ya que el compositor había repetido toda la obertura adaptándola a los diálogos para recuperar su libertad.

Aunque parezca raro, su amistad con el empresario no terminó ahí, esta llegó a su fin cuando Rossini le quitó la amante a Barbaja, era la cantante española, siete años mayor que él, Isabella Colbran, que fue su primera esposa y con la cual su vida fue un infierno.

Rossini y España:

Algo poco conocido por el gran público es que la reina María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (1779-1849), todavía viviendo y siendo esposa de Fernando VII, antes de ser regente de Isabel II, fue la causante de que Rossini viniera a España dada la fama que tenía en los círculos privados como amante de la ópera y su notoria buena voz de mezzosoprano, algo que quiso comprobar el compositor, afición que también heredó su hija la reina Isabel II, aunque con peor fortuna por su indisciplina con el profesor que tenía, Francisco Frontera de Valldemosa, no llegando ni a casi una discreta voz de triple ligera, aunque, eso sí, participaba en funciones privadas en un pequeño teatro que tenía en palacio y donde representaba obras de Rossini, entre otros autores; a tanto llegó en España la Rossinimanía que en el mismo día que Isabel II juró como única heredera al trono, el 20 de junio de 1833, en el teatro Príncipe se repuso ‘Semiramide’ de Rossini.

La visita del compositor se puede decir que no pasó de ser protocolaria y sin dudarlo un paseo glorioso en olor de multitudes, en un momento complejo políticamente y en un país que había dejado de ser el centro mundial de decisiones para pasar a ser casi un arrabal de la cultura europea, que tenía sus dos focos o centros en París y Londres.

De su estancia en Madrid quedó constancia en la obra del escritor Benito Pérez Galdós  ‘Los apostólicos’, que se integró dentro de ‘Los episodios nacionales’, tomo IV.

En dicha obra hace la semblanza de un personaje madrileño, un hombre de su tiempo que reunía todos los vicios y virtudes de una España añeja y de otra que intentaba modernizarse abriendo los ojos a una realidad a la que muchos daban la espalda, sin querer ser conscientes de la decadencia de un imperio que irremisiblemente desaparecía y que estaba sentenciada tras la invasión de las tropas francesas en 1808. Nuestro hombre en cuestión se llamaba  Manuel Fernández Valera, sacerdote reñido con los votos de pobreza y castidad que requería su cargo, con doble moralidad, y del que decía Pérez Galdós: “Su corazón generoso, su amor a la esplendidez, a las artes, a las letras, a todo lo que fuera distinguido y antivulgar, su trato cortesano, las cuantiosas rentas de que dispuso hacían de él un verdadero prócer, un Mecenas, un magnate, superior por mil conceptos a los estirados e ignorantes señores de la época, a los rutinarios y suspicaces ministros. Era la figura del Sr. Varela arrogante y simpática, su habla afabilísima y galante, sus modales muy finos. Vestía con magnificencia y adornaba el severo vestido sacerdotal con pieles y rasos tan artísticamente que parecía una figura de otras edades. En su mesa se comía mejor que en ninguna otra parte, de lo que fueron testimonio dos célebres gastrónomos a quienes convidó y obsequió mucho. El uno se llamaba Aguado, marqués de las Marismas, y el otro Rossini, no ya marqués, sino príncipe y emperador de la música”.

Situado históricamente el personaje resultará menos complejo entender su relación con nuestro biografiado Rossini.

Pérez Galdós, 48 años después, contaba: “Cuando vino Rossini en marzo de aquel año (1831) le encargó una misa, Rossini no quería hacer misas… ‘Pues un Stabat  Mater’ le dijo Varela. El maestro compuso en aquellos días el primer número de su obra religiosa que parece dramática. El resto lo envió desde el extranjero. Cuentan que Varela le pagó bien”.

Para aquellos que no conozcan que es ‘Stabat Mater’ he de decir que es un himno del Aleluya gregoriano que comienza con esta frase: “Estaba la madre sufriendo…”, al referirse al dolor de la madre de Jesucristo en la crucifixión, siendo una de las composiciones literarias que más se le ha puesto música en todos los tiempos, con casi 200 compositores.

