Régimen alimenticio para los enfermos de la epidemia de fiebres mórbidas contagiosas que padeció la ciudad de Oviedo (Asturias) en el año 1804

Carlos Azcoytia

A mi amigo y nuevo compañero del Grupo Gastronautas, Ismael Sarmiento Ramírez

Resultaría imposible conocer la historia de la gastronomía y la alimentación de un pueblo o de una región, en una época determinada, si no nos detenemos a observar, como con una lupa, determinados hechos acaecidos que, como es el caso que nos ocupa, una epidemia, nos dejen entrever la cotidianidad gastronómica del pueblo que de otra forma, por ser eso, rutina alimenticia, habrían pasado desapercibidos por todos, dejando a la especulación no sólo el aprovechamiento de los recursos que existían en dicha zona, sino también el conocer las bases de su gastronomía y con ello parte de sus señas de identidad.

En nuestro viaje imaginario, que desde hace años efectuamos en la nave que recala en distintos puertos y en diferente épocas, los llevaré al Principado de Asturias donde, desde el mes de diciembre de 1803 hasta agosto de 1804, toda la sociedad se movilizó, en alguno casos de forma heroica,  para erradicar uno de los muchos azotes que, de forma cíclica, padecieron nuestros antepasados como consecuencia, la mayoría de las veces, de la mala planificación urbanística de las ciudades y las deficientes, por no decir carentes infraestructuras sanitarias de alcantarillado y traídas de aguas potables o incluso los abastos y conservación de los alimentos, que iban diezmando a la población, en especial a los de siempre, aquellos pobres desheredados de la tierra que sobrevivían con lo mínimo necesario.

 Este trabajo está basado en la bibliografía que se adjunta, que al igual a otro trabajo mío, el de la epidemia de peste que asoló la ciudad de Sevilla en 1649, para leerlo presione aquí, bucea en los testimonios directos que dejaron aquellos que la padecieron.

oviedo1

Casi comienza el libro base de este estudio de investigación con estas palabras: “Por do quiera que se mire la generosa conducta de los que se encargaron del gobierno y socorro de los pobres sanos y enfermos en tan calamitosas circunstancias, y el cuidadoso afán de los pudientes en proporcionar y franquear los medios más seguros y oportunos para que fuesen alimentados, socorridos y curados, se verá que la ciudad de Oviedo es un emporio de misericordia, que encierra dentro de sí tantos corazones llenos de ternura y de sensibilidad, quanto son los vecinos que la habitan”.

No es motivo de este trabajo dilucidar o especular sobre cuál fue la cepa de la epidemia que diezmaba a los ovetenses, para eso hay otros especialistas más doctos que yo en la materia, pero sí hacer observaciones sobre el incumplimiento de las reglas o leyes que en aquellos momentos imperaban y que, en teoría, debían cumplirse en casos como el que nos ocupa; el primero de ellos era el situar los asilos de los infectados a las afueras de la ciudad, algo que no se tuvo en cuenta ya que la Junta de Incorporaciones, creada al efecto y donde se daban todas las directrices para combatir la epidemia, decidió, quizá pensando más en un edificio amplio y confortable que en el aislamiento de los que enfermaban, por órdenes del Obispo Juan de Llano Ponte, que era natural de Avilés y que falleció en plena crisis de una apoplejía, el 23 de abril, que el Hospital de la Caridad debía situarse en pleno centro de la ciudad, en concreto en el Colegio de la ya estigmatizada y expulsada Compañía de Jesús, sobre la que haremos un trabajo.

La ubicación de dicho edificio dentro la ciudad puso en peligro a toda la población porque la llegada de enfermos y la salida de los féretros, incluso los deshechos de dicho hospital, indefectiblemente deberían pasar por las calles del casco urbano.