El ‘Stabat Mater’ de Rossini se estrenó aquella misma Semana Santa en el convento San Felipe el Real de Madrid, situado en la confluencia de la calle Mayor y la Puerta del Sol, dirigido por el propio Rossini. El éxito fue tan grande que el mismo Pérez Galdós decía: “hubo tantas apreturas en la iglesia que muchos recibieron magulladuras y contusiones y se ahogaron dos o tres personas en medio del tumulto. Rossini fue obsequiado, como es de suponer, atendida su gran fama. Tenía aproximadamente cuarenta años, buena figura, su hermosa cara, un poco napoleónica, revelaba, más que el maestro músico y el aire de la familia de Orfeo, su afición al epigrama y a los buenos platos”.

Y hablando de los buenos platos, como no, referir una anécdota, Rossini fue un hombre de anécdotas relacionadas con su afición a la comida, en la que el mismo autor cuenta: “Habiendo recibido en un mismo día dos invitaciones a comer, una del Sr. Varela y otra de un grande de España, prefirió la del primero. Preguntada la causa de esta preferencia respondió:

–          Porque en ninguna parte se come mejor que en casa de los curas.

En efecto; la mesa de este generoso y espléndido sacerdote era la mejor de Madrid. A sus salones de la plazuela de Barajas concurría gente muy escogida, no faltando en ellos damas elegantes y hermosas, porque, a decir verdad, el Sr. Varela no estaba por el ascetismo en esta materia”. Entre los invitados a tal evento gastronómico estuvo el escritor Mariano José de Larra y el banquero Alejandro Aguado.

En un libro dedicado a la vida del general San Martín encontré, dentro de la biografía de un banquero sevillano que se llamó Alejandro Aguado (del que ya he hecho referencia) y que también fue empresario de la Ópera de París, una nota curiosa que corrobora lo anteriormente expuesto y que incluso amplía la información. Entre otras cosas cuenta que cuando bautizaron a su hijo Olimpo, celebración que se hizo su castillo en Petit-Bourg a veinticinco kilómetros de París (cuyos jardines del castillo tenían rotuladas sus calles con nombres de óperas de Rossini), y a la que asistieron entre 2.500 y 3.000 personas, recibió como regalo del compositor una pieza para seis voces y piano, compuesta en 1827, titulada ‘Cantata para el bautizo del hijo del banquero Aguado’.

Pues bien, se cuenta en dicho libro lo siguiente: “Rossini y Aguado viajaron juntos a España en 1831. El autor de ‘El barbero de Sevilla’, una de las óperas que no ha cesado de representarse mundialmente desde su estreno en 1816, es recibido entusiásticamente en Madrid, donde el sacerdote Manuel Fernández Varela, comisario de la Bula de la Santa Cruzada, le solicita componga un ‘Staba Mater’. De regreso a París, Rossini inició dicha obra, cuya primera versión se concluyó en 1832, y en 1841 la segunda. Su estreno privado se efectuaría en la capital francesa en ese mismo año, y por fin públicamente el 7 de enero de 1842”.

La relación con Aguado es interesante, porque fue en su palacio de Petit-Bourg donde compuso ‘Guillermo Tell’ y que, tras su estreno el 3 de agosto de 1829, un pastelero, en homenaje a la obra, le dedicó un pastel de miel cubierto de gelatina y con la decoración de una manzana atravesada por una flecha plateada hecha en azúcar.

Tras la composición de dicha ópera, Guillermo Tell, sólo me resta trascribir la siguiente anécdota contada por Rossini: “Allí pasábamos unos días bastante agradables; yo me había apasionado por la pesca con sedal y por ello avanzaba en mi trabajo con poca regularidad. Recuerdo que esbocé toda la escena de la conjura una mañana, sentado a orillas de la laguna, a la espera que el pescado mordiera el anzuelo. En cierto momento, me di cuenta de que la caña de pescar había desaparecido, arrastrada por una enorme carpa, mientras yo estaba entusiasmado ocupándome de Arnoldo y Gessler”.

Existe una obra que une indisolublemente para siempre a Rossini con España y concretamente con Sevilla, la adaptación de la obra de Pierre-Augustin de Beaumarchais, El Barbero de Sevilla, estrenada en 1775, que por cierto estuvo situada en la céntrica calle Francos de la capital hispalense.

Se puede decir que a caballo entre el Rossini que visitó Madrid y el que vivía plácidamente en París está la siguiente anécdota en la que intervinieron el banquero José de Salamanca, aconsejo leer este otro trabajo en nuestro sitio, y el músico y compositor Francisco Asenjo Barbieri, que acompañó al citado magnate con la idea de dar a conocer su música en la capital francesa y que se recoge en un libro publicado por la Librería del Congreso de Estados Unidos, editado por Rinchart and Winston, Inc.  en 1959, que dice lo siguiente:

“Barbieri fue a visitar a Rossini, el famoso autor de El barbero de Sevilla, quien desde hacía ya mucho tiempo vivía en París, sin escribir música ni hacer nada.

Rossini invitó a Barbieri a comer, y cosa rara, durante la visita, el gran maestro italiano se sentó al piano a recordar algunas de sus óperas. Estaba tocando una escena de La Cenerentola, cuando Barbieri le interrumpió:

-Perdón, maestro. Eso no es así.

Y tocó la música exactamente como si tuviera la partitura delante.

Rossini exclamó:

–          ¡Oh, hace tanto tiempo! Pero, ¿usted cómo es que como es que conoce mi música de memoria?

Y Barbieri contestó:

–          Me la sé de memoria desde niño, maestro.

Antes de sentarse a la mesa Rossini preguntó a Barbieri si quería ver su colección de magníficos violines. Tenía algunos españoles-

–          ¿Violines españoles? – preguntó Barbieri- ¿De dónde?.

–          De trevélez.

Y le llevó a la despensa. Los violines eran jamones”.

Rossini y París:

En 1829, tras su triunfal estreno de «Guillermo Tell», deja de componer y se instala en París donde conoce a la que sería el amor de su vida y su segunda mujer, Olympe Pélissier, antigua modelo del pintor Emile Jean Horace Vernet y amante del escritor Balzac, la cual primero fue su querida discreta, hasta la muerte de Isabella, y después su esposa hasta la muerte.

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Olimpe Pélissier, segunda esposa de Rossini

Fue Olympe la que lo llevó al médico en París para que le trataran y curaran la enfermedad que la hacía ser irritable  y neurasténico, porque tenía sífilis.

En París llevó una vida social y gastronómica, los derechos de autor y los ahorros que sabiamente supo administrar, gracias al banquero español Alejandro María Aguado, le hicieron vivir con desahogo. Entre sus amistades se encontraba el hombre más rico de la época, el Barón Rothschild, el cual era también famoso por sus viñedos y bodegas de excelente calidad, lo cual no pasaba desapercibido a nuestro amigo que aprovechaba toda ocasión para probar sus caldos, como fue el caso, que se cuenta como una anécdota graciosa, ocurrido en el año 1864, en el que el barón le envió una cesta de uvas de invernadero a lo que Rossini le contestó: «¡Gracias!, su uva es excelente, pero no me gusta mucho el vino en pastillas«, aquello debió hacerle gracia a su amigo porque de inmediato le envió un barrilito de su mejor vino, un «Chateau Laffite» (para saber su historia aconsejo leer un trabajo sobre dichos vinos en nuestro sitio.

Gracias al barón Rothschild, Rossini, conoció a uno de los iconos de la cocina tradicional, el famoso Antonin Câreme, que era jefe de las cocinas del magnate, por el que tuvo un gran respeto y cariño, que fue mutuo, durante toda su vida. La admiración que sentían ambos llego hasta el punto que en una ocasión Câreme le envió un faisán trufado con la lacónica nota: «De Câreme a Rossini«, a los pocos días el afamado cocinero recibió un libreto que contenía una pieza musical que llevaba por título: «De Rossini a Câreme«.

En sus memorias, Câreme, escribió lo siguiente: «Me dijo un día que había recibido una invitación para trasladarse a los Estados Unidos. Iría, sin duda alguna, añadió, si Vd. decidiera trasladarse también a América. Así me hablaba un gran músico italiano. Se llamaba Gioacchino Rossini«.

Pero no fue ésta su única amistad culinaria ya que mantuvo una intensa relación con otros dos iconos de la época en lo tocante a la gastronomía, Anthelme Brillat-Savarin y con el escritor y gastrónomo Alejandro Dumas, nefasto historiador gastronómico que llegó a decir que el tomate era mediterráneo o que había comido muchos caviales, de donde se sacaba el caviar.

Su correspondencia con distintas personalidades fue muy intensa, sobre todo agradeciendo los envíos que le hacían de alimentos, su casa debería parecer un supermercado, algo que sus amigos sabían que era de su agrado y complacencia.