Según apunta el informante, los posibles motivos de la enfermedad, aunque hoy nos puedan parecer anecdóticos o pueriles, fueron: “Ora fuese por la gran sequía y calores que se padecieron en todo el verano y parte del otoño de 1803: ora por los vientos ábregos que se subsiguiéron, y que alternados con vendabales, nortes, nieves, lluvias, relámpagos, truenos y rayos, sopláron desde octubre de aquel año, hasta mayo de 1804: ora fuese por la escasez de granos que en Asturias y León produxo la pobreza y el hambre; y ora en fin por la multitud de pordioseros de uno y otro país que con el triste sello del mal y la miseria en sus ateridos y pálidos semblantes inundaban la ciudad continuamente; lo cierto es que por espacio de largos ocho meses reynó en Oviedo una epidemia de fiebres pútridas contagiosas, que hubiera producido funestos estragos á no haberse tomado eficaces precauciones y providencias”.

Ciertamente es que la reacción civil ante la epidemia no puedo decir que se distinguió por su presteza a la hora de organizar todo, ya que obra el nombramiento de la Junta Principal de Sanidad a los médicos Josef Salvador López del Pan y Eusebio Xavier de Vejarano el 26 de febrero de 1804, casi tres meses desde que comenzó la enfermedad, momento en el que se solicitó la planta alta del colegio de los jesuitas para albergar a los enfermos, aprobado posteriormente por la Suprema del Consejo de Castilla.

Cabe destacar un párrafo en el que ‘doctamente’ se hace mención del motivo de la epidemia y que hasta causa risa cuando dice, refiriéndose a los caballeros antes citados, lo siguiente: “…personas distinguidas por su mérito y probidad en lo civil, eclesiástico, caballeroso y comercial, sino que prescindiendo cada uno del carácter que le distinguía, anhelaban por servirlos y socorrerlos, y por implorar la misericordia de un Dios enojado, que amagando con su poderoso azote, aterraba la ciudad de Oviedo y demás pueblos del Principado de Asturias”, así que todo vino, según su parecer, por la cólera de un Dios enojado con algo de lo que nadie era culpable por lo que parece, así era la ciencia de antes, más o menos como cuando se declararon los primeros casos de Sida y algunos católicos dijeron que era el castigo divino a los homosexuales.

Es de notar la ingente labor de todos los integrantes (1) que se formaron en cuanto a pedir financiación de todo tipo para poder habilitar las salas del nuevo Hospital de la Caridad y donde se repartieron la labor de recolección de fondos de la siguiente forma: Los señores Toubes y Pan solicitaban ayuda a los abogados, procuradores y resto de los curiales. Fernando Valdés y su yerno, el marqués de Campo Sagrado, hacían lo propio pasando de puerta en puerta pidiendo socorro. El prior Miranda y Sierra solicitaban donaciones de toda la clase eclesiástica, secular y regular. Josef Días Valdés y Nepomuceno lo solicitaban a los comerciantes.

Entrando en lo anecdótico o quizá en lo cruel hay que hacer notar que en la planta baja del edificio ocurría lo siguiente: “Verdad es que en los quartos baxos del Colegio de los Expulsos se hallaban recogidos unos quantos leoneses febricitantes, colocados en el duro suelo sobre unos malos gergones y llenos de desaliño y porquería, de modo que nadie quería asistirlos ni llegarse á ellos, temiendo justamente el contagio”, todo un acto verdaderamente reprochable, por lo menos a nivel moral, y que se intentó remediar cuando la Junta de Incorporaciones aprobó, el 7 de marzo, el señor Pan sería el encargado de los enfermos, así como recoger a todos los que vagaban por la ciudad, claro está que ya pocos podían estar vivos después de más de diez días de abandono total, labor que terminó de efectuarla el día 9. El Sr. Pan puso de manifiesto que le era imposible atender también a los treinta y uno que estaban acogidos en la casa llamada del Cueto, en los extramuros de la ciudad, labor que fue encomendada al marqués de Campo Sagrado.

Otro acuerdo de la Junta, como mínimo curioso, fue el encomendar al Sr. Pan que administrara el dinero de las colectas y repartirlo entre los párrocos para que lo utilizaran en prevenir las necesidades de los pobres que estuvieran enfermos de Oviedo, ordenando la Junta que no se admitiera a ninguno en el hospital hasta mejor ocasión.

Las infraestructuras

Siguen otra serie de disposiciones para el perfecto desenvolvimiento del centro, así como los asignados para la dirección médica y continua con una descripción del antiguo colegio de los Regulares, el que se tomaba como hospital y que había pertenecido a los expulsados jesuitas, donde hace la siguiente anotación: “Sabe todo Oviedo que el Colegio de los Regulares expulsos por su elevación y positura es uno de los mejores y más bellos edificios, y que sus piezas habitables logran ventilación de los quatro vientos cardinales, Norte, Sur, Est y Oest. Por la parte que mira á la hermosa Plazuela del Fontan, y que quartea entre Mediodia y Poniente, tiene una gran puerta con un buen patio, y sobre é una galería que vino á ser el primer recibimiento de los muchos enfermos que allí entraron.

Así fue, que por este punto se colocó la principal entrada, que usando la hermosa cocina del Colegio, derribando tabiques en unas salas, y haciendo otros nuevos en otras, se proporcionáron grandes salones para hombre y mujeres febricitantes y convalecientes con la proporcionada separación, y también se estableció una sala para desauciados distante de los demás, porque no viesen los enfermos al par de sí el horroroso espectáculo de la muerte, ni ménos sacar los cadáveres de junto á sus lechos, á fin de no consternarlos en junas circunstancias en que era preciso alentarles y divertirles el ánimo”.

Si algo resulta significativo es la anotación que hacía en lo referente a que el número de mujeres afectadas, era el doble que la de los hombres, lo que hizo que se albergaran en la parte alta de la galería, con vistas al Fontan, con ventilación y luces al mediodía y a poniente, y donde hubo setenta camas de continuo uso, alojando a los hombres en el ala norte y donde hubo treinta camas, para dejar a lo lejos, mirando a oriente y mediodía. La sala de los desahuciados con tan  sólo ocho camas y con acceso y escalera separada del resto.

Termina la descripción del reparto de enfermos de la siguiente forma: “En la parte media, y á nivel del piso alto del claustro había dos salas de convalecencia para los respectivos sexos con sus correspondientes tarimas, y el mismo claustro llegó después á servir de enfermería quando la epidemia estaba en su mayor aumento. En una palabra, se formaron unas quadras para enfermos y convalecientes muy cómodas y ventiladas, y todo á expensas del Señor Obispo”.

Toda esta infraestructura únicamente iba dirigida a albergar a aquellos que no eran de la ciudad, ya que la Junta de Incorporaciones, como he comentado anteriormente, había determinado que los ovetenses deberían ser atendidos en sus domicilios por los párrocos, obrando de común acuerdo con los médicos, para lo que se destinó ocho mil novecientos veintisiete reales.

La organización, algo interesante para conocer a fondo todo el entramado necesario para que esto funcionase e imaginarlo casi a modo de documental, en el factor humano era la siguiente: El presbítero Domingo Quirós, que había padecido la enfermedad, estaba encargado de la asistencia espiritual de los enfermos; un practicante y dos enfermeras para lo sanitario. Se abasteció el hospital de todo lo preciso, con cocina incluida, con mujeres que cuidaban las ollas de los enfermos. Se colocó en medio de la escalera una campana que señalaba con su toque, con lo molesto que es eso, las horas de rezar, dar el caldo (del que hablaré más adelante), comer, barrer y la llegada o visita del médico. Se puso un cuerpo de guardia militar que vigilase para que no entrara nadie sin permiso. Por último se encargó al boticario Sebastián Escudero el despacho de las medicinas, la distribución de las raciones de comida y el cuidado de los utensilios de la casa.

Al ser una enfermedad que se cebaba principalmente con las mujeres y cómo muchas de ellas llegaban con hijos lactantes o de ‘tierna edad’, que no podían apartarlos de sus madres por miedo a que murieran se pensó que aquellos niños que no estuvieran enfermos pasasen al Real Hospicio y los contagiados se alimentasen y vistiesen a expensas de las limosnas del establecimiento “así fue que se mantuvieron muchos, y se les han dado para su decencia jugones, sayas, sombreros y calzones, librándolos por este medio de la miseria, desabrigo y la muerte”.

Se habilitó una ‘ambulancia’, en realidad una ‘cómoda’ silla de mano para recoger a aquellos forasteros, que ya enfermos no podían llegar al hospital, para trasladarlos, regalo que fue hecho por Josef Antonio Palacio, Oidor Honorario de la Real Chancillería de Valladolid, Canónigo Dignidad de la iglesia y Provisor y Vicario General del Obispado.