Las aceitunas y las trufas que le enviaba el violonchelista Giovanni Vitali desde Ascoli Piceno, en la región italiana de Marcas, y qué de dichos envíos quedó constancia en la siguiente misiva, remitida por Rossini, fechada el 23 de febrero de 1840: “Respondo tarde a tu última y afectuosa carta, porque me habría gustado unir mis sentimientos de reconocimiento por las excelentes trufas que, gracias a tu generosa naturaleza, me has enviado. La trufa escolana me ha dado bríos, me ha llenado de estímulos…”.

También el marqués Antonio Busca, gobernador de la Orden de caballería de la Religión Hospitalaria, que, desde Milán, le enviaba quesos de gorgonzola, citando a continuación algunas correspondencias entre ambos:

15 de julio de 1861

Ha llegado tu adorable Papirio con fulgurantes flores de tu jardín de Gorgonzola. Isaac que tú has desenterrado, el negro Isaac que en estos tiempos de máscaras vive modestamente en Passy, bajo la figura de un cisne se alegra de poder otorgar las cálidas sensaciones del más sentido reconocimiento del corazón y del estómago. ¡Salve! Haré como aquel que llora y dice: ¿comer a solas los quesos de Busca? ¿Morir yo de indigestión? ¡Ah, cruda muerte! No, no, mejor dicho: ¡Ah, cocida y vergonzosa muerte!

21 de septiembre de 1863

Me limitaré a manifestarte que los dos quesos que he recibido a través de M. Manini son dignos de su generoso donador: sus emanaciones me provocan la dulce reminiscencia de su augusta madre, que fue la primera en hacerme probar los nobles productos de Gorgonzola. ¡Oh, felices tiempos! ¡Oh, juventud!”.

9 de mayo de 1864

“¡Apreciado marqués Busca, mi ángel terrenal! Han llegado Pílades y Orestes (se refiere a dos quesos) en muy buenas condiciones. Estas dos joyas (que para mí representan la magnanimidad de su espíritu) confortan mi corazón, mi estómago y mi amor propio”.

27 de octubre de 1864

Los amigos gálicos prefieren requesón, lo que equivale a preferir la romanza a la pieza concertada. ¡Ah, tiempos! ¡Oh, miserias!”.

Otro proveedor de sus excesos gastronómicos fue el tenor Domenico Donzelli, al que el maestro le escribió, en enero de 1850, cuando dicho cantante estaba retirado de los escenarios, lo siguiente: “Muchas gracias por los buñuelitos. Ahora te pido un favor: querría que me mandases la receta para que mi cocinero prepare las zeppole a la napolitana. Debes indicarme los ingredientes que hacen falta, las proporciones y cuanto sea menester para que la preparación sea cabal…”.

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Rossini en el lecho de muerte.
Dibujo de Gustavo Doré.

Como anfitrión fue generoso, recibía a sus amigos con la frase: «Entrad, entrad, amigos míos. Mi casa es un café«, haciéndose famosa en París las «soirée» que celebraba todos los sábados en su casa de la calle Chaussée-d»Antin, a la cual había que ir sus invitados de rigurosa etiqueta, nunca más de diecisiete, y donde se ofrecían magníficos vinos y pasta hechas por el mismo Rossini y donde dejaba volar su fantasía improvisando composiciones al piano, que él llamaba «pecadillos de vejez» y que su esposa, Olimpia Pelissier, guardaba avariciosamente en un afán especulativo con la obra, para venderla después de su muerte, porque pensaba que todo aquello tendría un valor enorme en el mercado, obligando a su esposo a escribir todas las semanas una melodía, según contaba Pedro Antonio de Alarcón que lo conoció en persona y que según contaba: “Táchesela de codiciosa se dice que obliga a Rossini a escribir todas las semanas alguna melodía, alguna romanza, algún coro, cualquier cosa, en fin, con tal que sea música, llevando en ello la intención, no de acrecer el tesoro del arte, sino su tesoro particular.

Estas composiciones del ilustre maestro se tocan una sola vez en la tertulia, luego desaparecen sin que se vuelva a hablar de ellas.

Es que su mujer las agrega a un volumen de forma silenciosa, bajo el título de Obras póstumas de Rossini”.

A ella, a Olimpia, se le deben las siguientes palabras: “Cada día el Maestro se inspira en el cocinero real para crear con su ayuda algunos manjares nuevos. Sí, amigo mío, el Maestro y yo vivimos para comer… y nos sometemos religiosamente a este deber”.

De sus últimos años nos habla de él con humor Théophile Gautier: «Está monstruosamente obeso; hace seis años que no ha visto sus pies. El metal de su orquesta tiene resonancias de batería de cocina, incluso en el momento de sus más sublimes inspiraciones«.