Para dar idea del estado en que llegaban la mayoría de ellos, entre ocho o diez diarios, y las primeras medidas profilácticas que se adoptaban en las admisiones nada mejor que trascribir lo que decía dicho libro: “Apenas llegaban á la puerta llenos de andrajos, piojos y miseria, y se les admitía por el médico, quando sin perder instante se les confesaba por el capellán, y los enfermeros de cada sexo los recogían en quarto separado, los desnudaban y trasquilaban el cabello, y también los lavaban de arriba a abaxo con una grande esponja empapada en agua tibia y vinagre hasta quitarles la inmundicia, en cuyo caso los enjugaban y vestían camisa y gorro limpio, y después los llevaban á la correspondiente enfermería, y los colocaban en las camas que estaban todas numeradas, tomándoles inmediatamente por el capellán y practicante razón individual de su patria y estado, que se pasaba muy luego al libro maestro de entradas y salidas”, lo que da idea de la miseria y el abandono que existía en España entonces.

La alimentación

Entramos de lleno en el cometido de mi estudio y especialización, el régimen alimenticio y la gastronomía de aquellos desdichados, que por cierto tuvieron la ‘suerte’ de padecer aquella extraña enfermedad y que quizá les hizo comer a satisfacción durante su estancia en el centro, porque he de decir que, independientemente del acierto de las cocineras a la hora de elaborar las comidas, el menú era rico, sano, nutritivo y variado.

Según cuenta, los alimentos, así como la medicación, eran proporcionadas a las dolencias de los enfermos, haciendo la advertencia que la farmacológica, fue aprobada por Real Orden de 2 de mayo de 1804 por la Suprema Junta de Sanidad del Reyno en virtud de un informe dado por la Superior de Medicina (venga papeleos), justo poco antes de terminar la epidemia, lo que quiere decir que los político inútiles no son algo de la época moderna, España fue, es y será un nido de ineptos políticamente hablando que sólo se mueven en provecho propio y legislando de espaldas a aquellos que los eligieron de forma engañosa, toda una vergüenza que merece ya una respuesta contundente de todos.

Siguiendo con la dieta alimenticia de los enfermos e intentado escapar de mi indignación con los golfos, que si fueran obligados a devolver lo robado hacía salir al país de la crisis que todos estamos pagando, algunos hasta con sus vidas, en una semana, sin hipotecarnos y sin hacer el paripé de que la justicia funciona, condenando con una mano y dando amnistías con la otra porque todos están llenos de mierda.

Pues bien, a los enfermos que estaban a dieta se les asistía con chocolate por la mañana, a las nueve un caldo ligero, a las doce otro, otro a las tres de la tarde, a las cinco chocolate, a las ocho de la noche caldo, y si alguno estaba de apuro se le reservaba para otra cualquier hora.

Se les permitía beber a la cantidad que desearan, ya fuese el agua natural, o ya la de naranja, posca o aguamiel.

Los que ponían a media ración tomaban por la mañana una taza de sopa, a las nueve un poco de caldo con un mendrugo de pan, a las doce medio cuarterón (2) de carne (hace el informante la siguiente salvedad con respecto a la carne: “Alguno reparará que se diese carne y caldos de esta substancia á los febricitantes y convalecientes de calentura pútrida, puesto que son unos alimentos con tendencia á la putrefacción alkalina, la que se debería contrarrestar por medios diametralmente opuestos: se contesta que en España es muy común esta dieta, y que el hombre en todo el mundo y en todas las cosas de la vida es un animal de costumbre”), medio pan, y un poco de vino: por la tarde sopa caldosa, y por la noche lo mismo que al medio día.

A los convalecientes se les daba ración entera, que era todo al doble de la media ración, y a ningún enfermo se escasearon, decía, gallinas, bizcochos, vino generoso, frutas y otras cosas, siempre que el médico tuvo a bien recetarlo.

El servicio, como buenos cristianos que tenían criados que todo se lo hacían y que seguramente trataban en plan déspota, “concurrían algunas gentes de distinción a servirles el caldo y la comida, y generalmente presenciaba este tierno acto el señor Pan, y a veces el señor Zumalacárregui, y otros empleados del hospital”.

Gestión económica

Los gastos, que debieron ser muchos pese a la gran cantidad de voluntarios, se nutrieron, a propuesta del Sr. Pan, solicitando un permiso Real para rifar algunas alhajas que previamente se habían donado a favor del hospital, acuerdo aprobado el 13 de abril, siendo aceptada dicha propuesta por Real Orden de fecha 2 de junio, procediéndose sin dilación a su venta.

  Independientemente a lo contado, y ante la premura de tener dinero para hacer frente a los gastos de mantenimiento y sustento de los enfermos se hicieron juegos y que transcribo tal cual lo dice: “Todas las noches en un juego lícito se sacaba un buen fondo, que mensualmente se repartía por mitad entre el Hospital y sopa económica, y esto prueba concluyentemente, que la caridad, que es el mismo Dios, según el Apóstol San Juan, y por eso no tiene límites, sabe exercer sus funciones aún en el centro mismo del honesto placer, y sesuda diversión”.

Estas brillantes ideas de autofinanciación hicieron que el hospital gozara de una desahogada situación económica durante la epidemia, pudiendo hacer frente, con holgura, a semejante emergencia, lo que demuestra que cuando hay imaginación y fantasía nada es imposible.

Sirva el presente trabajo como preámbulo a la charla que daré en el mes junio próximo en la Asociación de Estudios Americanos del Principado de Asturias y que tratará sobre los comedores de cocina económica en conmemoración del 125 aniversario de la fundación de dicha entidad civil en Oviedo.

Epílogo sobre una gran obra

Ya previendo el final de la epidemia y con motivo de festejar la administración del viático de la Pascua, que se encargó de ellos la iglesia de San Isidoro, que antes había sido colegio, se adornó y se hizo una fiesta en el hospital, que se celebró el 13 de mayo y dice: “Al efecto pasó personalmente el Sr. Pan á convidar las Comunidades Religiosas para que se sirviesen asistir á ella: se comunicaron oficios ´los Cuerpos, y por carteles se hizo saber al público, encargando el Sermón a muy Reverendo P. Fr. Osorio Benito Angulo, Predicador mayor del Colegio Benedictino de San Vicente”.

El día antes, 12 de mayo, se adornó el patio del hospital, galerías y escaleras con tapices y colgaduras, así como se puso perfumes para tapar el mal olor que despedían algunos enfermos, así como ramos de espinera y “muchas espadañas y lirios desparcidos por el pavimento”.

Sobre la puerta principal se colocó una inscripción en latín que decía así:

LANGUESCINTI HUMANITATI,

MISERISQUE PAUPERIBUS

FEBRI EPIDEMICA LABORANTIBUS

SACRUM

CHARITAS, ET ZELUS OVETENSIUM

Que traducido quiere decir: Al pobre miserable, que la fiebre / epidémica sufre sin consuelo, / con larga mano consagró este asilo / el celo, y caridad de los de Oviedo. / año 1804.


 (1)   Componían la Junta de Incorporaciones las siguientes personas: Francisco Antonio de Toubes, Decano de la Real Audiencia; Presidente: Josef Salvador López de Pan; Vice-Decano, en representación de su Tribunal: Juan Nepomuceno Consul Jove, y en su ausencia el licenciado Manuel Cadanes con el regidor Franando Valdés Solís; el doctor Ramón de Miranda y Sierra, Prior. Por el estado eclesiástico Francisco Josef Bernaldo de Quirós, Marqués de Campo Sagrado y Josef Víaz Valdés por el comercio.

(2)   Un cuarterón era la cuarta parte de una libra o su equivalente a 460 gramos/libra, de modo que se daba carne con un peso por persona de 57,5 gramos.

Bibliografía:

Memoria de los hechos practicados por la Junta Principal de Sanidad de Asturias, delegada en la de incorporaciones de la ciudad de Oviedo, con motivo de la epidemia de fiebre contagiosa que padeció dicha ciudad en el año 1804. Imprenta de la hija de Joaquín Ibarra, Madrid 1.805.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.