Un final apacible para un hombre que la vida lo trató bien, muy al contrario de otros contemporáneos suyos, que si sobrevivían a la madurez, producían magníficas obras de arte como consecuencia de sus frustraciones humanas, la ambición insatisfecha, la penuria económica, las enfermedades, la represión sexual, los amores no correspondidos o la falta de consideración social. Hasta el mismo Beethoven, que sordo y amargado penaba en su casa de Viena, sin un amor a su lado, sólo con un sobrino que lo trata con desplantes, lo que le hacía huir de la realidad y crear otros mundos llenos de notas que emborronaron las cuartillas de sus últimos cuartetos.

No he respetado en este artículo una cronología porque es mi intención de hacer una semblanza del famoso compositor y no una biografía, que sobre eso existen miles y mejor escritas, sólo he querido plasmar, casi en «flases», la semblanza de un Rossini amante de la buena cocina y de los placeres que la vida podía darle.

Anecdotario:

Entre la multitud de anécdotas y bulos que sus coetáneos hacían correr por los periódicos encontré las siguientes en la prensa española de mediados del siglo XIX:

La ópera que ha dado a Rossini el imperio del orbe músico, es el Tancredo; no obstante, le ocasionó un disgusto cuando se ocupaba de componerla. Habiendo escrito una gran aria para la entrada de Tancredo, no agradó a la signora que había de cantarla; lo que hizo al joven compositor volver a su casa casi desesperado. De repente la idea de aquella dicina aria di tanti palpiti, llenó su cabeza, y se dice que la compuso mientras esperaba la comida. En Venecia es conocida esta composición por el aria di riso: la causa es la siguiente. En la Lombardía se usa mucho el arroz para sopa, y como no les gusta que se pase, es un deber importante del cocinero ir algunos minutos antes de la comida a preguntar; bisogna mettere i riso (¿se puede echar el arroz¿). En el momento que Rossini llegó a su casa echando chispas, su criado le hizo la pregunta acostumbrada; el arroz fue puesto al fuego, y antes que estuviese cocido, había acabado Rossini ni su célebre di tanti palpiti”.

En la ‘Revista Gaditana’ de fecha, domingo 5 de abril de 1840, encontré un artículo, que me dejó perplejo, que llevaba por título: ‘Rossini y los polacos’ y que para mi sorpresa decía lo siguiente: “Nuestros lectores sabrán quien es Rossini: un señor grueso que después de haber compuesto muchas óperas francesas e italianas, se ha retirado a Bolonia a comer macarrones.

En Bolonia se halla Rossini detestado de todos. ¿Y por qué? Los unos dicen que es egoísta y otros que es un genio, y ya se sabe que lo que menos perdonan los italianos  a un compatriota es el ser un hombre de genio. Lo mismo sucede en España. Ninguno es profeta en su país.

A pesar de esto, Rossini no piensa en abandonar su ingrata patria. En vano se honran ofreciéndole su suelo las naciones extranjeras, particularmente Francia. Rissini permanece sordo como si no fuera músico. Rossini ha dado un eterno adiós al bello país de Francia; los polacos le han hecho salir de ella. Veamos cómo.

En la época en que el cisne de Pésaro residía en Francia, París estaba inundado de refugiados polacos. Una ola de este gran diluvio político fue a calentarse a la chimenea de Rossini, y Rossini reanimó y entretuvo alegremente esta ola, que le juró en polaco su reconocimiento eterno.

Los polacos cumplieron su palabra de tal modo, que no cesaron en ponderar a sus compatriotas la generosa hospitalidad del maestro, de surte que Rossini se vio rodeado sucesivamente de otras cinco o seis compañías de polacos.

El gran compositor los recibió con una cordialidad encantadora. Se les dijo, vosotros sois polacos y yo soy italiano; vosotros sois guerreros, yo soy artista; vosotros pobres, yo rico; vosotros tenéis hambre, y yo estoy saciado; justo es pues que miréis mi casa y mi mesa como vuestra, y así os suplico que uséis de ambas cosas como si os perteneciesen.

Pero a poco Rossini tomó una silla de posta y no paró hasta Bolonia y prohibió a sus criados y familia pronunciar el nombre polaco, porque la menor alusión a la mazourka le daba taque de nervios.

No crean nuestros lectores que la antipatía de Rossini hacia los heroicos hijos de Plonia provenía de un sentimiento de avaricia. No, la causa de su aborrecimiento no provino de que fuesen a participar de su lumbre y de su mesa cinco o seis bandadas de polacos: el único, el verdadero motivo de si horror hacia ellos era el haberse atrevido a decir que el célebre maestro que preferían la Mazourka a la Farentela, Mayerbeer, a Rossini, los Hugonotes al Barbero de Sevilla.

 Desde entonces Rossini les deseó en su corazón cuantas calamidades patrióticas humanas y civiles pudiesen sobrevenirles.

Rossino dejó pasar muchos años sin querer escribir ni una canción.

La noticia de su silencio comenzaba a inquietar a la Europa musical. Todos preguntaban si Rossini había muerto. Sus amigos, sus discípulos, sus admiradores, le escribieron repetidas veces. ¿Qué hacéis? Despertaos… No consintáis que se diga que se ha agotado vuestro genio. Estallad como un trueno, etc., etc.

El que más se interesaba en la gloria del maestro era el célebre cantor Duprez. Tres cartas le escribió en una sola semana.

Para poner término a esta correspondencia, Rossini se decidió a dar señales de vida musical y envió al célebre tenor de ópera una linda y sobresaliente canción.

La casualidad quiso que en el momento que Duprez recibía esta prueba manifiesta de la amistad del genio de Rossini, muchas señoras caritativas vendiesen objetos preciosos para socorrer a los indigentes.

Estas señoras suplicaron a Duprez que les regalase alguna cosa notable, para agregar a dicha venta.

Duprez poseía alguna cosa notable, su voz; pero esta no la podía regalar a los indigentes de esta señora. Viéndose en esta situación las envió la canción de Rossini.

El 31 de diciembre se vendió la canción (escrita de mano del maestro) por cien luises, los cuales han ingresado inmediatamente en la bolsa de las señoras.

¡Estos pobres son polacos!

¿Qué dirá Rossini cuando lo sepa?”.

Como todo personaje no estaba libre de bulos, mentiras y medias verdades, desde siempre cierto tipo de prensa, para vender más, nunca dudó en esparcir bulos entre sus lectores en un estilo circo romano para dar distracción a los incultos, a los desocupados y a los aburridos, en definitiva a la mayoría de la población.

Recetas relacionadas:

Tournedo Rossini:

Solomillo de unos 200 grs., rebanada de pan de molde, paté de oca, trufa, mantequilla, vino de Madeira, sal y pimienta.

Sazonar con sal y pimienta el solomillo, freírlo con la mantequilla (o aceite, según el gusto), una vez sacado, freír en esa misma sartén el pan de molde.

Colocar el pan frito, que debe de tener el mismo tamaño que el filete, en un plato, poner untado sobre el filete el paté y sobre él la trufa muy finamente cortada o en ralladura.

En la misma sartén se echa el vino y se deja reducir a la mitad, el cual se usará a modo de salsa que se colocará sobre el filete.

Se puede acompañar con unos champiñones enteros salteados y hechos con unas gotas de limón y vino blanco.

Canelones Rossini:

El relleno de carne se debe hacer salteándola con foie fresco, en una proporción de un 20 por ciento de la carne, algo de trufa y dos «gotas» de vino de Madeira. La bechamel se ha de hacer aprovechando la grasa que queda en la sartén tras saltear la carne picada, el foie y la trufa. Ya con los canelones en el horno, con el parmesano rallado por encima, a medio tiempo, espolvorearemos por encima un poco de ralladura de trufa.

Bibliografía:

–          Alarcón de, Pedro Antonio. De Madrid a Nápoles. Imprenta Gaspar y Roig, Madrid 1861.

–          Historias curiosas de la música. Así como suena 2: Ediciones Robinbook. Barcelona. ISBN 978-84-96222-12-0. Año 2004

–          Iovino, Robreto y Mattion, Ileana. ‘Sinfonía gastronómica’. Ediciones Siruela. Año 2009.

–          Navarro García, Luis. José de San Martín y su tiempo. Universidad de Sevilla y Fundación El Monte. ISBN 84-472-0541-X, año 1999.

–          Paz Canalejo, Juan. La caja de las magias. Las escenografías históricas en el Teatro Real. Edit. Ayuntamiento de Madrid, depósito legal M-46494.2006

–          Picardo, Esteba. ‘Revista Gaditana’.

–          Sales cómicas, agudezas y rasgos de imaginación de autores españoles y extranjeros. Imprenta de Cabrerizo. Palencia 1831.

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